También nos acercamos al barco del pintor de acuarelas que nos interesó pero estaba desierto. Iker tenía interés en comprarle alguno de sus dibujos y le dejamos una nota, a la que ese mismo día contestó por email y consiguieron concretar posteriormente la compra por Internet. A pesar del aspecto descuidado del barco su capitán aseguraba que aún navegaba, aunque ahora estaba en “dique seco” por algún problema familiar.
Luego descendimos el río y en un día precioso de vela llegamos a La Rochelle (46º 8,67’ N; 1º 10,76’ W) deshaciendo el camino que habíamos hecho dos días antes por Pertuis d’Antioche. Allí necesitaba quedarme cuatro días para el cambio de tripulación. Por el camino llamé a la Capitanía de La Rochelle para pedir atraque en el Puerto Viejo, en pleno centro urbano. Es un puerto limitado a barcos pequeños (el canal esta dragado a cincuenta centímetros y el puerto a un metro) y los barcos grandes deben quedarse en el puerto de Les Minimes, antes de La Rochelle a estribor. Me dijeron que para los dos primeros días sí me daban plaza, pero a partir del tercero estaban esperando un acontecimiento náutico en el que vendrían muchos barcos visitantes y tendría que cambiarme a Les Minimes. Así pues enfilamos el canal e hicimos una entrada poco operística entre las dos famosas torres defensivas medievales para llegar al Puerto Viejo. Antes se deja a estribor la esclusa que conduce al muelle del Sur, llamado Bassin del Chalutiers (sería como el puerto pesquero) y después de pasarla una nueva esclusa lleva al muelle del Norte, el Bassin des Yachts (sería como el puerto deportivo). Pero Iker y yo fuimos al muelle no esclusado, el Puerto Viejo.
En la entrada del canal nos cruzamos con el Joshua, el famoso barco de acero de Bernard Moitessier, el purasangre de la vela francesa. El barco se había recuperado después de su último naufragio, se había restaurado, y ahora tenía la categoría de monumento histórico nacional francés y se seguía usando para navegar y dar a conocer la figura de Bernard. Al cruzarnos dimos la vuelta para navegar un rato a su costado y hacernos fotos. Luego, comprendiendo que tendría que volver a La Rochelle, nos propusimos conocerlo. Tiene su puesto de amarre en el Bassin del Chalutiers junto a un mercante a cuyo bordo se ha instalado el Museo Marítimo de La Rochelle. Nos enteramos a qué hora volvía, nos enrollamos con la chica de sonrisa Profiden de la taquilla del Museo Marítimo para que nos dejara pasar, y sin cobrarnos, a pesar de que ya había cerrado (el rollito de dar la vuelta a su país en un velero de seis metros parece que era eficaz) y nos presentamos en el pantalán mientras amarraban.
Allí nos enrollamos con Philippe, el capitán, y Françoise y Laurence, las tripulantes, que nos enseñaron todo y compartimos casi una hora de anécdotas y conversación sobre su héroe. Una experiencia extraordinaria estar en ese barco tan famoso como el Arca de Noé, donde escribió sus libros, donde dio su mítica vuelta y media al mundo durante la Golden Globe renunciando a ganarla con tal de no volver a Europa, y donde vivió su vida bohemia flaco y en posición de loto. La verdad es que es un barco muy mangudo, de francobordo muy bajo, y visto de cerca hasta feo. Tiene varias abolladuras en el casco, que es de acero y se quedan como los golpes en un coche. Pero es curioso ver los inventos de Bernard, por ejemplo el timón interior mirando a popa para ver acercarse las olas en las grandes latitudes, los guardines del timón exterior hechos con un simple cabo dirigido con poleas (sencillo y todo a la vista para que sea fácil de reparar), los manguerotes de la cubierta terminados con una cámara de moto, o los trabajos de ebanistería en la mesa. Yo no soy especialmente forofo de Moitessier, y creo que para conocerle es fundamental leer el libro de Françoise, su mujer, 60.000 millas a vela aparte de sus propios libros. Un gran navegante y comunicador pero un hombre al fin y al cabo, y como todos, una desgarbada colección de puntos flacos, con sus inseguridades, sus contradicciones y sus miedos. Bernard concretamente, cuando navegaba con Françoise tenía un miedo oscuro a las arribadas a puerto, por sus experiencias de naufragios anteriores (con todos sus barcos naufragó cerca de la costa). Y sobre todo sus problemas con las mujeres, que resumió una de las tripulantes del Joshua con esta frase, que sonaba como un sopapo: “Bernard acabó destrozando todos sus barcos... y todas sus mujeres”.
