Ya por la tarde remontamos las quince millas del río Charente hasta Rochefort, con el génova y un poquito de motor y siempre a favor de la marea, navegando a 5-6 nudos. Era tan bonito que teníamos que mordernos las mejillas para evitar sonreír tanto que se nos congelara una sonrisa bobalicona. Al inicio del río dejamos a estribor la Isla Madame, que está unida al Continente por una calzada sumergible, esas que en bajamar permiten circular y en pleamar quedan tapadas por el agua. La calzada mide solo media milla, se llama “Passe des Boeufs” (“Paso de los Bueyes”) y le dan tanta importancia que nos facilitaron unas tablas parecidas a las de mareas con las horas en que cada día del año era practicable el paso. Después todo el río estaba sembrado de cabañas de pescadores sobre palafitos, que le daban un aire muy pintoresco.
A media tarde pasamos bajo el famoso puente colgante como el de Portugalete (45º 54,96’ N; 0º 57,64’ W), que estaba en obras y tenía un aspecto muy feo. Habían retirado la barquilla y el paso superior horizontal, y los soportes verticales, lo único que quedaba, estaban llenos de andamios y cubiertos de plástico blanco como si los hubieran escayolado. Qué pena verlo así. Como no lo esperábamos estuvimos temiendo que en realidad estuvieran desguazando el puente, porque para una restauración nos parecía una exageración haber desmontado hasta las vigas de soporte horizontal entre las patas. Pero más adelante en Rochefort nos dijeron que se trataba de una restauración, y que en 2019 estaría de nuevo operativo. Para los del velero fue una decepción, pues era una de las imágenes míticas con las que esperábamos regresar de este viaje.
Todos los tramos del río estaban marcados con enfilaciones (postes de columnas que hay que ver en fila para seguir el buen rumbo), que llevaban una definición por letras, empezando con la A en Rochefort hasta la T en la desembocadura. Le daban al río un aire muy literario. Todo el cauce estaba lleno de veleros amarrados a boyas cerca de las orillas. Y por supuesto el agua del río era marrón, como la de todos los estuarios, de esas donde la mano te desaparece antes de mojar el codo, hasta el punto de que navegábamos siempre remolcando nuestra sombra. Un fenómeno que no se ve en el mar por la claridad del agua. En el canal de Midi era igual, y se repetiría en la última parte de esta navegación, cuando descendiéramos al Mediterráneo por los canales.
Llegamos a Rochefort (45º 56,54’ N; 0º 57,23’ W) a las 18.30 h después de dejar a babor el precioso paseo marítimo (en este caso fluvial) de la Cordelería Real, que visitaríamos el día siguiente, y el dique donde se construyó la réplica de la fragata L’Hermione. Rochefort es un puerto excavado en la orilla derecha del río (subiendo a babor) al que se entra pasando una esclusa que solo abre un cortísimo periodo en torno a la pleamar, menos de una hora. Además hay que tener en cuenta que la marea se retrasa unos veinte minutos respecto a la hora en el mar, por las millas que tiene recorrer el agua río arriba. Aquel día abría de 19.20 a 20.05 h, es decir, escasamente tres cuartos de hora, y para más seguridad llamé por la radio para confirmarlo y solicitar plaza. Me dijeron que esperase en el muelle de piedra anterior a la esclusa. Había ya cuatro o seis veleros esperando. En uno de ellos se percibía un ambiente triste entre la tripulación. Con los ojos en equilibrio nos confesaron que venían a dejar el velero en seco hasta que consiguieran venderlo, y luego se desahogaron contándonos los buenos ratos que les había hecho pasar en sus múltiples navegaciones, que incluían hasta Irlanda e Inglaterra. El motivo de elegir Rochefort para apalancarlo eran las tarifas económicas al tratarse de un puerto tan alejado del mar. Al parecer es un puerto habitual para este cometido.
