Stefano Rusconi odiaba las armas; de hecho, nunca portaba. Tal vez ese fuese uno de los motivos por los que, en su interior, sentía cierta admiración por sus ladrones, como solía llamar al tipo de delincuente que normalmente buscaba, en contra de los agresivos, que utilizaban la violencia en sus asaltos y a los que él despreciaba. Fueron apareciendo nombres de delincuentes asociados a este tipo de bandas. Se centró en alguno que hubiese destacado por su profesionalidad y especialización pero llevase tiempo fuera de juego. Por un motivo u otro, la mayoría se descartaban; los más preparados, los que se ajustaban a su exigente perfil, tenían en este momento la edad que él suponía. El problema es que la mayoría estaban muertos o entre rejas. Dudaba que se tratase de alguien con menos de cuarenta años, pero un joven con menos de esa edad aparecía en la lista. El resto, hasta diez, la superaban y uno de ellos rozaba los sesenta.
Había terminado, miró el reloj y hoy también se le pasó la hora de la comida. Eran cerca de las siete. Sacó el móvil y realizó una llamada.
—Dígame —respondió una voz autoritaria y cargada de energía.
—Comisario, soy Stefano. He terminado.
—¿Sigue en las dependencias?
—Sí, señor.
—Pues pase por mi despacho y hablamos.
—De acuerdo. ¿En qué planta se encuentra su despacho?
—Sal al pasillo y al fondo tienes los ascensores. Sube a la quinta y te encontrarás frente a mi despacho.
Cuando llegó junto al comisario jefe, se encontraban dos hombres más. Se los presentó como un inspector jefe de la UDYCO y otro de la Brigada de Información.
—Primero, agradecerles su atención y colaboración. Como ya saben, mi trabajo en este momento es fundamentar la sospecha de que existe un ladrón especializado en el robo de joyas y obras de arte por encargo del cual, no conocemos su existencia. Mi compañía aseguraba lo sustraído en cuatro casos, por ese motivo mi intervención. Estoy convencido de que esos cuatro robos han sido cometidos por la misma persona. Después de un examen minucioso, contando con los pocos datos que se han podido extraer sobre estos casos, he sintetizado un modus operandi en este ladrón. En base a mis conclusiones, he investigado robos analizando las mismas analogías en otros países. Y creo que este individuo no ha trabajado fuera de España, probablemente por el idioma y por seguridad; arriesga lo justo.
—¿Qué cuatro robos? —preguntó el inspector jefe de la UDYCO.
Dejó sobre la mesa cuatro expedientes.
—Tras consultar sus bases de datos, estoy seguro de que también es responsable de otros tres. —Y puso en la mesa, junto a los primeros, otras tres carpetas.
—Alguno de estos robos se han achacado a bandas internacionales —manifestó el inspector, que consultaba alguno de los expedientes.
—En la mayoría se han abierto diferentes hipótesis, diferentes líneas de investigación, pero en ninguno de ellos se ha descubierto ningún dato concluyente. Todos siguen abiertos a la espera de algún hecho que los reabra y clarifique.
Les explicó desde cuándo sospechaba que era la misma persona, los datos que introducía en la base de datos para localizar un perfil, y hablaron durante media hora.
—Es extraño que no sepamos nada sobre un individuo así —decía el inspector de la Brigada de Información—, que esté funcionando en el mercado tanto tiempo y no sospechemos de su existencia, que todos estos robos se atribuyan a bandas o grupos sin que ningún informador nos indique que estamos mirando en el lugar equivocado. ¿Me comprende?
