Juan Ignacio Pozo Municio - ¡La educación está desnuda!

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Como la sinceridad infantil en «El traje nuevo del emperador», de Hans Christian Andersen, ha tenido que llegar la crisis de la COVID-19 para desvelar las numerosas debilidades de nuestro sistema educativo.Debemos aprender de este gran incidente crítico, reflexionar y generar cambios como seleccionar un currículo más ajustado a un concepto de aprendizaje profundo, asentar el enfoque competencial y avanzar hacia una escuela híbrida. Este texto extrae algunas lecciones de la crisis, detecta carencias del sistema educativo y propone plantearnos qué educación queremos. Pretende retratar su desnudez, hacernos conscientes de ella, y encontrar nuevas formas de vestir la educación.

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María Puy Pérez Echeverría no solo impulsó esos estudios y mantuvo la nave a flote, sino que ha tenido la paciencia de leer y corregir los borradores de este texto. Otros compañeros, como Toni Badia y Carles Monereo, como siempre con un corazón generoso, aunque no tan blanco, me proporcionaron información muy valiosa, de la que en parte se alimentan también estas páginas. Augusto Ibáñez hizo una lectura tan minuciosa y crítica del borrador de este texto, que, sin duda, aunque solo fuera por corresponderlo, me obligó a mejorarlo. No creo que haya cambiado mis ideas y obsesiones, pero espero haber logrado explicarlas mejor.

También debo agradecer a tantos investigadores, algunos de ellos citados en estas páginas, que, con enormes reflejos y disciplina, realizaron en unas pocas semanas estudios muy valiosos sobre la escuela confinada que nos han permitido ir comprendiendo casi sobre la marcha lo que estaba sucediendo en las pantallas, y sobre todo en las mentes, de docentes, alumnas y alumnos. Sin esos estudios, estas reflexiones tampoco hubieran sido posibles. Pero, sobre todo, gracias a los profesores y profesoras, estudiantes, madres y padres que han sido quienes durante estos meses han mantenido abiertas las aulas de la escuela confinada.

Introducción

La emergencia global generada por la pandemia del coronavirus ha desnudado muchas de las debilidades de nuestras sociedades supuestamente prósperas y acomodadas. Nos creíamos invulnerables y, de pronto, una amenaza invisible ha hecho temblar, ya veremos durante cuánto tiempo, los cimientos de nuestra actividad social, económica y cultural, desde luego nuestra vida laboral y personal, y nuestras emociones y relaciones sociales, trastocando con ello también algunas de nuestras creencias más profundas o implícitamente arraigadas. No sabemos si esta situación tan crítica e inesperada, un verdadero “incidente crítico” (Monereo, 2010) a nivel planetario, provocará un cambio de mentalidad en nuestra forma de ver el mundo, pero al menos debería obligarnos a repensar algunos de los supuestos en los que basamos nuestras vidas y nuestra cultura.

Uno de esos ámbitos en los que la crisis del coronavirus ha desnudado nuestras carencias, abriendo brechas impensadas hasta hace poco, enfermedades crónicas que desconocíamos, es, sin duda, la educación. Casi de la noche a la mañana —en el caso de la Comunidad de Madrid, a partir del 11 de marzo, el tristemente célebre 11-M una vez más— se cerraron todos los colegios y centros educativos —desde las Escuelas Infantiles hasta la Universidad, los Conservatorios, Escuelas de Arte, academias, centros deportivos, etc. Se nos dijo entonces que eran 15 días, aunque solo los más ingenuos lo creyeron, pero esos 15 días se fueron extendiendo hasta convertirse en meses, impidiendo prácticamente el retorno a la actividad normal, presencial, hasta el curso siguiente, e incluso entonces en circunstancias muy inciertas y limitadas.

