—¿Todo correcto? —preguntó Yuri como si no fuese evidente.
—Perfecto —pudo articular, sintiéndose un hombre afortunado y, sobre todo, rico.
Yuri no quiso concretar, pero le aseguró que en unos días el ayuntamiento al que pertenecía el terreno les daría luz verde para poder construir la residencia del jefe. Por lo tanto, en cuanto se solucionase el tema hereditario, se volverían a reunir en esta misma notaría para hacer frente a la compra de los terrenos. Ignacio no dejó de pensar si, una vez modificada la situación catastral, este no valdría mucho más de lo que ofrecían. Era un pensamiento mezquino, lo asumía. Gracias a los rusos pasaba de ser un hombre con graves problemas de solvencia a un hombre rico y sin problemas. Además, con dos empresas de las que, a no mucho tardar, también sacaría mucho dinero por su venta. Lo tenía meridianamente claro, venderlas le eximía de la obligación de trabajar todos los días, con las preocupaciones y obligaciones que eso conllevaba. En cierta forma, era como su hermano, su fin era disfrutar de la vida. La diferencia entre los dos era que su hermano era un muerto de hambre, sin clase, que no tardaría en finiquitar lo que ganase en putas y drogas, probablemente no en ese orden. Él, en cambio, invertiría parte del dinero, bien aconsejado podría vivir de rentas, sin que le faltase ningún placer, pero utilizando la cabeza. Una vez se desprendiese de ambos negocios, estudiaría la manera de darle a su hermano lo menos posible y después se desprendería también de él. Era un lastre. Tan absorto se encontraba en sus cavilaciones, en sus sueños, disfrutando de esa maravillosa visión del futuro que se le avecinaba, que Yuri tuvo que repetir por tercera vez la pregunta.
—Perdón —se disculpó, saliendo de su ensimismamiento.
—Le preguntaba que doy por hecho que ya se ha reunido con sus hermanos.
—Sí. Como le dije, lo habíamos hablado con anterioridad y el otro día ratificamos el compromiso.
En ese momento entró el notario. Volvió a leerles el documento redactado expresando que, por acuerdo mutuo, existía una cláusula de confidencialidad de dicho compromiso. Les pasó copia para que diesen su conformidad y después, los dos firmaron.
Una vez finalizado, pasaron al segundo asunto. Yuri comentó que al tratarse de un tema privado, les esperaba en la sala de espera. Una vez solos, Ignacio le solicitó la tramitación del tema hereditario con sus hermanos. Le explicó por encima la situación, los bienes dejados en herencia y los compromisos a los que habían llegado los herederos. Con unas preguntas, el notario concretó la base de lo que requerían y estableció lo necesario para su tramitación. Volvió a salir y regresó con el secretario. Juntos establecieron la lista de todos los documentos que necesitarían cuando viniese con sus hermanos para iniciar los trámites. Concretaron, además, el día del acto. Si sus hermanos le habían pedido que él se preocupase del asunto, eran ellos los que tenían que acoplarse a las fechas.
—Bien, pues quedamos ese día, no olviden traer toda la documentación. Les espero a las diez. En caso de duda, llamen a Miguel —era el nombre del secretario— y él les asesorará.
Yuri, como dijo, le esperaba sentado. Cuando salieron, le invitó a un café; sentados en una cafetería cercana le preguntó una obviedad.
—El Sr. Vladic me insistió en que le preguntase si ha quedado satisfecho con las negociaciones.
—Por supuesto.
—Dejaremos que trabaje la notaría y cuando todo esté resuelto, con las escrituras formalizadas, volveremos a reunirnos. ¿De acuerdo?
Se despidieron e Ignacio se alejó. Hacía un día extraordinario y uno de los más felices de su vida, al menos así se sentía, y con la esperanza de que los mejores estaban por venir. Conocer a esta gente era lo mejor que le había sucedido. Ese Vladic era generoso, ni siquiera entró en el juego de regateos. Hubiese firmado ese acuerdo por mucho menos y vendido el terreno por la mitad. Claro que, con los bolsillos repletos de billetes, era fácil ser generoso, aunque pecaba un poco de ingenuo. Hoy lo celebraría a lo grande.