—Perfectamente. Ahí es donde demuestra que nos enfrentamos a un verdadero profesional. Ha mantenido con inteligencia su anonimato, no solo a ustedes, también entre los suyos, y eso es muy difícil. Con lo primero que cuenta es que no busca trabajos, no ha de moverse por el mercado, como ha denominado usted a este mundo. Creo que el trabajo le busca a él, y solo un grupo muy reducido y selecto conoce de su existencia, deduzco que uno o dos intermediarios. No necesita contactar con receptores de mercancía robada porque él trabaja por encargo: roba algo concreto para una persona que lo quiere y está dispuesta a pagar por ello. A nadie le interesa la publicidad y todos guardan silencio. Nuestro ladrón no tiene que estar en contacto con esa parte del entramado y la mercancía que roba no pulula de mano en mano buscando comprador. Y el tercer punto con el que juega para conservar su anonimato es no ser codicioso; deja entre golpe y golpe un espacio de tiempo prudencial. Otra forma de minimizar riesgos. Y ante todo, y sobre todo, es minucioso y meticuloso. No me extrañaría que tuviese familia y ahora mismo jugase en el parque con algún crio, como un padre normal y aburrido.
—¿Qué más ha descubierto? —preguntó el comisario.
—En esta otra carpeta les dejo diez nombres. A mí me sería muy complicado investigarlos, pero supongo que a ustedes no. Estos diez delincuentes se ajustan al perfil que buscamos, la mayoría de ellos lleva fuera de juego muchos años, pero podría ser que no se hubiera jubilado y simplemente no lo sabemos. También les apunto los indicios por los que descubriremos su autoría en el siguiente golpe, aunque el dato más relevante que nos alertará es, sencillamente, la ausencia de cualquier muestra en el escenario que le incrimine. Es totalmente aséptico en su trabajo, como un cirujano.
—¿Y si en el siguiente golpe que dé, su compañía no tiene nada asegurado? Entonces a usted no le afectará. Si no me equivoco, es investigador en exclusiva para ellos.
—Efectivamente, pero si ustedes son tan amables, en aras de la máxima colaboración, avísenme. Este tipo de delincuente es una raza que me gusta diseccionar. Además, mi compañía ha tenido cuantiosas pérdidas por su culpa.
De acuerdo. Y se despidieron. Stefano calculó que no tendrían noticias de un nuevo robo en unos meses.
* * *
El último en llegar, como siempre, fue Adán. En su rostro se reflejaba que se acostó tarde y no en buenas condiciones. Se parecía a su hermana: de facciones agradables, eran las de la madre. Era más joven que ella pero sus ojeras y el aspecto que deja el consumo de ciertos estupefacientes le pasaban factura, parecía mayor que Laura.
—Perdonad que os avisara con tan poco tiempo —se disculpó Ignacio, que les había llamado la tarde anterior con cierta urgencia para reunirse hoy.
—No pasa nada —contestó ella—. ¿Qué ocurre?
Adán únicamente levantó los hombros.
—Bien. La producción de la fábrica está pasando por un mal momento, ya lo sabéis. Me reuní el otro día con Gustavo y Martínez. —Eran las personas de confianza de su tío y las que en este momento gestionaban el negocio. Era verdad que se reunieron, también era verdad que la producción había caído a mínimos, pero ambos empleados estaban de acuerdo en que podrían soportar la crisis y continuar. No habían perdido ningún cliente, únicamente pedían menos material ajustándose a sus necesidades actuales. Pero todos confiaban en aguantar el bache y eso era esperanzador. No obstante, Ignacio propuso estudiar despidos y rebajar de esa forma costes. Era algo lógico, pero se podía solucionar sin ser drásticos. Varios de los empleados, por edad, se podrían prejubilar y tema resuelto. Pero Ignacio quería apretar más las tuercas y propuso, además de esas prejubilaciones, deshacerse de los comerciales. La contestación de ambos gestores fue elemental. Los comerciales se estaban dejando la piel negociando con los clientes que poseían e intentando conseguir alguno más, su despido provocaría que la competencia asumiera ese papel, daría el servicio de atención que en este momento mimaban y se llevarían parte de ellos. Por no decir que podían olvidarse de abrir mercado. Pero ambos hombres sabían que la línea estaba marcada, solo era cuestión de tiempo que volviese con la guadaña.
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