Juan Ignacio Pozo Municio - ¡La educación está desnuda!

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Como la sinceridad infantil en «El traje nuevo del emperador», de Hans Christian Andersen, ha tenido que llegar la crisis de la COVID-19 para desvelar las numerosas debilidades de nuestro sistema educativo.Debemos aprender de este gran incidente crítico, reflexionar y generar cambios como seleccionar un currículo más ajustado a un concepto de aprendizaje profundo, asentar el enfoque competencial y avanzar hacia una escuela híbrida. Este texto extrae algunas lecciones de la crisis, detecta carencias del sistema educativo y propone plantearnos qué educación queremos. Pretende retratar su desnudez, hacernos conscientes de ella, y encontrar nuevas formas de vestir la educación.

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Según un estudio del Proyecto Atlántida, realizado mediante una encuesta a más de 3700 profesores y casi 6000 familias (Luengo y Manso, 2020), en torno al 30 % de los estudiantes no han podido continuar su aprendizaje en remoto del modo adecuado, lo cual, si se traslada al total de la población estudiantil, nos habla de millones de alumnos desconectados, casi siempre ligados a contextos sociales vulnerables. Esos déficits se han intentado paliar de diversas formas; en el mejor de los casos mediante iniciativas solidarias o institucionales para proveer a esos estudiantes de tabletas, ordenadores, etc.; en otros, creando redes alternativas “analógicas” para distribuir los materiales y actividades escolares, desde la televisión educativa a otras más imaginativas como los riders, que se han ofrecido como voluntarios para repartir esos materiales fotocopiados por los domicilios, o incluso estudiantes en zonas rurales con acceso limitado al sistema wifi que han mantenido el contacto con sus profesores mediante walkie-talkies.

Todas estas soluciones, si bien han podido mitigar en parte el distanciamiento educativo al que han sido sometidos algunos estudiantes, hacen aún más visible la desigualdad, al poner de manifiesto las condiciones precarias en que esos estudiantes mantienen ese fino hilo de contacto con su entorno escolar, frente a aquellos otros que pueden aprovechar las oportunidades que les ofrecen esos nuevos espacios virtuales, ya de por sí restringidas en una situación así. Sabemos también que la respuesta de los centros educativos ha sido desigual, siendo mejor, al menos en términos cuantitativos, en los centros privados y concertados 5que en los públicos 6. Hubo también diversidad en las respuestas de los docentes, debida no solo a su diferente predisposición y formación, sino también a la etapa y la materia impartida. Los profesores de Bachillerato, probablemente acuciados por la alargada sombra de la EBAU 7, se han mostrado más activos que el resto, especialmente que los profesores de los primeros cursos de Educación Primaria, tal vez por las limitaciones de comunicación digital de los propios niños o por el menor apremio de los contenidos que debían ser enseñados (Pozo, et al., 2020).También la respuesta de las familias refleja esas desigualdades, ya que el 40 % de ellas manifiestan no haber podido apoyar debidamente los aprendizajes de sus hijos en este período (Luengo y Manso, 2020).

Algunos estudios muestran que la desconexión anual de la escuela, debida al período habitual de vacaciones de verano, supone en sí misma una “pérdida de aprendizaje” para la mayor parte de los estudiantes, que, según dicen, equivale a un mes de aprendizaje en el año académico. Sean o no ajustados esos datos —uno pensaría que seguramente en vacaciones los niños y jóvenes tienen también aprendizajes no académicos muy relevantes que la escuela no computa—, lo que sí es cierto es que esa pérdida se incrementa en el caso de los estudiantes que proceden de familias con bajos ingresos (Cooper, et al., 1996). Con mayor motivo, la desconexión forzada de estos alumnos más desfavorecidos habrá supuesto mayores pérdidas para sus aprendizajes que la de aquellos que han vivido un distanciamiento más atenuado, al poder mantener de forma sostenida una conexión virtual con su entorno social y escolar habitual. En esta línea la ONU ha alertado sobre el riesgo que el cierre prolongado de las aulas puede suponer para la formación de toda una generación, consciente de que esa pérdida no va a poder ser compensada por la apertura de esos espacios virtuales alternativos 8.

