Juan Ignacio Pozo Municio - ¡La educación está desnuda!

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Como la sinceridad infantil en «El traje nuevo del emperador», de Hans Christian Andersen, ha tenido que llegar la crisis de la COVID-19 para desvelar las numerosas debilidades de nuestro sistema educativo.Debemos aprender de este gran incidente crítico, reflexionar y generar cambios como seleccionar un currículo más ajustado a un concepto de aprendizaje profundo, asentar el enfoque competencial y avanzar hacia una escuela híbrida. Este texto extrae algunas lecciones de la crisis, detecta carencias del sistema educativo y propone plantearnos qué educación queremos. Pretende retratar su desnudez, hacernos conscientes de ella, y encontrar nuevas formas de vestir la educación.

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De pronto, descubrimos la escasez de recursos tecnológicos, pero también didácticos, que proporcionamos a nuestras escuelas, a nuestros docentes, para hacer una labor cada vez más compleja y diversa. Pero ¿es que alguien creía aún que cada “maestrillo tiene su librillo” y que con ese bagaje personal ya puede afrontar las demandas cada vez mayores a las que se enfrenta? Como consecuencia, nos hemos dado cuenta también de forma repentina de que buena parte de nuestros docentes no han sido formados adecuadamente para asumir los desafíos tecnológicos, pero sobre todo didácticos, que estos nuevos espacios, más diluidos en el espacio y en el tiempo, requieren. Pero ¿es que alguien no se había dado cuenta de que la formación docente inicial, sobre todo la permanente, no está proporcionando a los profesores las competencias profesionales que requiere la educación en una sociedad digital?

También nos hemos dado cuenta de que, en el entorno de esa sociedad digital, nuestras escuelas siguen siendo analógicas, viven de espaldas a las tecnologías de la información y la comunicación (en adelante, TIC), ubicuas en todos los demás espacios sociales. Pero ¿es que alguien no se había dado cuenta, en una época en la que se prohíbe a los alumnos llevar los móviles al aula, de que no hemos sido capaces de incluir esas tecnologías en los procesos de enseñanza y aprendizaje?

Y, por terminar esta lista, nos hemos dado cuenta, de repente, de que las formas de enseñar y de evaluar están en buena medida obsoletas, son insostenibles en cuanto salimos literalmente de los espacios y los tiempos del aula tradicional. Ahora vemos que dedicamos buena parte del tiempo a enseñar y evaluar saberes que están al alcance de un clic; vemos que, si no podemos vigilar a los estudiantes para que no copien, buena parte de las actividades de evaluación habituales son inútiles. Pero ¿es que no nos habíamos dado cuenta de que las formas de enseñar habituales no responden ya a las demandas formativas de la sociedad en que vivimos?

Y en vez de rasgarnos las vestiduras porque los alumnos en los exámenes de la escuela confinada se lancen a copiar sin límite ni sentido de culpa, ¿no éramos conscientes de que esas formas de evaluar conocimientos accesibles en cualquier buscador son inútiles y no valoran realmente lo que nuestros alumnos y futuros ciudadanos deben saber y saber hacer para ayudar a transformar nuestra sociedad? ¿Es que no nos habíamos percatado de que las formas en que evaluamos el conocimiento en los exámenes pierden todo sentido fuera del aula, que es donde los estudiantes deben usar el conocimiento supuestamente adquirido y donde siempre tendrán a su alcance el teléfono móvil o el ordenador? ¿Es que no sabíamos que deben estudiar para aprender y usar el conocimiento en una sociedad digital, abierta, cambiante, mediada por las TIC, y no para practicar el efímero, aunque sin duda trascedente para ellos, deporte de superar exámenes?

En suma, en tiempos del coronavirus nos hemos dado cuenta, de pronto, como en la película Casablanca —“¡Qué escándalo, aquí se juega!”—, de que en muchos aspectos nuestra educación está desnuda desde hace tiempo: se ha destapado su profunda desigualdad, la desconexión entre escuela y familia, la escasez de recursos tecnológicos y didácticos de que disponen los docentes, la inexistencia de un verdadero proyecto de educación para una sociedad digital, las lagunas en la formación docente para responder a esos retos, y el mantenimiento de formas de enseñar y evaluar que no responden ya a las metas supuestamente exigidas al sistema educativo en la sociedad del siglo XXI.

