Álvaro González de Aledo Linos - Ladrar al espejo

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El autor es pediatra y Capitán de Yate. En este libro nos relata la larga travesía que en 2018 emprendió con su velero, el Corto Maltés, para dar la vuelta a Francia.Saliendo de Santander ascendió la costa atlántica hasta Bretaña, a continuación el Canal de la Mancha hasta cerca de la frontera con Bélgica, y finalmente el descenso por los ríos y canales del interior de Francia hasta el Mediterráneo.Sorprendentemente los mares gruesos de Bretaña y Normandía no fueron lo difícil del viaje, sino las aguas interiores, colmatadas de algas y sin recursos para apoyar a la navegación de recreo, que casi le obligan a abandonar por sucesivas averías del fueraborda.Tres meses, más de dos mil millas y el descubrimiento de trece ríos son el balance de la circunnavegación de Francia. Una colección de anécdotas y sitios maravillosos y sorprendentes, como la navegación bajo la Torre Eiffel o por el río La Rance, frenado por una presa mareomotriz que provoca mareas artificiales, independientes de la luna. Todas ellas contadas con naturalidad e ironía, y como sin darse importancia. Porque como reconoce el autor, antes de salir había estudiado las múltiples dificultades del recorrido, que casi le hacen desistir de intentarlo con su barquito. Pero por el camino fue comprendiendo que estas advertencias eran como el perro que ladra a un espejo y se asusta de sí mismo.Pasa mucho en la vela, de tanto repetir los posibles peligros terminamos creyéndonoslos, alimentando nuestros propios temores y los de los demás. Está claro que esos peligros existen, pero sobre todo si no se planifica bien y uno termina en el lugar inapropiado en el peor momento. Pero finalmente el Corto Maltés (un velerito de menos de siete metros y con un fueraborda de 8 CV, y al final del viaje de 6 CV) pasó por todos esos sitios y circunstancias, teóricamente tan peligrosos, sin ninguna di cultad, disfrutando día a día de la navegación sin ningún incidente grave.El libro está ilustrado con «dibufirmas» (el nombre de los puertos de recalada transformado en la silueta de un barco) y ha sido prologado por Santiago González Zunzundegui, navegante transmundista vasco, que en su velero JoTaKe dio la vuelta al mundo con su familia.

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Entre las maniobras, los papeleos y la ducha se nos pasó la tarde. Las duchas más cercanas eran compartidas con un camping y dejaban mucho que desear, los siguientes días utilizaríamos las más cercanas a la Capitanía, aunque teníamos que ir en bici porque estaban muy lejos. Estaban circulando por el edificio de los aseos los personajes variopintos de la regata y alguno nos pilló desprevenidos. Algunos iban en grupo y se metían al baño equivocado. En el nuestro entró un hombre de mediana edad como revisando los dispensadores de papel y los secadores de manos, pero nos sorprendió que no llevaba nada para abrirlos ni donde anotar ni nada. Luego empezó a preguntarnos cosas inconexas que no entendíamos, hasta que comprendimos que el inconexo era él, dicho con todo respeto por su patología, por supuesto. Solo lo cuento como anécdota. Al volver a bordo estuvimos hablando con una chica a la que habíamos visto tendiendo la ropa en un pequeño barco mercante sin edad, de color rojo fuego, a nuestra popa. Estaba firmemente agarrado al fondo con el mundillo vegetal más variado, y a pesar de su cochambrez cogía huéspedes. Nos contó que lo gestionaba su padre, un antiguo capitán del ferry, que al jubilarse se quedó a vivir en ese barco y alquilaba habitaciones. Ella estaba de visita y no pudo darnos muchas más informaciones.

Era domingo, estaba todo cerrado, y los últimos días habíamos llegado a puerto tan tarde que tampoco habíamos podido ir a la compra, así que teníamos la despensa vacía. En el muelle de la regata los estaban agasajando con una cena al aire libre y estuvimos tentados de incorporarnos, pero acabamos saciando las fatigas del estómago en una pizzería. En Le Palais las gaviotas habían desarrollado una ingeniosa manera de conseguir comida. Ya no se conformaban con sacar restos de las papeleras, es que estaban esperando a la salida de la pizzería y si te veían salir con la pizza en la mano, sobre todo si eran niños, te intentaban dar un susto para que se te cayera y comérsela en el suelo. Un refinamiento de la evolución de la especie.

Dimos unas vueltas por Le Palais antes de acostarnos, llamándonos la atención algunos inventos locales sorprendentes. Como la bahía, con excepción de la dársena detrás de la esclusa, se seca en bajamar, la gente ha inventado lo inimaginable. Por ejemplo un catamarán dedicado a paseos turísticos que, necesitando quedarse fuera para no hacer depender su negocio del horario de la esclusa, le habían puesto bisagras a las popas para poder levantar los timones y que no se clavasen en el fondo. También nos gustó una solución para los anexos en los puertos superpoblados, ¡dejarlos amarrados en corto al muelle de manera que al bajar la marea se quedaran colgados!

El día siguiente alquilamos un Renault 4L, mi coche mítico, para dar la vuelta a Belle-Île. Es curioso los coches que todavía circulan y se alquilan en las islas. Este era una auténtica joya, el empleado me recordó que no tenía ni dirección asistida ni asistencia en la frenada, para que no me confiase, y la única concesión a la modernidad era que le habían puesto un techo solar. Los cristales tenían los pestillos rotos y había que sostenerlos cerrados, si querías seguridad, con un destornillador, aunque realmente allí no hacía falta. ¿Dónde diantres iría nadie con un coche robado en una isla de 16 kilómetros que solo tiene tres carreteras y algunos caminos?

