Daniel Alejandro Muñoz Valencia - Legalidad e Imaginación

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En este trabajo se conjugan dos apuestas: una de orden teórico y otra de orden ético. Desde el punto de vista teórico, se presenta una caracterización de los derechos de entraña positivista. En tal sentido, se destaca la artificialidad propia del derecho, herramienta indispensable para la garantía de los derechos, y se hacen explícitas las condiciones de sentido de la dimensión pragmática de la legalidad. Desde el punto de vista ético, se parte de la base de que una sociedad moralmente decente es aquella en que los poderes legales priman sobre los poderes ilegales. El poder legal, de esta suerte, únicamente será admisible cuando actúe atado a los límites y a los vínculos que se le imponen. La apuesta de orden ético, a la sazón, no está desligada de la apuesta de orden teórico: el positivismo jurídico es la teoría que se muestra más compatible con el garantismo. La efectividad de las leyes del más débil depende de que impere el garantismo, y para esto hace falta que la legalidad sea un valor compartido.

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Kundera, a propósito de la obra de Kafka, advierte con gran claridad lo que se juega en las novelas (caso paradigmático de las ficciones literarias ):

Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata acontecimientos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de Raskolnikov jamás ha visto la luz del día. La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es algo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. En Kafka, todo esto está claro: el mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto que esta posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión profética de Kafka. Pero, aunque sus novelas no tuvieran nada de profético, no perderían su valor, porque captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hacen ver lo que somos y de lo que somos capaces (1987, pp. 53-54).

La imaginación tiene, repito, un poder defensivo innegable y, quizá por eso mismo, Kundera habla de una “posibilidad extrema y no realizada” en el caso de Kafka. La literatura plantea posibilidades inéditas por la vía de simulacros que pueden ser gratificantes pero también insufribles. Kafka, a propósito de lo que vengo diciendo, da lugar a una discusión sobre si, más que consolación, en las ficciones literarias encontramos un suplicio. Esa duda, por supuesto, no puede absolverse aquí de manera dirimente, pero merece la pena decir algo al respecto.

En su diario, cuenta don Augusto Monterroso (2003, p. 9) que a mediados del siglo XX algunos escritores instituyeron un premio de 25 pesos (moneda nacional) para quien fuera capaz de leer El proceso , y de demostrarlo. No es broma: entre ellos se encontraba Juan José Arreola.

Y es que tantas son las interpretaciones de la obra de Kafka, que intentar una más sería caer en el inagotable pozo que él usó para jugar con nosotros, sus lectores. Una vez inicia la lectura, desde las primeras líneas, es bien difícil no sentirse en un mundo indefinido, sin contornos.

Si bien es penoso discernir literatura y vida en el caso de Kafka, es claro que sus ficciones nos someten al infinito. Un infinito que es insobornable, y frente al que nada podemos hacer. Monterroso daba cuenta de esto en una fábula que, justamente, produce esa sensación:

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha (2010, p. 53).

En virtud de que el artificio de Kafka resulta sobremanera persuasivo, no deja de ser incómodo sentir que siempre habrá una grieta por la que nos miran. A Josef K. todos lo han detectado. Desde la primera página su vida privada ha sido abolida. Unos hombres a quienes no había visto jamás entran en su cuarto y, a la postre, se zampan su desayuno.

Sin embargo, esas circunstancias agobiantes, y que tiñen la obra de Kafka de una oscuridad que parece insuperable, no están exentas de humor, esa pizca de sal que siempre hace falta. Así como en el caso de Kafka literatura y vida parecen indiscernibles, diría que otro tanto pasa con el humor y la gravedad en su obra. Pareciera como si muchos lloraran por un claro motivo de risa.

Desazón, frustración, desesperanza: tal es el léxico conveniente para describir a Kafka. En él no hay fuerza, sólo debilidad. Josef K. es una nulidad, y el tribunal lo único que hace es confirmarlo. Josef K., envuelto en el absurdo, en lo que no comunica, no puede escapar de su condena, que no es otra que la inutilidad de todos sus esfuerzos, es decir, la imposibilidad de alcanzar sus objetivos. A propósito de esto, Juan Diego Parra Valencia señala que la escritura, en el caso de Kafka, no tiene tintes de redención. Bien al contrario: se trata de una fuga hacia lo inestable, sin posibilidad de alivio. Él lo pone en los siguientes términos:

