Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño

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Las golondrinas nunca regresan en otoño: краткое содержание, описание и аннотация

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Las golondrinas nunca regresan en otoño es un recorrido por la vida de su protagonista, Alejandro Cantero , una historia donde se habla de amor, sexo, soledad, celos, malos tratos; en definitiva, sobre las relaciones humanas.A caballo entre el género romántico, en ocasiones erótico, y costumbrista , esta novela juega en numerosos momentos con un lirismo caracterizado por su elegancia. Cabe destacar también la originalidad en su construcción, lo que convierte esta obra en un texto singular e interesante a partes iguales, donde el lector descubrirá diferentes atmósferas y múltiples subtramas , repartidas entre España y Francia.

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Comió en un restaurante cercano. De postre, un café con hielo y el primer cigarrillo del día. Apuró el café y dio la última calada al pitillo. Luego, tras pagar la cuenta, regresó a su piso, el mismo donde apenas dos meses antes, una tarde de viernes, había recibido aquel extraño paquete, un envío sin remitente, aquel “diario” que lo precipitó todo. Alejandro decidió meter una botella de vino en la nevera; aquella noche le vendría bien un trago. Luego cerró las ventanas y bajó las persianas. «Tienes que dormir un rato», se dijo y, a continuación se echó en el sofá, cerró los ojos y, poco después, cayó en una duermevela que no tardaría en verse interrumpida por aquel extraño sueño. Alejandro soñó que ella venía hacia él, sonriente, feliz... Pero nunca llegaba. Él la esperaba con los brazos abiertos, con todos los besos que tenía para ella, con todas las caricias que la distancia les había negado durante las últimas semanas y con aquel abrazo que tanto necesitaba ella la última vez que hablaron por teléfono. Mas ella no llegaba, al contrario, parecía alejarse de nuevo, al tiempo que la sonrisa iba desapareciendo de su rostro. Él intentaba coger su mano, pero entonces una fuerza invisible la arrastraba alejándolos cada vez más. Ella tenía miedo; él quería correr en su auxilio, pero sus pies no le obedecían. Y entonces intentaba gritar ¡no!, mas la voz no salía de su garganta. Solo cuando ella desapareció de su vista él consiguió gritar con todas sus fuerzas. Alejandro se despertó sobresaltado por su propio grito. Estaba agitado, con el corazón golpeándole violentamente contra el pecho y bañado en sudor. «Maldita pesadilla», murmuró. Pero al instante respiró aliviado. Solo había sido un mal sueño.

Alejandro Cantero miró el reloj. Aún faltaban muchas horas para llamarla, demasiadas horas sin nada que hacer y sin poder dormir, pues de sobra sabía que ya no volvería a conciliar el sueño hasta pasada la media noche. Decidió darse una ducha. Se duchó sin prisa, sintiendo el agua fresca resbalar por su piel, intentando abstraerse de todo al menos durante un rato, sabiendo que le sobraba demasiado tiempo. Apenas salió de la ducha se dispuso para afeitarse. El espejo le mostró su cara con barba de dos días y unas ojeras que apenas recordaba. Poco después, una vez afeitado, se puso un pantalón corto y una camiseta, se echó desodorante y unas gotas de perfume y se dirigió de nuevo al salón. Abrió el balcón y subió la persiana hasta arriba. A aquellas horas de la tarde los edificios más altos del lado oeste ya cubrían con sus sombras la terraza. La sombra y una suave brisa proveniente del mar invitaban a salir al exterior. Alejandro cogió la mecedora de mimbre —una de las primeras cosas que compró para su nueva vivienda— y fue a sentarse a la terraza. Y allí estuvo hasta el anochecer, recostado en la mecedora, mirando el reloj a cada instante, mientras su cuerpo y sus pensamientos se balanceaban al unísono. Cuando ya anochecía se levantó de la mecedora y se fue directo a la cocina. Descorchó la botella que había guardado en la nevera horas antes y se sirvió una copa de vino. Era un Ribera del Duero, «una botella de la mejor cosecha», le había dicho el cliente que se la regaló. Alejandro tomó un trago y paladeó el vino con deleite. «Muy bueno. Aunque un poco frío para mi gusto», pensó. Pero él sabía que, a temperatura ambiente y en aquel piso, el vino estaría demasiado caliente. Preparó un sándwich y se lo comió allí mismo, junto a la encimera de la cocina, sin siquiera sentarse. Luego, con la copa de vino aún medio llena, regresó a la terraza. Se sentó de nuevo en la mecedora, se tomó un trago y encendió un cigarro. Una calada al pitillo, otro trago de vino... Volvió a mirar el reloj. Aún seguían faltando varias horas.

