Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño

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Las golondrinas nunca regresan en otoño: краткое содержание, описание и аннотация

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Las golondrinas nunca regresan en otoño es un recorrido por la vida de su protagonista, Alejandro Cantero , una historia donde se habla de amor, sexo, soledad, celos, malos tratos; en definitiva, sobre las relaciones humanas.A caballo entre el género romántico, en ocasiones erótico, y costumbrista , esta novela juega en numerosos momentos con un lirismo caracterizado por su elegancia. Cabe destacar también la originalidad en su construcción, lo que convierte esta obra en un texto singular e interesante a partes iguales, donde el lector descubrirá diferentes atmósferas y múltiples subtramas , repartidas entre España y Francia.

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Tardamos una semana en volver a vernos, a pesar de que yo volví al mirador cada atardecer. María se moría de ganas de verme —eso lo supe después—, pero debió reprimir sus deseos de salir durante días. A primeros de los sesenta, en aquella España donde tantas mujeres no tenían voz ni voto ni siquiera en su propia casa, una chica de diecisiete años no podía salir a pasear cada tarde. No estaba bien visto que una muchacha de su edad anduviera calle arriba calle abajo cada atardecer, a saber lo que dirían de ella en los mentideros del pueblo. Aun así María pidió permiso para salir entre semana con la excusa de ir a ver a una amiga, pero la respuesta de su padre fue tajante: «No. Que venga ella a verte a ti». Al domingo siguiente volvimos a encontrarnos. Estábamos en el mismo sitio, a la misma hora, el mismo sol en sus ojos, la misma sonrisa en sus labios... Y mis ojos se perdieron detrás de su mirada, bajando por su cuello, recorriendo su hombro desnudo...

—Necesito volver a verte.

Una sonrisa, un silencio elocuente...

—No puedo esperar al domingo —insistí.

—No me dejan salir entre semana. Tendría que escaparme.

Una sonrisa traviesa. Algo en mi interior también sonríe.

—Entonces..., ¡escápate! —le susurré, acercando mis labios a su oído.

Y percibí cómo se agitaba su respiración, sus latidos acelerando cada vez más, sus pechos tensando la fina tela del vestido. Y en aquel preciso instante sentí que algo se estaba rompiendo en mi interior. Y supe que se escaparía para verme, para vernos, para estar a solas. Y empecé a admirarla antes de amarla. O ambas cosas a la vez. O quizá ya la amaba desde mucho antes, desde el mismo momento en que se cruzaron nuestras miradas por primera vez. María no tardaría en ganarme para siempre, aunque no me hubiera sentido atraído hacia ella, aunque no me hubiera enamorado. Me habría ganado por su determinación, con su personalidad, porque era capaz de desafiar las reglas, porque seguía los impulsos de su corazón.

—El jueves, mi padre cambia de turno. Durante una semana tendrá servicio de noche a partir de las diez.

—¿Nos vemos aquí el jueves?

—No sé si podré escaparme...

Una pausa eterna, un silencio incapaz de guardar silencio, calculado quizás. O quizá le faltaba el aire para seguir hablando.

—Prométeme que vendrás.

—No te prometo nada —dijo después de una prometedora mirada.

—Yo estaré aquí. A las diez en punto.

Dos miradas que se resisten a separarse, dos corazones saltando en el pecho...

—Aunque quisiera, no podría venir tan pronto. Tendrías que esperarme. Una lucecita traviesa bailando en sus pupilas.

—Te esperaré.

María sonrió; yo sonreí. Quizá dejé de respirar durante unos segundos; quizás el tiempo estuvo detenido durante esos segundos. Luego empecé a contar los días, las horas, los minutos...

María era la hija del cabo Anselmo, su única hija. Y Anselmo Arranz era un guardia civil en tiempos de Franco, un miembro de la Benemérita, un agente de aquel cuerpo represor del franquismo, uno de aquellos picoletos de tricornio, capa y bigote que temía de niño y detestaba de adulto. Yo lo conocía de sobra. Él apenas sabía de mi existencia, aunque eso estaba a punto de cambiar. Pero la hija del Cabo de la Guardia Civil no podía enamorarse de un lugareño cualquiera, mucho menos de un Cantero. Y ningún Cantero sería tan osado de seducir —ni siquiera de intentarlo— a la hija de un picoleto, menos aún a la hija del cabo Anselmo. Así lo decían unas normas no escritas; así lo aceptaba todo el mundo. Pero las normas —incluso las no escritas— están para desafiarlas, para romperlas, para cambiarlas. María y yo vivíamos a pocos kilómetros de distancia, pero pertenecíamos a mundos distintos, a diferentes clases sociales. Y, en aquella época, las fronteras entre las clases sociales aún eran puertas cerradas, muros demasiado altos, inexpugnables. Yo pertenecía a la clase más baja; ella a una superior. Porque todas las clases sociales estaban por encima de la clase campesina. Pero el amor no conoce fronteras. Hay sensaciones que no entienden de diferencias sociales, que no distinguen razas, culturas, religiones... ni siquiera saben de edades. María y yo hubiéramos sentido lo mismo a los treinta o a los cincuenta, aunque uno de nosotros hubiera sido blanco y el otro negro, aunque chocaran nuestras culturas, aunque perteneciéramos a religiones antagónicas, a familias enfrentadas. Nada hubiera importado. Porque hay emociones que no responden a ninguna razón. O quizá porque responden a una sola razón: esa turbadora pero irresistible atracción entre dos personas.

