Y es que en las sociedades actuales la riqueza ya no se mide tanto por la producción de bienes materiales como por el capital simbólico, es decir, por el aprendizaje que permite el desarrollo de las tecnologías del conocimiento (Pozo, 2008). Por ello, los estudios PISA se ocupan del grado en que los estudiantes que salen de la educación para todos están alfabetizados en los principales sistemas de producción simbólica, en concreto la lectoescritura y el conocimiento matemático, las grandes metas a las que se dirigieron los proyectos alfabetizadores emprendidos por nuestros sistemas educativos durante el siglo XX —sin olvidar, eso sí, la difusión de los idearios nacionales—. Pero, en la sociedad actual, esas alfabetizaciones básicas ya no justifican las metas de nuestro sistema educativo, ampliado en edad y universalizado, sino que hay que ir más allá de ellas (Pozo, 2016).
Por un lado, es necesario ampliar los sistemas de producción del conocimiento en los que es preciso alfabetizar a todos los ciudadanos para que participen de la vida social. PISA incorpora también en todas sus pruebas la alfabetización científica —el grado en que el conocimiento científico está socialmente distribuido— y se ha ocupado ocasionalmente de otros tipos de conocimiento, por ejemplo, las competencias digitales o el conocimiento financiero. Pero los estudios PISA han sido y son también muy criticados por no ocuparse de otras formas de conocimiento, que parecen interesar menos para esa formación de productores y consumidores de símbolos, como el conocimiento histórico, artístico o incluso moral. Significativamente, los únicos valores en los que por ahora se ha detenido son los que cotizan en bolsa. Tal vez por ello, ante estas críticas, en su última hornada ha incorporado también pruebas que evalúan la llamada competencia global, centrada en la formación en valores relacionados con la multiculturalidad, el desarrollo sostenible, el uso sensible de las tecnologías, etc., en definitiva, los valores necesarios para convivir en una sociedad global 10.
Pero, además de extender la alfabetización a nuevos códigos, conocimientos o sistemas simbólicos, la nueva sociedad del conocimiento requiere, también, un cambio en el propio concepto de alfabetización (Pozo, 2016). Ya no basta con saber leer, escribir o calcular, hay que leer o calcular para saber, para aprender. Así, el objetivo explícito de PISA no es evaluar el conocimiento acumulado por los estudiantes, sino lo que saben hacer con él. En palabras del coordinador del proyecto PISA, Andreas Schleicher (2006, pág. 35) “en lugar de comprobar si los alumnos dominan o no conocimientos y destrezas esenciales… incluidos en los currículos, la evaluación se concentra en la capacidad de los alumnos de 15 años para reflexionar y utilizar las destrezas que hayan desarrollado”. El conocimiento ya no es un fin en sí mismo, sino un medio para ayudar a gestionar la actividad de los alumnos y, más allá de ello, la participación social y ciudadana. Las metas selectivas, que tradicionalmente han guiado la acción educativa, quedan así subordinadas a metas formativas. No se trata ya de acumular conocimientos para superar pruebas, sino de saber usar esos conocimientos para transformar la propia actividad.
Este nuevo concepto de evaluación o aprendizaje por competencias, sobre el que volveré más adelante, a la vez que abre nuevos horizontes educativos, está generando nuevas formas de desigualdad. En nuestras sociedades tenemos tasas más que aceptables de alfabetización en el sentido tradicional, con un 98,4 % de los adultos en España en 2018. Pero debemos ser cautos con el optimismo porque es un dato no generalizable a nivel mundial, ya que sigue habiendo países, como los del Sahel africano, con niveles de alfabetización que apenas llegan al 40 % 11. Pero incluso entre nosotros, cuando parece que se está alcanzando la plena alfabetización, el nuevo concepto demandado por la sociedad del conocimiento abre una nueva brecha educativa. Ya no basta con saber leer, hay que leer para saber, comprender lo que se lee para poder formarse una opinión, saber usar el conocimiento para tomar decisiones o, si asumimos la nueva competencia global que PISA quiere incorporar, para hacer un uso crítico del conocimiento o empatizar con personas procedentes de otras culturas o hacer un buen uso de las tecnologías digitales. De hecho, la idea de que vivimos en una sociedad del conocimiento —que hasta ahora se ha deslizado sin matices en estas páginas— hay que ponerla en duda. Realmente vivimos en una sociedad de la información, pero no todas las personas son capaces de convertir esa información en conocimiento, es decir, son competentes para saber buscar, seleccionar, analizar y criticar la información para obtener de ella verdadero conocimiento.
Ayudar a convertir esa información, que fluye sin control por todos los espacios digitales, en verdadero conocimiento debería ser una de las prioridades del sistema educativo actual (Pozo, 2016). Y ahí también la educación está desnuda, está fracasando: según los datos de la última edición de PISA, en 2018 ni siquiera “uno de cada diez estudiantes procedentes de los países de la OCDE parece saber distinguir entre hecho y opinión” (OECD, 2019, pág. 3).
Esa dificultad para convertir la información en conocimiento es especialmente apreciable en el caso de los espacios digitales, donde sabemos que la pluralidad de informaciones inciertas, no contrastadas o directamente sesgadas en forma de bulos o fake news requiere competencias de análisis crítico de la información que escasean en la población en general (Rapp y Braash, 2014), pero más aún en las personas menos formadas. La propia Organización Mundial de la Salud sostiene que el coronavirus no solo ha derivado en una pandemia sino también en una infodemia, que es como llama a la propagación deliberada de información falsa altamente contagiosa, difundida esencialmente a través de espacios virtuales, en especial las redes sociales, para cuyo uso crítico es necesario formar a los estudiantes y futuros ciudadanos (Ecker, Swire y Lewandowsky, 2014; Greenfield, 2014; Vanderhoven, Schellens y Valcke, 2014) 12.
Mal puede formar en esas competencias una escuela que reniega del mundo digital y asume aún hoy que los estudiantes tienen que dejar en casa el teléfono móvil —y los muchos problemas que su uso puede generar en niños y adolescentes (Greenfield, 2014; Melo, et al., 2019), entre los cuales estaría esa infoxicación (Monereo, 2005)— en lugar de diseñar espacios para educar en su uso. Una vez más, si la escuela no asume entre sus metas enseñar a los estudiantes un mejor uso de las tecnologías digitales, los más desfavorecidos, que como hemos visto disponen de menos recursos digitales fuera de la escuela, pero sobre todo carecen de un entorno familiar que favorezca un mejor uso de los mismos, serán los menos capacitados para enfrentarse a la avalancha de información que tenemos ante nosotros.
Solo la escuela, en este y en otros muchos ámbitos, puede compensar esas desigualdades de partida y de contexto familiar y socioeconómico entre los estudiantes. Y no lo está haciendo o lo está haciendo en muy escasa medida, como muestran numerosos estudios (p. ej., Bonal, 2015; Calero, 2006; Waissbluth, 2011) y como la crisis de la educación confinada durante el período del coronavirus ha desnudado. Porque en este período las aulas se han trasladado al comedor, a la cocina, a las casas de los alumnos, obligando a las familias a desempeñar un papel central en la educación formal de sus hijos, de la que hasta ahora estaban en buena medida ausentes. Un papel para el que probablemente las familias, aunque una vez más en desigual medida, no están preparadas. Es otro ámbito, el de las relaciones entre familia y escuela, o entre los contextos de aprendizaje informal y formal, en el que la crisis del coronavirus ha desnudado también la educación.
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