En las siguientes páginas, sin ánimo ninguno de exhaustividad ni de sistematicidad, abordaré cada una de estas perspectivas de la desnudez educativa, sin pretender con ello agotarlas, ya que seguramente quien lea esto, desde su experiencia, pueda añadir más fotografías a esta galería de escenas de la educación desnuda, que, no nos engañemos, no ha sido desnudada por la crisis del coronavirus, sino que, al igual que hemos podido descubrir con nuestro sistema sanitario, del que tan orgullosos estábamos, venía encontrándose desnuda desde hace mucho tiempo, sin que los gritos que nos avisaban de ello fueran escuchados como merecían. Si los sanitarios han debido luchar, en condiciones muchas veces horrorosas, para vestir —a veces literalmente con mascarillas, trajes y recursos improvisados a partir de bolsas de basura — a un sistema sanitario más desnudo de lo que creíamos, somos los docentes quienes debemos comenzar por reconocer que nuestra educación está en muchos sentidos desnuda, porque solo así podremos reconstruirla o vestirla mejor.

Capítulo uno

La brecha digital hace crecer la desigualdad educativa

De todos los desajustes de nuestro sistema educativo, el que se destapó de forma más evidente ya en los primeros días de la crisis fue la desigualdad de recursos que tenían los estudiantes y las familias para afrontarla. Pero también fue desigual la respuesta dada por los docentes y por los centros educativos. Desde el mismo momento en que profesores y estudiantes hubieron de encerrarse en sus casas, se supo que no todos los alumnos tenían acceso a los recursos tecnológicos necesarios para continuar con sus aprendizajes de forma virtual, ni tampoco todos los profesores y todos los centros podían ofrecer el mismo tipo de apoyo.

Ya en condiciones normales, los sistemas educativos reflejan, a nivel global, una gran desigualdad, que no es sino el eco de la que hay en toda la sociedad. Como sabemos, además, esa desigualdad ha crecido en nuestras sociedades en los últimos tiempos a raíz de la crisis financiera de 2008. Y el sistema educativo no es ajeno a esa desigualdad creciente. Estudios como el famoso Informe PISA así lo acreditan, edición tras edición. En consecuencia, por ejemplo, en España el estatus socioeconómico “explica el 12 % de la variación del rendimiento en matemáticas en PISA 2018 —comparado con el 14 % de media entre los países de la OCDE—, y el 10 % de la variación del rendimiento en ciencias —comparada con el 13 % de variación media en los países de la OCDE—” (OECD, 2019) 4.

Pero si ya en las condiciones habituales de la escuela presencial existen diferencias en las oportunidades educativas ofrecidas a los alumnos en función del centro al que acuden y de su entorno sociofamiliar, según un informe de la propia OCDE publicado en estos tiempos del coronavirus “es probable que la pandemia de la COVID-19 genere la mayor disrupción en oportunidades educativas a nivel mundial en una generación” (Reimers y Schleicher, 2020, pág. 6).

Las diferencias entre países en el acceso al aprendizaje son ya de por sí muy grandes, y se incrementan cuando este aprendizaje se vuelve remoto. Pero también existen grandes desigualdades dentro de los países, que se ensanchan en esta situación. Para poder seguir aprendiendo se requiere un dispositivo digital que pueda ser conectado a una red de banda ancha, pero también tiempos y espacios que permitan acceder a esos recursos; se requiere una cultura familiar que priorice y apoye esos aprendizajes remotos, permitiendo organizar entornos que los hagan posibles en un momento en el que toda la familia está confinada compartiendo esos recursos limitados.

Si bien la mayoría de los adolescentes españoles, según datos recogidos en ese mismo Informe (OECD, 2015; Reimers y Schleicher, 2020), afirman tener acceso a dispositivos digitales en el hogar, es menos claro que hayan podido hacerlo de forma continuada en momentos en los que toda la vida familiar —teletrabajo, aprendizaje virtual, acceso a la información, relaciones sociales, consumo, etc.— estaba requiriendo compartir esos recursos, que en muchas familias son bastante limitados y que, con seguridad, se distribuyen socialmente de forma muy desigual. La famosa brecha digital es, sobre todo, una brecha económica.

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