1 ...7 8 9 11 12 13 ...33 Alejandro Cantero movió la cabeza de un lado a otro. Quizás intentaba negar aquellos hechos; quizá solo pretendía escapar de aquel recuerdo. Se acomodó sobre la enorme piedra y, apenas unos segundos después, ya se había sumergido de nuevo en el pasado. Cerró los ojos y pudo ver a aquel niño corriendo por el camino de tierra. Se vio a sí mimo feliz, despreocupado, corriendo al encuentro de su madre que venía de la fuente con el cántaro en la cadera. Alejandro apretó los ojos con fuerza. Ella soltó el cántaro y lo cogió en brazos, lo besó en las mejillas, le sonrió con dulzura y le dijo que tenía que llevar el agua para la comida. Y pasaron lo años. Y ahora era él quién venía de la fuente con el cántaro al hombro y su madre lo estaba esperando con la misma sonrisa de siempre, con la misma dulzura en sus ojos. Encaramado sobre aquel peñasco, Alejandro inspiró profundo y dejó que sus sentidos se embriagaran con los aromas de una infancia alejada en el tiempo, aunque cercana en las sensaciones. Su infancia olía a tierra húmeda, a tierra caliente y húmeda con las primeras lluvias de final del verano; y también a rastrojos húmedos de rocío al amanecer, a risas, a flores de almendro, a días felices... Pero también olía a miedo, a ese miedo que provoca la represión. La mañana había empezado bien para Alejandro, pero se había torcido recordando aquellos años de injusticias, pues injusta era la persecución sistemática de analfabetos, campesinos inofensivos cuyo único delito consistía en haberse declarado “rojos” quizás envalentonados por unos vinos, unas copas que solo podían permitirse de tarde en tarde, unos tragos que necesitaban para que su propio silencio no les acabara explotando en las entrañas. Pero el caso del tío Andrés era diferente: él no era “rojo”, y nadie le oyó nunca hablar de política. Su único “delito” había sido enamorarse de la mujer equivocada, tener el atrevimiento de cortejarla, haber conquistado su corazón. Aunque nada era tan grave como el hecho de que ella rechazara al pretendiente que ya tenía asignado desde la cuna. En aquella época la hija de un terrateniente solo podía casarse con el hijo de un hacendado. «Nunca seré tuya. O me caso con Andrés Cantero, o me meto a monja». Esas fueron las palabras que condenaron al tío Andrés. Al día siguiente, alguien lo acusó de “rojo”. Su amada acabó recluida en un convento; él, muerto en una cuneta.
Sentado sobre aquel peñasco Alejandro Cantero experimentó una sensación de rabia contenida, una rabia que creía olvidada en los años de su juventud. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo y, afortunadamente, todo había cambiado. Segundos más tarde, Alejandro se bajó del peñasco. Era hora de alejarse de los recuerdos y volver a la realidad. Poco después se dirigió hacia la entrada del hotel. Luego subió a su habitación, se quitó la ropa, se puso un bañador y unas chanclas y, ataviado con un albornoz y una toalla al hombro, se dispuso para bajar a la zona SPA, otra de las razones para alojarse en aquel hotel rural. Decidió hacer el circuito completo. Primero, una ducha y luego unos segundos en contacto con el hielo, quince minutos sudando en el baño turco, unos breves instantes bajo la ducha de lluvia, relajación en el jacuzzi de burbujas, unas suaves brazadas en la piscina de frutas (limones y naranjas que aportaban una agradable sensación de frescor al ambiente), varias inmersiones fugaces en las piscinas de contrastes (caliente, frío; caliente, frío...) y, finalmente, una sesión de sauna. Alejandro volteó el reloj ubicado junto a la puerta, el cual derramaría su arena justo durante los quince minutos siguientes. Luego entró en la sauna, cerró la puerta y extendió la toalla húmeda en el asiento superior. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos mientras aspiraba las esencias de pino, sintiendo cómo aquel mar de sensaciones inundaba sus sentidos, cómo penetraba a través de los poros de su piel. Durante unos segundos, Alejandro experimentó aquella sensación de saludable bienestar que tanto apreciaba. Poco después, mientras se relajaba, pensó en sus padres, en sus vidas de penurias, en el miedo que pasaron durante la guerra y el que vino después para quedarse durante demasiados años: el miedo a la represión de la posguerra. Y también pensó en su tío Andrés, a quien apenas conoció, y en la mujer que le robó el corazón, una mujer dispuesta a todo por amor, valiente, incapaz de entregarse a quien no amaba. «¡Qué crueles son las guerras! Y cuán grande puede ser la crueldad de los vencedores», pensó. Aquella venganza se había cobrado dos víctimas: a una la sepultó bajo tierra; la otra acabó enterrada en vida. El tío Andrés no tuvo elección. Ella estaba dispuesta a cualquier cosa antes que a abrirle su corazón al verdugo del único hombre que amó, todo antes que entregarse al responsable —aunque no el ejecutor material— de una muerte “justificada” por “razones” políticas. El hombre que ordenó la muerte del tío Andrés nunca se manchó las manos de sangre, pero cargaría de por vida con una mancha más difícil de borrar, grabada a fuego en su conciencia, la mancha de la culpa.