Pero, si bien estas desigualdades han aflorado de manera patente durante estos tiempos de educación confinada, la desigualdad educativa no ha surgido con la COVID-19. La educación, en lo que concierne a la desigualdad, ha estado siempre desnuda, aunque en otros tiempos hubiera quien no quisiera verlo o no le diera la importancia que tiene. Según el propio Informe PISA, en España el 49 % de los estudiantes están matriculados en centros desfavorecidos 9, tanto por sus recursos como por el entorno en el que se encuentran ubicados. Estas desigualdades están en realidad creciendo en el marco de una escuela cada vez más segregada, según denuncia un reciente Informe de la Fundación Bofill sobre la situación en Cataluña (Segurola, 2020), que, con matices, seguramente sería aplicable a otras muchas comunidades autónomas, y no digamos a otros países, en función de las políticas que en cada caso se hayan promovido para paliar esa desigualdad, o, mucho me temo, incluso para ampliarla sea de forma deliberada, promoviendo una educación elitista, o sea por mero descuido. Es el llamado “efecto Mateo”, que aqueja a la mayor parte de los sistemas educativos, que se orientan más hacia los que ya saben o tienen más (Pozo, 2016). En el caso de la educación confinada, este efecto se multiplica debido a la llamada “brecha digital”, que supone diferencias muy acentuadas no solo en los recursos tecnológicos disponibles para acceder a la información, sino, sobre todo, como veremos más adelante, en las competencias que se requieren para hacer un buen uso de esa información en el marco de las sociedades digitales líquidas.

Si algo debiera enseñarnos esta crisis del coronavirus es que los grandes servicios sociales, como la salud, la seguridad económica o la educación, o son públicos, o son para todos, o no son. Ese es el sentido de un servicio público, lo gestione quien lo gestione: debe estar al servicio de todos y en especial de los que no puedan por sus propios medios acceder a él, debe ser inclusivo y no reservarse el derecho a la exclusión. De la misma manera que privatizar la sanidad reduciendo los servicios públicos y de atención primaria para todos ha contribuido sin duda a que la amenaza de una pandemia como la que hemos vivido acabe desnudando las debilidades del sistema sanitario —con los terribles costes en vidas humanas que conocemos— privatizar en el sentido mencionado, o si se prefiere segregar, el sistema educativo hace que pierda buena parte de su función social. Ante la amenaza del contagio por coronavirus, o nos protegemos todos o nadie está protegido. Y ante la demanda creciente de aprendizajes generada por las llamadas sociedades del conocimiento, o este se distribuye de la forma más equitativa posible o el precio que la sociedad paga por ello es asimismo muy alto, en términos culturales, de convivencia y cohesión social, pero también productivos o económicos.

Sin embargo, nuestros servicios sociales siguen pagando ese alto precio como consecuencia de la glaciación neoliberal, que queda tan bien reflejada en la célebre máxima de Margaret Thatcher, cuando dijo "la sociedad no existe. Solo existen hombres y mujeres individuales”. Una afirmación falsa, radicalmente falsa, y no solo desde una perspectiva psicológica. Cuando hablamos de sanidad, y de combatir los efectos de la COVID-19, es obvio que los individuos no existen solos, ya que proteger a los otros es la mejor forma de protegerse a uno mismo. Igual sucede con la educación, si queremos vivir en una sociedad mejor debemos procurar que quienes nos rodean estén mejor formados y hayan aprendido más (Pozo, 2018). Solo concibiéndola como un servicio público orientado a construir valores, conocimientos y formas de vida compartidos tiene sentido hoy la educación formal.

Este carácter público, para todos, de la escuela, en un sentido amplio, no está reñido obviamente con la existencia de iniciativas privadas —de grupos sociales, familias o instituciones— para promover formas de ser y de pensar propias en el marco de una educación común. Pero si el sistema educativo no alcanza a toda la sociedad, sobre todo si no se ocupa de los menos favorecidos, deja de cumplir con su función social. Y esta no es una idea romántica o el sueño de un ideario socialista o “progre”. En realidad, es una idea que, a su manera, comparte incluso una organización tan poco sospechosa de afanes socialistas o de idealismo como la OCDE, una de las instituciones que más fielmente representa los valores del capitalismo mundial. De hecho, son esos valores los que impulsan su preocupación por estudiar y mejorar la educación a nivel global —como reflejan los conocidos estudios PISA, pero también otros muchos proyectos que promueve en bien de la “cooperación y el desarrollo económicos”, no lo olvidemos—, ya que asume que, si no formamos productores y consumidores de símbolos competentes, la economía global se resentirá y frenará su desarrollo. No basta con que unos pocos los generen y produzcan y el resto los consumamos, se necesita dinamizar y ampliar mucho más la base productiva del conocimiento simbólico para lograr economías y sociedades más competitivas, para lo que se necesita también, cada vez más, una visión más a largo plazo en el marco de un desarrollo sostenible. La economía capitalista necesita reducir —aunque quizá no mucho, podemos pensar algunos con un cierto escepticismo— las desigualdades en el acceso al conocimiento.

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