* * *
Se le emplazó a otro despacho de la Dirección General de la Policía Nacional. Stefano no se encontraba en España; por lo tanto, retrasaron dos días la reunión. Le llamó directamente el inspector jefe de la UDYCO, Borja Moya, una de las personas con las que se reunió en la anterior ocasión. Cuando accedió al despacho, junto a Borja se encontraba una mujer que fue presentada como Elena Dolz, inspectora del grupo de atracos. Tras los saludos y la presentación, se sentaron.
Borja mediría un metro sesenta, sobre cuarenta años, de constitución normal, con una incipiente barriguita, de mirada agradable y una perpetua sonrisa. Uno podría jugar a conjeturar su profesión y nunca diría policía. En cambio, la inspectora era otro cantar. Únicamente se levantó para estrechar la mano de Stefano, mirándolo a los ojos, y andar los cinco metros que les separaban de la mesa redonda, donde se sentaron. Pero era suficiente para interpretar su actitud. Alta, sobre un metro ochenta y cinco. A pesar de rondar los cuarenta años, se mantenía en un estado físico envidiable. Vestía pantalón vaquero y suéter gris; en su cintura, pegada a la cadera, portaba una pistola. Pelo corto, de facciones suaves, al mismo tiempo se observaba a través de sus ojos la ironía característica de los inspectores. Era una mujer atractiva, pensó Stefano.
—Se le ha prestado absoluta colaboración por petición de INTERPOL, a pesar de no pertenecer a ningún organismo policial europeo, por varios motivos —inició la reunión Borja—. Es algo que usted entenderá. En definitiva, es investigador y trabaja para el sector privado.
—Lo sé y les entiendo, por ello les agradezco doblemente su colaboración. —Aunque también existía una petición de cooperación suscrita por estamentos de las más altas esferas de la seguridad europea, un requerimiento mucho más importante que una simple petición de colaboración. No se encontraban reunidos por cortesía. No obstante, se limitó a sonreírle e inclinar la cabeza en un gesto de agradecimiento.
—También cuenta su prestigio como investigador y, por supuesto, el interés común por detener a un delincuente.
—Comprendo.
—Pero al mismo tiempo que cuenta con nuestra plena colaboración, y pensando que todos los robos que usted ha puesto sobre la mesa se han perpetrado en España y las personas que pidió se investigasen son de este país, también nosotros le pedimos que nos haga partícipes de esta investigación.
—Por supuesto. Les tendré informados de todos los pasos que siga.
—Nosotros habíamos pensado en algo más concreto.
—Usted dirá —respondió Stefano levantando levemente los hombros.
—Sabemos que usted trabaja solo, pero en esta ocasión, desearíamos que le acompañase en sus pesquisas la inspectora Dolz.
—Si usted no tiene inconveniente, por supuesto —habló por primera vez Elena.
—En absoluto. —Y sonrió.
—He estudiado con mucho interés esos siete casos que nos dejó sobre la mesa y que atestigua que han sido cometidos por la misma persona, interviniendo solo en todos los casos. También he investigado con detenimiento esos diez nombres que planteó como posible ejecutor. Por lo tanto, colaborando juntos en esta investigación, le podré ahorrar mucho tiempo.
Stefano permaneció en silencio, invitándola a que continuase. En cambio, ella le miró y sin poderlo evitar, se dibujó en su rostro una amplia y franca sonrisa.
—Perdón —se disculpó sin ningún tipo de arrepentimiento. Todo lo contrario, su naturalidad desconcertó al italiano, más acostumbrado a los formalismos—. Permítame que le diga que había oído hablar de usted, ni qué decir tiene que con muy buenas referencias como investigador. —Otra vez esa sonrisa.
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