El puerto de Rochefort tiene dos dársenas, la primera llamada Quai le Moigne de Serigny es donde acomodan a los barcos de paso, y la segunda o Bassin Bougainville es para las estancias mas “permanentes” que ahora os comentaré. Entre ellas hay unos puentes levadizos que se abren en el mismo horario que la esclusa. Las dos estaban abarrotadas de barcos y el espacio para maniobrar era muy reducido, por lo que había que tener la maniobra bien preparada, las defensas y las amarras sobradas, y no acercarse demasiado al barco que te precedía para evitar sustos en el último momento. Mientras estábamos en el muelle de espera se acercó a cada barco un marinero para darnos los papeles de entrada que había que rellenar, las instrucciones de paso y el sitio de amarre según nuestra eslora. Así se ganaba tiempo y se facilitaba la maniobra, que había que hacer en tan poco tiempo. A la hora exacta se abrió la esclusa y entramos en fila acomodándonos sin problemas. Pero nos llamó la atención que el puerto, incluso nuestra primera dársena, era como un desguace. Un porcentaje alto eran barcos ruinosos y abandonados, habitados o no pero llenos de cochambre y de remiendos, con seguridad no aptos para navegar y dudosamente como vivienda. Los responsables deben estar avergonzados del espectáculo que dan, hasta el punto de que las tarifas establecen una diferencia entre barcos limpios y sucios, siendo más cara para los sucios. Por ejemplo un barco de diez metros costaba 1.633 € al año si estaba limpio y 1.901 € si estaba sucio, aunque no encontré cómo se definía el estado de limpieza ni quién lo decidía. Aunque he de reconocer que en la mayoría de los “sucios” habría unanimidad absoluta entre cualquiera que lo juzgara, salvo, claro está, su propietario. Nunca había visto esta diferencia de tarifas en ninguno de los muchísimos puertos que he visitado, lo que me hace suponer que los responsables son conscientes del problema que se les ha creado.

En la Capitanía había expuestas y a la venta unas acuarelas de temas marinos de un pintor local que nos interesó, pero el marinero no supo darnos referencias ni estaba autorizado a venderlas. Nos indicó que el artista vivía en uno de los barcos allí apalancados en la segunda dársena, que nos señaló. También había un intercambiador de libros de lo más cutre que he conocido, pues era una simple caja de madera sobre un mostrador, donde apenas cabían diez libros. Entre los papeleos de la Capitanía, la ducha y la cena no nos dio tiempo a recorrer el pueblo.
Se nos ocurrió cenar en un restaurante con las mesas de la terraza pegando al puerto, que aparentemente no estaba muy lleno pero donde tardaron dos horas en servirnos. Los barcos estaban amarrados tan cerca de los paseantes como para verles el blanco del ojo, y desde las mesas todo el mundo se metía en su vida sin decir “con permiso”. Desde allí estuvimos entretenidos filosofando sobre la vida de una pareja madura que vivía en uno de esos catamaranes ruinosos que he comentado. Todo el barco estaba lleno de trastos desordenados, de telas tapándolos, y tenía hasta andamios colgando por las bordas para acceder a las reparaciones del exterior de los cascos. Tenían una hijita de unos diez años aburrida como en el castillo de los bostezos, a la que habían hecho un pequeño columpio colgado de la botavara, y fuera, en el puerto, sus tres bicicletas para los desplazamientos. Obviamente se habían establecido en aquella ruina intentando restaurarla, pero por la edad canónica de la pareja y los compromisos que les habría creado tener esa hija era evidente que no soltarían amarras nunca. ¡Qué pena esos sueños truncados! Seguramente ellos se veían dando la vuelta al mundo, nosotros solo podíamos ver aquella vida en pantuflas.
Dormimos perfectamente en el desguace y empezamos el día siguiente saliendo de Rochefort a las 7.00 h para pasar la esclusa y dejar el barco amarrado en el pantalán exterior, con objeto de poder visitar la ciudad y luego seguir navegando río abajo cuando nos conviniera, no forzados por el horario de la esclusa por la tarde. El pantalán exterior es uno paralelo al río en una zona que queda en seco en las mareas vivas pero con cierta cantidad de agua en las mareas muertas, como era aquel día. Se trata de un pantalán de espera pero provisto de agua y electricidad, utilizado además por algunas barcas de tráfico local, y que curiosamente tiene sus extremos con forma de proa de barco para no hacer mucha resistencia a la fuerza del río. Aun así tenía las dos puntas aboyadas por los golpes de los troncos que arrastraba. Amarramos de proa a la corriente y con el timón bien sujeto a la vía, y nos fuimos a conocer Rochefort, que nos encantó. Es sorprendente la Cordelería Real, una fábrica de cuerdas impresionante. Es una nave industrial de unos 300 metros paralela al río, perfectamente conservada (ahora es un museo), en un terreno de césped como el de un campo de golf y asomada al río a través de un paseo peatonal, con algunas esculturas alusivas a su actividad y un patio posterior empedrado. Una zona verde de expansión de la ciudad extraordinaria. A su lado está el dique seco donde se construyó la réplica de la fragata L’Hermione, la original de 1779. Durante su construcción ese dique era un punto de atracción turística por sí mismo, y ahora que la réplica ya está finalizada y navegando por distintas concentraciones de barcos clásicos en todo el mundo, ha quedado huérfano. Para intentar mantener cierto atractivo se ha construido un parque infantil de tirolinas, camas elásticas, y similares, sobre una segunda réplica de L’Hermione que esta vez no tiene intención de navegar.
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