Mientras esperaba la hora de hacer la llamada, Alejandro Cantero decidió pasar el tiempo leyendo. Pero aquella no sería una lectura cualquiera. Lo que se disponía a leer lo había escrito él mismo durante muchos meses y a más de mil doscientos kilómetros de Marbella, salvo el último capítulo, el que nunca habría escrito si no llega a ser por aquella separación temporal. Alejandro encendió el ordenador portátil, colocó el ratón sobre el icono de aquella carpeta cuyo contenido solo él conocía, hizo doble clip y, apenas la carpeta se abrió, empezó a leer desde la primera línea. «Aquella mañana de septiembre de 1944...». Se detuvo sin terminar la frase. Luego respiró profundo y empezó de nuevo.

CAPÍTULO III

LAS GOLONDRINAS

Aquella mañana de septiembre de 1944 me sorprendió no ver a las golondrinas en nuestro tejado. Desde hacía meses, cada mañana nada más levantarme, me asomaba a la puerta para verlas posadas sobre el caballete de las cuadras, en uniforme hilera de pechos blancos, caras rojas y con aquella banda azul oscuro que yo imaginaba como un pañuelo rodeando su cuello. Luego me quedaba un buen rato a contemplarlas, escuchando sus agradables gorjeos, absorto mientras ellas planeaban por encima de la casa o hacían repentinos quiebros en el aire, subiendo y bajando, batiendo sus alas con suavidad. A mí me parecía que estaban jugando. Recuerdo que me quedaba mirándolas ensimismado hasta que mi madre, después de llamarme varias veces para desayunar sin que yo le hiciera el menor caso, salía a buscarme y luego me llevaba dentro de la casa tirando de mi mano mientras yo caminaba sin dejar de mirar atrás.

Por aquella época ya me levantaba sin ayuda y sin que nadie me llamara. Cada mañana me despertaba temprano y salía corriendo a la calle, deseoso de contemplar las golondrinas. Pero aquella mañana de septiembre las golondrinas no estaban. Por un momento, desde la inocencia de mis casi cuatro años, pensé que no se habrían levantado todavía, que se habrían quedado dormidas. Luego recordé que había otro sitio donde les gustaba posarse. Doblé la esquina corriendo, esperando encontrarlas sobre los tejados traseros, o sobre las retamas junto a la vereda que unía la casa con la fuente. Pero allí tampoco estaban. Entonces me encaramé —no sin dificultad— sobre el peñasco de casi dos metros al que ya podía trepar sin ayuda y, desde su cima, oteé sin éxito el horizonte. Miré, y volví a mirar. Nada. Pero entonces se me ocurrió una idea: cerraría los ojos.

Seguro que cuando los abriera las golondrinas aparecerían como por arte de magia. Cerré los ojos varias veces mas, cuando los abría, tampoco estaban. Pero todavía confiaba en encontrarlas. Aún creía que bastaba con cerrar los ojos un poco más fuerte y volver a abrirlos para que ellas aparecieran, como aquellos trucos de mi padre cuando escondía un caramelo en sus manos y yo no conseguía encontrarlo, no hasta que él me decía «cierra los ojos», y yo los cerraba, y luego él decía «ya puedes abrirlos» y, cuando los abría, él me mostraba la mano todavía cerrada, entonces yo tiraba de sus dedos uno a uno y... “¡voila!”, allí estaba el caramelo. Y luego mi padre me cogía en sus brazos y yo me colgaba de su cuello convencido de haber descubierto el truco. Aquella mañana cerré y abrí los ojos muchas veces, incluso llamé a las golondrinas para que salieran de su escondite mientras yo tenía los ojos cerrados, porque seguro que se habían escondido, sin duda se trataba de un truco, uno como aquellos que sabía hacer mi padre y que tanto me divertían. Pero esta vez no había truco: las golondrinas no estaban, y no aparecerían por muy fuerte que yo cerrara los ojos.

Recuerdo que olía a tierra mojada, como solo huele la tierra tras las primeras lluvias de finales del verano. Recuerdo la voz de mi madre gritando mi nombre; recuerdo que corrí hacia el patio delantero, confiando en encontrar a las golondrinas sobre los caballetes de las cuadras, pero allí tampoco estaban. Y entonces la voz de mi madre se dejó oír con mayor insistencia, pero yo no la escuchaba. Seguía esperando que las golondrinas aparecieran como por arte de magia, creyendo que bastaría con cerrar los ojos bien fuerte la próxima vez. ¡Bendita inocencia! Porque hay que ser muy inocente para creer que basta cerrar los ojos, desear algo con todas nuestras fuerzas y esperar que suceda apenas los abramos de nuevo. ¡Ay!, la infancia. A esa edad todavía ignoramos que los sueños nunca se cumplen... salvo que dependa de nosotros y luchemos por ellos.

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