De hecho, eso fue lo que realmente hicieron los puritanos, y sus escritos testifican de la calidad de su propia vida cristiana. «Un hombre no puede predicarles bien a otras personas si no le ha predicado su sermón primeramente a su propia alma», escribió John Owen. «Y aquel que no se alimenta y se nutre digiriendo primeramente el alimento que está proveyéndole a otros, no puede esperar que esas personas sientan apetito por esa comida; y además de eso, él no puede saber si la comida que está proveyendo está envenenada, a menos que verdaderamente la haya probado por sí mismo. Si la palabra no mora con poder en nosotros, no puede pasar a través de nosotros con poder». 120Perkins dijo: «Las buenas palabras son vanas sino hay una buena vida que las respalde. Que los pastores no piensen que sus palabras de oro harán mucho bien, porque si sus vidas son vidas de plomo harán mucho daño. Así como no existe un hombre más honorable que aquel que es un pastor culto y santo, tampoco existe un hombre más despreciable y miserable en este mundo que aquel que por medio de su vida liviana y lasciva hace que su doctrina sea vituperada». 121Y con respecto a eso, Calvino habló sin rodeos, diciendo: «Si él [el predicador] no se esfuerza por ser el primero en seguir a Dios, lo mejor que le podría pasar sería que se le rompiera el cuello mientras va subiendo al púlpito». 122
Los maestros puritanos entendían que eso era verdad, y por lo tanto actuaban en conformidad a ello, ya que, por encima de todas las cosas eran hombres santos, y la autoridad que conllevaban sus palabras impresas no sólo era la autoridad misma de las Escrituras como Palabra de Dios, sino también la autoridad de las Escrituras como poder de Dios aplicado a la experiencia —su propia experiencia— a través de lo que ellos reconocían como la agencia iluminadora y aplicativa del Espíritu Santo. Con respecto a la doctrina de la justificación, Owen escribió:
A aquel que la quiera tratar de la manera correcta, se le exige que pese todo lo que afirma, tanto en su propia mente como en su experiencia, y que no se atreva a sugerirle a otros algo que no es una realidad dentro de él mismo, es decir, algo que no se encuentra en los rincones más íntimos de su mente, ni en sus acercamientos más cercanos a Dios, o algo que no puede testificar como real en su experiencia cuando su corazón es sorprendido por peligros, o cuando es sumergido en profundas aflicciones, ni tampoco sugiera cosas que no ha experimentado cuando piensa en su propia muerte, o cuando piensa humildemente en la infinita distancia que hay entre él y Dios. 123
Lo mismo se aplicaba, según lo percibían los puritanos, a todas las demás doctrinas. En consecuencia, los predicadores se dirigían hacia las conciencias y los corazones de otros, no sin antes aplicar a sus corazones y conciencias cada una de las verdades que iban a enseñar. De esa manera ellos pusieron en práctica la fórmula que Pablo enseña en 2 Corintios 2:17: «Pues no somos como muchos, que medran falsificando la palabra de Dios, sino que, con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo».
La autoridad espiritual es difícil de precisar con palabras, pero la reconocemos cuando la encontramos. Es un producto compuesto de una fidelidad concienzuda a la Biblia; una percepción vívida de la realidad y la grandeza de Dios; un deseo firme de honrarlo y complacerlo; una auto examinación profunda y una autonegación radical; un gran amor por la intimidad con Cristo; una generosa compasión hacia los hombres; y una sencillez franca, enseñada por Dios y forjada por Dios, la cual es adulta en su conocimiento, pero infantil en su franqueza. El hombre de Dios tiene autoridad cuando se inclina ante la autoridad divina, y el modelo del poder de Dios en él, es como un modelo bautismal para nosotros, a través del cual aprendemos que debemos ser levantados sobrenaturalmente de las experiencias de muerte que aquejan nuestras vidas.
Los grandes puritanos siguieron este patrón en su propio día mientras luchaban contra la mala salud, las distracciones circunstanciales y las angustias, y sobre todo cuando batallaban con sus propios corazones lentos para predicar el evangelio «con vida, luz y peso»; y nosotros, que leemos tres siglos y medio después lo que ellos prepararon para sus propios púlpitos (porque, como hemos visto, la mayor parte de los materiales puritanos consiste de sermones), descubriremos que esa autoridad todavía tiene la capacidad influenciarnos. Los reformadores dejaron a la iglesia exposiciones magistrales de lo que nuestro Dios lleno de gracia hace por nosotros; mientras que el legado puritano también contiene declaraciones autoritativas de lo que ese mismo Dios hace en nosotros. Recurrir a las obras de los «escritores ingleses prácticos y fervorosos» es como entrar en un mundo nuevo; se despeja la visión, se purgan los pensamientos, se agita el corazón; uno es humillado, instruido, avivado, vigorizado, rebajado en arrepentimiento y elevado en seguridad. ¡No hay una experiencia más saludable que esa! Las iglesias y los cristianos de hoy son lamentablemente laodicenses: complacientes, somnolientos, superficiales, y tibios. Nos estamos sofocando y necesitamos ser avivados. ¿Qué podemos hacer? Abrir las ventanas de nuestras almas para dejar que entre el aire fresco del siglo XVII; creo que esa sería la cosa más sabia que podemos hacer.
LOS PURITANOS Y LA BIBLIA
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