En el Bassin del Chalutiers estaba también, en tránsito, el Galeón Andalucía, una réplica de un galeón español del siglo XVII de seis cubiertas, patrocinado y construido por la Junta de Andalucía y la Fundación Nao Victoria. Con sus 51 metros de eslora pretende emular a los galeones que en el siglo XVII comerciaban con diversos puertos de América y de Asia, y entonces se encontraba en un viaje promocional por las costas de Francia. Volveríamos a cruzarnos con él, navegando, más adelante en este viaje. Tiene un bauprés extraordinario y tres mástiles para sus siete velas. Es de madera de roble, iroko y pino, e incluye toda la tecnología moderna por motivos de seguridad. Recibía visitantes mediante el pago de una entrada. Estuvimos hablando con uno de sus tripulantes, de La Coruña, nos pusimos al día de nuestras respectivas singladuras, y nos enseñó el velero. Cuando ya había confianza nos manifestó su decepción porque siempre navegaban a motor, ya que a vela era un barco tan lento que haría parecer ágil a un robot (creo que me dijo tres nudos a vela y diez a motor) y su principal trabajo era lijar y barnizar, cuando él se había embarcado como voluntario por el afán de aventura y de aprender a navegar a vela en una nave histórica. La vida misma.
Habíamos llegado a La Rochelle un viernes, y el sábado se despidió Iker para volver a España. Yo debía quedarme dos días más a esperar a mi amigo Mario Soler, mi siguiente tripulante, que me acompañaría hasta Brest. Aunque al principio me dijeron que en el Puerto Viejo solo podría quedarme hasta el domingo, por la cantidad de barcos que esperaban, el sábado por la mañana me crucé con el capitán del puerto y lo primero que me dijo es que me había encontrado un hueco de un barco local y podría quedarme allí, en pleno centro de La Rochelle y en medio de todo el ambiente de barcos clásicos, hasta que me marchara el miércoles. Es lo que suele pasarme y una de las ventajas de un barco pequeño, que te encuentran sitio fácilmente en sitios no expresamente reservados al tránsito, pero utilizables al fin y al cabo. O sea que toda mi estancia en La Rochelle disfruté de la comodidad de la cercanía al centro, y sobre todo de una sorpresa inesperada. Suelo decir que quien cree en las coincidencias es que no presta suficiente atención a los detalles. Después de toda una mañana detectivesca me enteré de que el Joshua iba a amarrar en el Puerto Viejo durante la semana náutica, saliendo de su retiro habitual en el Bassin del Chalutiers para estar más “visible” y accesible a los visitantes. Y tras algunas gestiones, hacerme el encontradizo y eso, forzar las coincidencias, conseguí estar abarloado al Joshua, de Moitessier, lo que sería la primera foto mítica de este viaje, igualando o superando a la de la Torre Eiffel que comentaré mucho más adelante.
Los cuatro días en La Rochelle fueron una pausa reparadora en aquella navegación. Aproveché para vagabundear por los muelles, algo de lo que siempre se aprende. Ves por allí los extremos del universo náutico. En lo más cutre, las famosas “joyas del pantalán” que adornan algunos puertos, y que ya os dije que en Rochefort eran legión. ¿Qué tristes historias esconderán estos barcos abandonados, algunos muy valiosos, dejados a pudrir en un sitio lejano? A veces ocultan el fallecimiento de su capitán y el desinterés por la náutica de los herederos. Otras veces un drama personal, una ruptura sentimental, un amor descuidero o simplemente el aburrimiento por seguir navegando, y un capitán solitario acaba de ermitaño en una de esas ruinas contando historias casposas hasta el descanso eterno, lejos de su familia y hasta de su país. Y otras veces a optimistas patológicos que dicen que están preparando el barco para dar la vuelta al mundo, pero ya llevan 10, 15 o 20 años haciéndolo, sin darse cuenta de que el tiempo no pasa en balde y ya solo están para cederles el sitio en el autobús. En el otro extremo los barcos de millonario, barcos de muchos ceros en el talonario, que siempre habían sido de motor y empiezan a ser de vela como un esnobismo más del propietario. Porque cualquier parecido de la navegación en esos palacios flotantes con la noción que tenemos de la vela es pura superchería. Barcos sobrados de repipiez, que pagan más de mil euros por noche en los puertos de tránsito para llevar una vida de castillo, que necesitan varios marineros contratados y se permiten todas las excentricidades, como colocar macetas gigantes en la bañera o, como un catamarán que vi en La Rochelle, llevar como vehículo auxiliar para desplazarse un quad anfibio. Luego están los barcos históricos y sus réplicas, como el Joshua o el galeón Andalucía, y por último los barcos con un uso atípico, como el mercante que ya comenté que alberga el Museo Marítimo de La Rochelle.
Читать дальше