[Kafka] se sentía impotente para la vida concreta, no podía comunicarse. Así, encontró como posibilidad de fuga la escritura. Mas esta no representaba una consolación o una terapia para el horror cotidiano, sino una ruta feroz hacia otros territorios, en donde la vida podía presentarse con toda su monstruosidad (recordemos la cercanía entre las palabras monstruo y mostrar ) y donde la aparente estabilidad racional se desencajaba por completo. De alguna manera, el término “kafkiano” alude, sobre todo, a esa experiencia de lo monstruoso, o sea, de lo que se muestra sin control ni estabilidad, sin soporte y, por tal, in-soportable. Mundo de lo ilógico, de lo irracional, mundo sin referencia alguna, es el mundo de Kafka que escribe y que, si seguimos con detalle este punto, es el único mundo, pues para Kafka no había nada por fuera de la escritura (2007, p. 32).

Tal apreciación no carece de fundamento, mas no quisiera pensar que Kafka, simplemente, nos recordó una insuperable condena a la nulidad. Aunque así fuera, no dejó de invitarnos a mirar todo eso con una sonrisa. No podemos olvidar que Josef K., ante una afrenta insoportable, dijo a sus vejadores: “Si me asaltan en la cama, no pueden esperar encontrarme en traje de gala” (2005, p. 22).

El caso de Joseph Roth, el escritor que siempre buscó protección pero sólo encontró desamparo, también confirma que la literatura está hecha de lo adverso y de lo triste. La alegría y la felicidad, por lo que parece, tienen poco prestigio literario. En septiembre de 1930, Roth le escribía a Stefan Zweig: “No puedo mortificarme en lo literario sin entregarme al vicio en lo corporal” (2014, p. 41). Atormentado de manera permanente por la falta de dinero, el emperador de la desdicha nunca tuvo una casa: desde los diez y ocho años malvivió en hoteles. Tuvo el don del infortunio, el don del sufrimiento.

Pero ese montón de escombros creó a Mendel Singer y a Andreas Pum, a Franz Tunda y a Andreas Kartak, entidades ficticias que, sin embargo, ruedan todos los días por las calles efectivas de nuestra vida. Un alcohólico creando seres marginales, desprovistos de cualquier consuelo. Roth necesitaba el placer corporal para poder atormentarse fabulando. El alcohol, en su caso, no era la causa, sino la consecuencia. Era noble y generoso: “Cuando alguien se encuentra en estado de extrema necesidad (le escribía en julio de 1934 a Zweig), soy presa del mayor de los pánicos, que Dios me perdone decirlo y hasta escribirlo: el 50% de mis deudas las he contraído por otros, del mismo modo que la mitad de mi vida pertenece a los demás” (2014, p. 171). La expresión que más aparece en su correspondencia con Zweig, a partir de 1933, es esta: “me hundo”. Así transcurrían sus días en octubre de 1935, cuatro años antes de su muerte:

Trabajo todas las tardes de 2 a 8. Después voy a otro café. A las 12 vuelvo a casa. Me acuesto. Tengo sueños terribles. Me despierto entre las 6 y las 7. Vomito bilis. Me acuesto. No duermo. Me tiembla el corazón. Me levanto. Me siento, como un tullido, en un sillón, dos horas, embobado y distraído. Poco a poco empiezo a pensar. Me visto. Voy abajo y evito al propietario del hotel. Se ha ido, respiro aliviado. Voy al bistró. Bebo para volver en mí. Comienzo poco a poco a escribir. Así es mi vida (2014, p. 231).

Sólo se sentía seguro después de haber bebido. El alcohol lo conservaba, porque impedía la muerte inmediata. Concebía la escritura como un quehacer terrenal, que, por eso mismo, no podía distinguirse de hacer zapatos. Creía que el aguardiente lo volvía sabio y productivo. Tenía un olfato infalible para la desgracia. Escribía para perderse en destinos inventados: el de los Trotta, el de Gabriel Dan, el de Adam Fallmerayer, el de Menuchim, el de Nikolaus Tarabas, el de Arnold Zipper. A partir de 1936 sus pies empezaron a hincharse y, por lo tanto, no podía calzarse los zapatos. Deploraba la propensión a la ilusión y a las esperanzas indeterminadas, aunque sus personajes marginales siempre esperaban un azar benefactor. Afirmaba que la suya no era una dependencia del alcohol, sino una “dependencia esplendorosa del alcohol”. A Roth, como a Kafka, tampoco lo redimió la escritura, tampoco lo salvó la ficción.

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