Pasada la perplejidad inicial, ha sido necesario reconstruir nuestros hábitos, nuestras formas de enseñar y aprender, de educar, para adaptarlos a esa nueva realidad que es la educación virtual, a distancia u on-line, como queramos llamarla. Profesores 3y estudiantes hemos tenido que convertir nuestras casas en partes de un aula desmembrada, cambiando los tiempos y los espacios, lo que ha hecho necesario reconvertir las actividades e incluso, en muchos casos, las prioridades educativas para ajustarlas a ese nuevo formato, a esa nueva forma de enseñar y aprender. Se tardarán meses, si no son años, en recabar datos que nos permitan desentrañar y comprender lo que ha sucedido con la educación en estos meses. Sin esperar a ese análisis riguroso y sistemático, que no es desde luego el propósito de este texto, podemos sin embargo aventurar ya que, como en el cuento de Christian Andersen, esta crisis nos ha mostrado a todos que la educación formal, tal y como la conocemos y practicamos, está desnuda. Esa desnudez, o ese desamparo, no es un efecto secundario del coronavirus, sino que convivíamos con ella desde hace ya bastante tiempo, pero casi ninguno queríamos verlo. Solo unos pocos, los más atrevidos, o tal vez, como en el cuento, los más ingenuos o infantiles, venían gritando a su manera “¡La educación está desnuda!”.

Ahora, enfrentados a las contradicciones que ha traído consigo esta situación, a la irrelevancia de buena parte de los debates que ha suscitado y, sobre todo, a la imposibilidad de mantener, en este contexto, las formas de enseñar y aprender habituales, somos ya mayoría quienes, a coro, debemos reconocer que sí, que la educación está desnuda. Y que, pase lo que pase, dure lo que dure esta terrible pandemia y sus efectos sobre la organización de los espacios educativos, tendríamos que salir de esta crisis repensando las metas y los medios que ponemos en marcha para educar a nuestros futuros ciudadanos. Tenemos que confeccionar o construir entre todos nuevos trajes, nuevas formas de vestir la educación para que responda, realmente, a las necesidades de una sociedad compleja, cambiante, en la que la información fluye de manera muy diferente a como lo hacía antes, en la que las relaciones e interacciones sociales son también muy diferentes y en la que, en definitiva, las metas y los medios que usamos en la enseñanza actual se ajustan cada vez menos a las verdaderas necesidades formativas de la población.

Debemos reconocerlo, tenemos una escuela para una sociedad que ya no existe (Pozo, 2016). Y cuando pienso aquí en la escuela lo hago en un sentido amplio, abarcando todos los espacios de la educación formal, incluida la Universidad. Si, tras vernos en el espejo deformado de esta nueva realidad educativa, si tras enseñar y aprender en tiempos del coronavirus, no tomamos conciencia de nuestra desnudez, seguiremos paseándonos desnudos, atrapados en la seguridad de nuestros hábitos, y habremos perdido una gran oportunidad de repensarnos y de convertir esta crisis en un momento de aprendizaje y cambio radical. En Psicología se dice que los cambios profundos, en cualquier ámbito, personal o social, solo pueden surgir de las crisis, los conflictos, que nos empujan a dudar de lo que somos, a aprender de nuestros errores. Aprovechemos, pues, que estamos viviendo, también, una crisis educativa para salir de ella diferentes. Y, a ser posible, “bien vestidos”.

Son muchas las voces, a veces a gritos, que nos han ido avisando, en estos tiempos convulsos, de que nuestra educación está desnuda, de que todo el entramado que suponíamos tan sólidamente construido era en buena parte de cartón piedra. Son muchos los ámbitos en los que han emergido las contradicciones y la ineficiencia de algunas prácticas que dábamos por válidas, que asumíamos casi como las únicas posibles y que, de la noche a la mañana, se han mostrado inservibles, huecas. Como ha sucedido en nuestra sociedad, en la que las actividades que creíamos esenciales se han mostrado claramente prescindibles, mientras que las que creíamos secundarias o menos importantes han resultado ser esenciales, nos vemos obligados a repensar el orden de nuestras prioridades educativas.

De pronto, se han hecho aún más evidentes las desigualdades sociales endémicas en nuestro sistema educativo, ya que bastantes estudiantes no disponen de los recursos tecnológicos o del entorno familiar necesarios para acceder a esas aulas virtuales que apresuradamente se les ofrecen. La brecha digital ha agrandado la desigualdad. Pero ¿de verdad alguien desconocía esa desigualdad educativa?

De pronto, se ha hecho evidente la importancia de las familias en la educación confinada y la exigencia de implicarlas en el proceso de educación escolar de sus hijos, de integrar mejor la educación familiar y la escolar. Pero ¿es que alguien dudaba de que esas dos esferas de educación —formal e informal— deben relacionarse y apoyarse?

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