Era una cálida tarde de primavera en un pueblo del interior donde las opciones de ocio no abundaban y el dinero para gastar era aún más escaso. Por entonces ya hacía tiempo que me rondaba por la cabeza la idea de marcharme; no sentía que aquel fuera mi lugar en el mundo, por eso quería irme lejos, a algún sitio donde uno pudiera expresarse libremente, sin temor, donde tu opinión no te llevara a la cárcel. Pero allí, con la puesta de sol de fondo, encontré una razón para quedarme, la más poderosa de las razones, el amor. Aunque no tardaría mucho tiempo en querer marcharme... Y esta vez, para siempre.
Yo tenía veinte años; ella aún no había cumplido los dieciocho. La mayoría de mis años los había cumplido mucho después de saber que no podría cumplir mi sueño y algunos —no pocos— bastante después de empezar a sentir que estaba en el lugar equivocado, o en el tiempo equivocado, o quizás en ambos a la vez. Yo quería ser maestro, enseñar a leer a los niños del mundo rural, inculcarles la pasión por aquellas historias que dormían entre las páginas de los libros esperando ser despertadas. Yo soñaba con unos niños menos ignorantes, más libres, y con una España donde hubiera oportunidades para todos, aunque no todos tuvieran las mismas oportunidades. Educar a los más desfavorecidos sería mi forma de combatir un sistema educativo del todo injusto y también mi pequeña venganza por la muerte del tío Andrés. Sí, me vengaría plantando en sus mentes la semilla del libre pensamiento. Yo no pretendía hacer política, solo quería contribuir a hacer un mundo mejor. Pero pronto me di de bruces contra ese muro llamado realidad: no sería maestro. Para estudiar hacían falta recursos y nosotros no los teníamos. Si me quedaba en el pueblo ni siquiera podría ser yo mismo, solo sería otra víctima de nuestras costumbres atávicas. Porque allí las cosas eran simples: los hijos aprendían a hacer lo que hacían sus padres, así había sido siempre, y así seguiría siendo. Por eso había tomado una decisión, me marcharía del pueblo y de España, pero lo haría más adelante, después de cumplir con el Servicio Militar obligatorio. Yo sería un emigrante, nunca un exiliado. Ya eran bastantes los españoles en el exilio.
Pero aquella tarde de finales de mayo empezó a cambiar mi vida, nuestras vidas. Ya no importaban los planes hechos hasta entonces. Aquel día empezábamos de cero, juntos. El nuestro sería un amor para toda la vida, uno de esos amores que no se apagan con la convivencia, esa prueba de fuego que calibra la fuerza de la pasión, ese obstáculo donde se estrellan tantas parejas, esa impertinente que se empeña en desvestir nuestros defectos, en dejarnos desnudos ante la persona que seguro nos idealizó demasiado. Quizá porque la convivencia acaba despertándonos del sueño romántico; quizá porque el día a día no deja muchos resquicios a la independencia de cada uno, ese bien tan preciado y casi siempre tan escaso cuando vivimos en pareja, sobre todo cuando dejamos de amar a la otra persona y empezamos a quererla. Con frecuencia, mucho antes de que la buena armonía sea dinamitada por los reproches, la pasión ya ha sucumbido frente la rutina, esa incómoda compañera de cama, siempre entre los dos pero nunca formando un trío. Mas, cuando nos enamoramos, siempre creemos que será para siempre, que nunca se apagará la llama de la pasión, y que nada ni nadie podrá interponerse en nuestra felicidad. Nosotros supimos en seguida que habíamos encontrado esa persona entre un millón, la persona que nos cambiaría la vida sin remedio, sin poder ni querer evitarlo, para siempre, y que siempre sería como en ese primer momento. Aquel atardecer ambos supimos que había ocurrido, sin esperarlo, sin buscarlo. Aquella tarde supimos que nos amaríamos para siempre. Pero el amor nunca es fácil, mucho menos cuando hay una tercera persona dispuesta a hacer lo que sea necesario para romper ese amor.