Aquel jueves María llegó a las once menos diez. En nuestra primera cita yo la esperé casi una hora, pero no me importó. Ya sabía que llevaba esperándola toda mi vida.

—¿Te he hecho esperar demasiado?...

—Te esperaría una vida entera.

María sonrió. Nos miramos un instante en silencio. Luego la cogí de la mano invitándola a seguirme.

—Ven, quiero mostrarte algo —le dije mientras tiraba suavemente de su mano.

Noté un ligero estremecimiento en su piel bajo la leve presión de mis dedos pero, al instante, ella apretó mi mano venciendo la inseguridad de la primera vez, aceptando la emoción irrepetible de la primera vez, dejándose llevar. Aunque quizás era María quien me llevaba; el guía no siempre es quien va delante. Bajamos las escaleras y nos sentamos en el suelo, sobre la hierba todavía verde, apoyando la espalda contra el muro que soportaba la explanada del mirador por su cara nordeste. Apenas nos sentamos yo me giré hacia la muralla de la alcazaba, distante unos centenares de metros a nuestra derecha.

—Mira —le dije señalando hacia el castillo—. ¿Verdad que de noche parece más misterioso?

—Sí —me contestó—. Será que todo se ve diferente cuando se apagan las luces del día. Es como si todo pasara a otra dimensión cuando lo cubre la oscuridad.

Un breve silencio. Una mirada en la penumbra. Unos ojos que brillaban en la noche.

—¿Sabes?, en las noches más oscuras, cuando la negrura lo envuelve todo, las piedras de las almenas rompen la oscuridad dejándose ver entre las tinieblas, como si estuvieran iluminadas.

—Pero no lo están —dijo María.

—He ahí el misterio.

María me miraba en silencio, expectante.

—Continúa —me animó.

—En las noches sin luna el castillo parece estar flotando sobre el desfiladero, suspendido en el espacio.

Busqué los ojos de María en la noche ya cerrada. Ella me miró en silencio durante un breve instante y luego volvió la vista hacia la antigua alcazaba.

—Cuentan que todo empezó en el Medievo, que es obra del fantasma de un gobernador asesinado. Dicen que es él quién ilumina el castillo con su aura.

—Creo que estoy empezando a enamorarme de Iznájar —dijo María sin mirarme, con la vista fija en el castillo.

—¿Solo de Iznájar?...

Ella se giró hacia mí; yo busqué sus ojos y percibí un leve temblor en sus labios al acercarme.

—Cuéntame más... —dijo ella, recuperando el control de la situación—. Quiero conocer toda la historia.

Un breve silencio. Dos respiraciones rompiendo el silencio.

—¿Sabes lo que más me gusta de Iznájar?

—¿El qué? —dijo mirándome en la penumbra, desde el fondo de sus ojos negros como la noche.

—Sus leyendas. Eso es lo que más me fascina de este pueblo.

—De tu pueblo, querrás decir...

Se hizo un silencio, el más largo de nuestros silencios hasta entonces.

—A veces me cuesta sentir que pertenezco a este lugar, que este es mi país. Son tantas las injusticias...

Por un instante pensé en la dictadura de Franco, en la represión de la posguerra, en aquel día cuando mi madre volvía de la fuente... Y recordé el día en que supe toda la verdad sobre la muerte del tío Andrés. María acarició el dorso de mi mano y yo tomé su mano entre las mías y la apreté fuerte, con demasiada fuerza quizás, inconscientemente. Ella encogió su mano, pero solo por un instante. Enseguida apretó la mía al tiempo que me miraba a los ojos. Creo que sonreí... por dentro. María sonrió desde el alma a los ojos y de los ojos a los labios.

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