Belle-Île (su nombre completo es, en realidad, Belle-Île-en-Mer, o sea, “isla bella en el mar”) es la más grande de las islas bretonas, con 20 x 9 kilómetros de extensión y 71 metros de alto en su punto culminante. Para no hacer aquí un recorrido turístico de ella solo voy a contar algunas cosas que me llamaron la atención relacionadas con el mundillo náutico. Fuimos al segundo puerto de la isla, Sauzon (47º 22,48’ N; 3º 12,98’ W), al Norte, situado en un profundo fiordo que se seca completamente en bajamar. Fue un gran puerto pesquero que tuvo su apogeo en 1878. Sus fachadas coloreadas, sus callejuelas estrechas y su iglesia (donde una pareja mayor, con la piel arrugada como la de las tortugas, estaba tocando la gaita y se oía en todo el pueblo) le daban un aspecto precioso. A pesar de ser grosso modo un solo fiordo, la información local es un poco pretenciosa porque afirman que consta nada menos que de cuatro puertos: Port Bellec, una simple playuca con boyas fuera del puerto y nada protegida; el “avant-port” o antepuerto, también con boyas y calado máximo de dos metros, en estos dos está prohibido fondear por la presencia de muchas cadenas en el fondo que prácticamente te garantizan que en ancla se enroca; el puerto de varada, que se seca; y el “Bassin de Pen-Prad”, una esquinita al Suroeste del anterior, separada por un pequeño espigón, que ya no es accesible para visitantes en razón de su colmatación de lodos. Otra cosa era la realidad de asomarse al puerto y pensar en entrar allí con el barco: el fondo estaba bastante guarrete, con basa y piedras, y la mayoría de los barcos, hasta los calzados con puntales, estaban tumbados de mala manera. Me hice el firme propósito de intentar evitar los puertos de varada.

Nos sorprendió que en algunas iglesias hubieran sustituido el crucifijo por un barco, que ocupa el lugar preeminente en el altar. El crucifijo entonces lo situaban en el coro, a espaldas de la gente. Lo vimos en varias iglesias, e incluso vimos barcos sobre andas para sacarlos en procesión, como a los santos. Son exvotos muy habituales en las iglesias de los puertos, ofrendas de alguien que cree que la Virgen o un santo le libró de un naufragio, pero que aquí habían desplazado al mismísimo crucifijo y lo debían ver con naturalidad. También nos llamó la atención la utilidad que se puede dar a un velero abandonado, concretamente montarle la botavara al revés y utilizarla de tendal.

Fuimos a la Pointe des Poulains (47º 23, 31’ N; 3º 15,10’ W) en el extremo Norte de Belle-Île, un faro grandioso con alcance de 23 millas en un islote clasificado como reserva natural, al que se puede acceder en bajamar. Un cartel contenía este aviso:

Atención, ustedes pueden quedar prisioneros en el Islote des Poulains. En marea alta, con coeficiente superior a 70, la playa que le separa de la punta queda cubierta por el mar durante varias horas.

Nosotros pasamos en bajamar sin problemas. La senda peatonal es muy agradable y transcurre al lado del Fuerte de Sara Bernhardt, convertido en museo. Fue una famosa actriz de teatro del siglo XIX que veraneaba allí, en Les Poulains. También fuimos al Grande Phare de Goulphar (47º 18,64’ N; 3º 13,64’ W) de 52 metros de alto, en la costa Oeste, y en su entorno las famosas “agujas” de Port Coton (47º 18,30’ N; 3º 14,39’ W). Son unas rocas que salen en vertical del agua, como agujas, y que inmortalizó Claude Monet en algunos de sus lienzos. Su nombre se debe a que cuando hay temporal el agua rompe contra ellas deshaciéndose en espuma blanca, como algodón. Han construido un paseo costero que sigue los pasos del pintor, y puedes hacerte una foto con la misma perspectiva que tuvo él cuando dibujó sus acuarelas, cuyos puntos exactos están marcados y numerados del 1 al 5. Fue en el curso de un viaje previsto de dos meses y medio por Bretaña y Belle-Île, en el que le gustó tanto la isla que finalmente no salió de ella. Es más, no salió de ese pequeño tramo de costa salvaje que tanto le cautivó, donde posaba el caballete frente a una roca y rehacía el mismo dibujo hasta cuatro y seis veces. Finalizamos la ruta visitando Locmaria, en el Sureste de la isla. Su iglesia románica con fachada blanca inmaculada tiene, curiosamente, un crucifijo en el exterior. Es el edificio religioso más antiguo de la isla (siglo XI) y venera a “Nuestra Señora del Tronco Torcido”. Se cuenta que unos piratas holandeses cortaron un árbol que crecía delante de la iglesia para reemplazar el mástil roto de su barco. La Virgen retorció el tronco para que no les sirviera. Las tradiciones religiosas siempre martillean el mismo clavo, y si dan con una población supersticiosa y facilona desarrollan las historias hasta extremos inverosímiles, de los que luego no saben salir si alguien les interroga con ciencia. En sus inmediaciones visitamos otro “puerto” pretencioso, Port Maria (47º 17,64’ N; 3º 4,56’ W) que no es más que una ceja de arena con un espigón donde a duras penas se llegaría con un anexo inflable.

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