Y es que hay obras literarias que, en lugar de darle, le exigen al lector. Cabe precisar que al afirmar que la literatura nos describe no estoy diciendo que ella constituya una duplicación de nuestra vida. Simplemente afirmo que muestra , para individuos y comunidades, perspectivas que no por inéditas, y remotas en muchos casos, salen del ámbito de lo posible. En este punto, desde luego, no sobra advertir de los riesgos de un idealismo exacerbado, que, sin lugar a dudas, tiene como consecuencia el fracaso. Con todo, esas perspectivas se muestran a veces tan seductoras, nos sugestionan tanto, que no renunciamos a concretarlas a nuestra manera. Mario Vargas Llosa, poniendo dos bellos ejemplos, lo sugiere de este modo: “Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como ellas la describen. Los libros de caballerías queman el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee” (1990, p. 11).
El poder de la literatura de imaginación , a mi juicio, radica en que muestra lo más íntimo sin exponer a nadie, y, por eso mismo, las ficciones producen en nosotros lo que producen. Hay personajes literarios que han dicho lo que no quisiéramos escuchar (porque sabemos que es cierto) o lo que no nos atreveríamos a decir (porque, dadas las circunstancias, podríamos vernos en aprietos), y nos detenemos con fruición en esto. Somos, pues, criaturas con problemas y limitaciones, turbulentas, y la literatura, como conjunto de descripciones , da cuenta de ello, al tiempo que nos invita a mirar esos problemas y limitaciones, esas turbulencias, con una sonrisa. Kundera lo expresa de este modo:
En sus comienzos, la gran novela europea era una diversión ¡y todos los auténticos novelistas sienten nostalgia de aquello! La diversión no excluye en absoluto la gravedad. En La despedida uno se pregunta: ¿merece el hombre vivir en esta tierra, no hay que “liberar el planeta de las garras del hombre”? Unir la extrema gravedad de la pregunta a la extrema levedad de la forma es desde siempre mi ambición. Y no se trata exclusivamente de una ambición artística. La unión de un estilo frívolo y un tema grave desvela la terrible insignificancia de nuestros dramas (tanto los que ocurren en nuestras camas como los que representamos en el escenario de la Historia) (1987, p. 109).
En efecto, a veces parece que cuando nos reímos, incluso a carcajadas, no nos damos cuenta de que es algo atroz lo que produce la risa.
II. IMAGINACIÓN Y LITERATURA
La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.
(VARGAS LLOSA, 1990, p. 13)
No hablo yo mismo si digo que la facultad humana decisiva es la imaginación y no la razón. En casi cualquier cosa que uno diga es posible identificar la mera resonancia de lo que una multitud grita. Creemos en no pocas ocasiones que encarnamos el origen de algo, cuando simplemente estamos produciendo reverberaciones de una genialidad que caló en nosotros. Según Martha Nussbaum, “la narración de historias y la imaginación literaria no se oponen a la discusión racional, sino que pueden proporcionar ingredientes esenciales para dicha discusión racional” (1995, p. 44). De esta suerte, es la imaginación, tanto en la vida privada como en la vida pública, la que permite, por una parte, pensar en maneras posibles de actuar y, por la otra, buscar mejores formas de convivencia. Una afirmación como esta, por supuesto, no puede testarse de manera resolutiva. Aparte de que no dispongo de los medios para hacerlo, sería estéril intentarlo. Sin embargo, Martha Nussbaum no deja de insistir en el punto:
En otro contexto he sostenido que la novela forma una parte ineludible de la reflexión personal y también inicié la tarea de encomendarla a la esfera de lo público. Esta es una tarea difícil, ya que, para muchas personas, la literatura puede resultar esclarecedora en cuestiones relativas a la vida personal y a la imaginación privada, pero resulta vana y fútil cuando se trata de preocupaciones más sustanciosas como las clases y las naciones, para las que, parece ser, necesitamos algo más seguro científicamente, más imparcial, desligado, más severamente racional (1995, pp. 49-50).
La imaginación puede ser un instrumento de perfección privada, pero también una herramienta para la acción pública. En este trabajo, puntualmente, me interesa el papel y el alcance que la imaginación tiene en la vida pública: no tiene caso, aquí, aventurar hipótesis sobre cómo las ficciones expanden o incrementan el yo. En las obras literarias se objetivan ideas que, a la postre, pueden alimentar las discusiones públicas. Tales ideas cobran sentido cuando consideramos la literatura un producto del racionalismo humano, y no algo que nos ayuda a pasar el rato. La capacidad de imaginar cómo sería nuestra vida si otras fueran nuestras circunstancias se desarrolla en el trato frecuente con cuentos y novelas. Es claro, por supuesto, que las simples divagaciones también se prestan para esto, pero la literatura de imaginación , como producto de la racionalidad humana, enriquece el ejercicio.
Las ficciones literarias son, de alguna manera, “engaños” gratificantes de un auxilio invaluable en la contienda permanente con nuestras ásperas circunstancias. Cuando favorecen nuestras apetencias y apaciguan nuestros miedos, nos persuaden y las tomamos en serio, a sabiendas de su precaria existencia, al tanto de que los hechos narrados no gozan de materialidad. La imaginación, en este sentido, tiene un poder defensivo innegable, que se concreta en el ejercicio literario .
Los literatos crean ficciones que, en estricto sentido, más que mera adulteración de los “hechos”, son muchas veces “sucedáneos” de la vida. La literatura, al hilo de lo anterior, ofrece perspectivas que nuestras circunstancias cercenan, aniquilan. Sin las ficciones, pues, la vida sería menos llevadera, no porque ellas ofrezcan un consuelo total, sino porque nos ayudan a enfrentar el desasosiego, incluso mediante historias que de veras logran abatirnos. Mario Vargas Llosa lo dice sin ambages: “En el corazón de todas ellas (las ficciones) llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones” (1990, p. 12). Los que no leen, con todo, felices engordan. Hay gentes que viven contentas sin haber leído a Cervantes, y nada les va a pasar por eso. No tiene caso andar diciendo por ahí que la literatura nos va a hacer mejores: eso es ingenuidad y estulticia.
La fuga hacia lo imaginario, con todo, es imperiosa. Los seres humanos recurren a la ficción para soportar sus derrotas cotidianas, aunque, insisto, ni siquiera la literatura se revela apta para garantizarnos plenitud. Incluso el menos desgraciado, el menos infeliz, recurre al artificio para paliar las insuficiencias de su vida. En un mundo de individuos absolutamente plenos las ficciones no podrían tener lugar: nada las motivaría. Aunque las historias ficticias no operan en las efectivas circunstancias, no hay control posible sobre los efectos que pueden producir en los lectores: hay quienes al leer simplemente intentan conjurar el aburrimiento, pero otros terminan entendiendo que lo que procede es degradarse o echar candela al mundo.
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