El mirador ofrecía unas espectaculares vistas de la puesta del sol. Muchos metros más abajo el Genil se escurría entre las piedras como se nos escapa el tiempo sin darnos cuenta, desaparecía de la vista como desaparecen las oportunidades mientras dudamos y luego volvía a aparecer de nuevo, más adelante, como esas oportunidades que ya no esperamos. Atardecía en Iznájar. El sol se ocultaba dejando tras de sí una estela anaranjada, pintando de fuego el horizonte. En menos de una hora la oscuridad se apropiaría de las vistas y el río solo sería un murmullo de agua en la noche oscura y silenciosa. Y después de una hora... A veces, después de una hora es nunca, porque en una hora puede ocurrir todo. Solo tenemos el presente, ese es nuestro único tiempo, el único que tenemos para vivir.
Caía la tarde. Yo me giré y al instante supe que era ella. Lo supe apenas vi el sol reflejado en sus ojos, el rojo fuego del horizonte incendiando sus pupilas. Nuestras miradas se encontraron apenas un instante, uno de esos instantes que nos cambian el resto de nuestros días. Y sentí el corazón acelerar sus latidos, saltar en mi pecho, latir en mis manos... Y sentí aquel fuego prendiendo en mi piel, penetrando en mi interior, imparable, devastador, maravilloso.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—María. ¿Y tú?
—Alejandro.
María solo tenía diecisiete años, una edad que no se correspondía con su cuerpo voluptuoso y con una madurez impropia de su juventud. Porque era toda una mujer. Su cuerpo y su mente eran los de una mujer aunque tuviera edad casi de niña, una edad por la que podían obligarla a renunciar al amor, que no a amar, a eso nadie puede. Sobre nuestros sentimientos nadie decide, ni siquiera nosotros mismos. Podemos controlar el fuego, desviar el curso de los ríos, surcar los mares, sobrevolar continentes y océanos... pero no podemos controlar lo que sentimos, ni decidir de quién o cuándo nos enamoramos. María y yo nos enamoramos en la primera mirada. Pero ella era menor de edad, además de mujer. Y en la España de aquella época ni siquiera la mayoría de edad otorgaba a una mujer el poder de decidir. Por no tener no tenían ni voz ni voto aunque, bien pensado, votar tampoco se podía. María y yo nos miramos a los ojos, nos buscamos más allá de las pupilas dilatadas y nos fuimos a encontrar en un laberinto de sensaciones nuevas, arrebatadoras, placenteras. María tenía los ojos negros, una larga melena azabache, los labios carnosos y rosados, una piel delicada que aún siento latir en las yemas de mis dedos. Ella era la mujer que llevaba años buscando sin saberlo. Pero no todo era perfecto en María, y no tardaría mucho es descubrirlo.
—¿Nos vemos mañana? —le pregunté.
—Si vienes por aquí...
María era natural de Valladolid. Unos años antes ella y su familia habían llegado a Iznájar procedentes de algún pueblo de la provincia de Ciudad Real. María estaba acostumbrada a mudarse continuamente. Su padre nunca ponía reparos a un traslado, sobre todo si ello suponía un ascenso. Y, desde hacía meses, estaba esperando la comunicación de ambos. Pero lo guardaba en secreto. Su mujer, como siempre, sería la última en enterarse. Su hija tampoco necesitaba saberlo con mucha antelación. A ella le bastaba con saber que debía cambiar de casa y de amistades... de nuevo. Ambas mujeres debían aceptarlo de buen grado. Él era el cabeza de familia, el responsable de traer el dinero a casa; él tomaba las decisiones. No en vano ostentaba la autoridad dentro de la familia. Y ellas —esposa e hija— debían respetarlo y respetar sus decisiones, sin protestar, sin quejarse, entendiendo siempre su postura, apoyándolo sin rechistar. Pero aquella próxima vez —que él intuía cercana—, las cosas iban a cambiar. Alguien había encontrado una razón para quedarse. Por primera vez una de las mujeres de la familia estaba dispuesta a rebelarse contra la autoridad de la casa.
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