Alejandro Cantero se sentó sobre las tablas, con la toalla enrollada en la cintura, sintiendo cómo el calor dilataba los poros de su piel al tiempo que sus músculos se relajaban. Habían caído diez minutos de arena en el reloj de la entrada. Cinco minutos más, y la sesión habría terminado. Apenas salió de la sauna Alejandro se dio una ducha de agua fría y, a continuación, abandonó el SPA en dirección a su habitación. Unas horas más tarde, tras una comida ligera, una breve siesta y un paseo por los alrededores, estaba de vuelta en la terraza, sentado a su mesa favorita. Aquella sería su última cena en el hotel y quería asegurarse las mejores vistas. Por primera vez desde que se alojó, Alejandro bajó sin su ordenador portátil. Aquella noche no pensaba escribir nada ni releer nada... Solo quería que el tiempo volara, que llegara la hora de llamarla. Cenó contemplando el embalse, el embarcadero, la “curva del adiós” —como la bautizó su madre—, la loma de los almendros... Cenó pensando en ella, deseando volver a abrazarla, preocupado por ella. En la mesa solo quedaba media copa de Rioja, un paquete de Chesterfield con algunos cigarrillos, un encendedor, un cenicero de cristal, y la impaciencia en unos dedos que no paraban de golpetear inconscientemente sobre el tablero. Miró el reloj. A aquellas horas ella y él estarían en la misma sala, compartiendo mesa, en un evento al que Alejandro no estaba invitado porque él no existía, de momento.
Aquella noche, a la hora convenida, Alejandro Cantero marcó los nueve números de siempre. Al otro lado, una voz emocionada, feliz.
—¿Qué tal ha ido todo? —le preguntó, apenas ella descolgó el auricular.
—Muy bien. Todo ha ido muy bien.
—Me alegro, mi amor. ¡No sabes cuánto me alegro!
—Gracias, cariño. ¿Sabes? Piedad estaba tan guapa, tan feliz... Mi niña... ¡Cómo ha pasado el tiempo!
—Estoy feliz. Por ti, por ellos...
Silencio; un breve silencio. Y una sonrisa. Y luego un amago de risa emocionada. Y un suspiro liberador después de tanta tensión acumulada. Y unas lágrimas que él hubiera deseado secar con sus dedos, con besos, enjugar con un abrazo, uno de esos abrazos que alivian los pesares, que espantan los miedos, uno de esos abrazos que ayudan a llorar cuando más lo necesitamos.
—Sabes que me hubiera gustado estar ahí, a tu lado.
—Sabes que no era posible
—Lo sé... ¡Te he echado tanto de menos!
—Y yo a ti. Pero pronto estaré de vuelta.
—No veo el momento de abrazarte.
Ella se remueve en la silla, impaciente, como si no pudiera esperar ni un minuto más para echarse en sus brazos.
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