—¿Y esa sonrisa? —preguntó mi madre.
Levanté la vista. Estaba sentada frente a mí, con una taza de café entre las manos, ansiosa porque le contara algo de mi vida, pero no podía hablar con ella. Al menos no del todo. Mis padres no sabían que era gay y tenían una mente demasiado cerrada como para aceptarlo.
—Nada. Ayer sucedió algo gracioso en el club.
—¿Qué cosa?
—No tiene importancia —dejé la taza de café y me levanté—. Tengo que irme, ma. Llego tarde.
Le di un beso y salí del departamento hacia Brillantina Glamorosa.
El bar estaba cerrado. Sin embargo, gracias a una amistad que había establecido con el dueño desde hacía ya varios años, pude entrar.
Necesitaba seguir con la siguiente fase de mi plan.
El lugar parecía desolado y triste sin las típicas luces de colores alrededor de la pista, las personas ni la música a todo volumen.
Noté algunas manchas en las paredes causadas por el mal mantenimiento. El escenario estaba sucio y desordenado: repleto de cajas, una silla con el respaldo roto y una mesa de madera torcida.
Me senté en una banqueta de la barra. Golpeé tres veces, pero nadie apareció. Salté por arriba de ella y me acerqué a la heladera para sacar una botella de agua.
—Eso te va a salir caro, querido —dijo una masa regordeta que caminaba sobre el escenario.
—Tenía sed —indiqué apoyando la botella en la barra—. ¿Cuánto te debo?
Bajó con cierta elegancia los escalones del escenario y se acercó a mí. Era justo a quien había ido a buscar: Roberto. Lo conocí en mi época de cambio, en la noche en la que un incidente cambió mi vida. Me ayudó a seguir adelante y le tomé mucho cariño.
—Cien pesos.
—¡¿Cien pesos por una miserable botella de agua?!
—La situación no es buena… Si te gusta, entrá y si no, andate. Además, sabés cuál es nuestro nivel y a qué apuntamos.
—Es un robo —dije al sacar un billete de quinientos pesos.
—Es lo que hay. —Se echó a reír—. Pero si querés pertenecer, tenés que aceptar nuestras reglas. —Sacó el cambio del bolsillo y me los entregó—. Bueno, por el celular sonabas un poco desesperado, lindo. ¿Qué necesitás?
Roberto era dueño del bar y además una drag queen llamada Melody, quien luego de recorrer el mundo y ver diferentes espectáculos, decidió volver a Argentina y levantar un bar gay como nunca se había visto en el país.
Brillantina Glamorosa abría de miércoles a domingos. Cada día ofrecía un espectáculo diferente: karaoke, show de magia erótica y degustación de tragos.
Pero el gran espectáculo lo ofrecía los sábados la mismísima Melody. Acompañada de los mejores bailarines, ofrecía aquadance , circo y diferentes estilos de baile sobre pista en dos horas espectaculares. El show cerraba con tres canciones cantadas por Melody.
El bar era atendido por mozos con deliciosos cuerpos que vestían pantalones de traje con tiradores y boinas negras. Todo un espectáculo visual.
Durante quince años fue el bar más top de la Capital Federal. Luego comenzó a perder su brillo. Varios bailarines renunciaron por mejores trabajos y, debido al estrés, Roberto enfermó varias veces sin poder seguir adelante con su show .
Lo que más tiró abajo al lugar fue su caída durante el aquadance . Resbaló y cayó al piso quedando inconsciente. Al principio, muchas personas rieron hasta darse cuenta de que no era una broma. Esa misma noche una pared se quemó y el bar tuvo que cerrar por varias semanas.
Hoy en día ya no se ofrecían tantos shows y la entrada de dinero no era como antes.
—Necesito desenmascarar a alguien —le dije.
—Ah, entiendo. Un gay reprimido, ¿tengo razón?
—Sí. Es mi profesor de literatura y la verdad es que me irrita mucho.
—Apa… Eso sería señal de…
—No es señal de nada. Quiero sacar a la luz cómo es realmente, así me deja en paz.
—¿Y cómo pensás hacerlo? ¿Qué es lo que necesitás de mí?
—Tu espectáculo.
Llegué a la facultad justo antes de que comenzara la clase de Marketing. Mientras el profesor anotaba la tarea del día, le conté a Julián lo que tenía preparado para Gastón.
—Así que dejate libre este sábado, ¿ok? No vas a querer perderte esto.
—¿Seguro que querés hacer eso? Digo, te salvó la vida.
—Hubiera salido del agua sin problemas solo, Juli. No me dio tiempo a recomponerme.
—Seguro…
—¿Qué querés decir con eso, tarado?
—¡Nada, nada! En fin, no puedo el sábado. Tengo una cita.
—Vení con él.
—No, gracias. Prefiero que sea una velada romántica.
—¡Dale, che! Sabemos que no podés llevar adelante algo así. Solamente querés tener su tremendo lomo en la cama.
—Las personas pueden cambiar.
—No en tu caso.
—¿Qué me querés decir? —dijo golpeando el banco.
Todos nos observaron. El profesor nos dirigió una mirada autoritaria para demostrarnos quién mandaba. Me hubiera reído sino hubiera sido por la reacción de Julián. No estuvo bien, por un breve segundo me transportó al pasado, pero me di cuenta de lo que había dicho y quise que la tierra me tragara en ese instante.
Prestamos atención al resto de la clase sin dirigimos la palabra.
Cuando finalizó la hora intenté hablar con Julián, pero salió corriendo. Aunque quería arreglar las cosas, no tenía tiempo para perseguirlo.
Iba hacia las escaleras cuando vi a Gastón salir de un aula. Al reconocerme, se interpuso en mi camino.
—Hola —dijo. Asentí y esbocé una pequeña sonrisa forzada—. ¿Cómo te sentís?
—Mejor que nunca.
—¿Fuiste al médico?
—¿Por qué? Si me siento bárbaro.
—Solo quería…
—No se preocupe, profe. —Le di una palmada en el hombro—. Está todo bien.
Seguí avanzando hacia las escaleras. Cuando salí de su campo de visión me detuve y bajé la mirada; cerré los ojos de la emoción. Se había preocupado por mí. Eso me gustaba.
De todas formas, debía que seguir adelante con el plan. Una vez que lo desenmascarara estaríamos a mano y veríamos qué tipo de relación podríamos llegar a tener.
—¿Para qué necesitás ver su archivo? —me preguntó la joven secretaria de admisiones, con una carpeta que contenía toda la información de Gastón en su mano—. Sabés que no puedo mostrárselo a los alumnos.
Me levanté de la silla, caminé hacia la ventana y cerré las cortinas.
—Dale, Carla. No podés a negarme este favor…
Me acerqué hasta quedar a escasos centímetros de ella. Le sonreí y centré mi mirada en la suya.
—¿Te pensás que tu cara bonita me va a poder convencer? —preguntó.
Puse un dedo en su mentón.
—Yo creo que sí.
—Ay, pero que dulce… —dice dando un paso hacia atrás—. Salí de acá, ¿querés?
Unos gritos se oyeron en el pasillo.
—¿Qué es eso…?
Carla salió corriendo hacia el hall , dejando la carpeta sobre el escritorio. Rápido, saqué el celular y tomé fotos a todas las páginas. Para cuando ella regresó, todo estaba en su lugar.
—¿Qué pasó? —pregunté haciéndome el preocupado.
—Unos alumnos se están quejando con el director sobre un profesor que aplazó a todos por una boludez.
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