1 ...6 7 8 10 11 12 ...33 Alejandro Cantero se fue alejando de la fuente en dirección al hotel, caminando sin prisa sobre el asfalto que ocultaba la antigua vereda. Muchos años antes, sus pisadas contribuyeron a hacer aquel camino desde hacía tiempo enterrado bajo el negro pavimento. Mientras caminaba, observó sobre el talud algunas de las retamas entre las que, muchos años antes, jugaba al escondite con sus hermanos; retamas ya viejas y llenas de verrugas, viejas como el alma de los viejos, aunque muchos parezcan jóvenes por su edad. Pero comprobó con satisfacción que seguían dando brotes nuevos, llenos de vida como el alma de los jóvenes, aunque algunos tengan edad de ancianos. Poco después llegó a la parte trasera del hotel, atravesó la explanada de los aparcamientos y se encaramó sobre aquel enorme peñasco, testigo impasible del paso del tiempo. La primera vez, muchos años antes, necesitó la ayuda de su padre para encaramarse a la parte más alta de aquella mole de piedra. De niño le gustaba trepar a aquella peña. Desde que era un niño, Alejandro disfrutaba subiéndose a cualquier cosa que le proporcionara unas buenas vistas. Tocó la piedra, la acarició, recorrió cada uno de sus pliegues, pero sus dedos no encontraron nada nuevo. Era como si el viento, la lluvia, el granizo y la nieve de varias décadas no hubieran dejado su huella en aquel inalterado peñasco. «A veces deberíamos ser piedra para no sufrir los golpes de la vida, para no cargar con tantas cicatrices», pensó. Pero luego retrocedió unos meses en el tiempo, y unos años, y algunas décadas... Y entonces comprendió que el dolor es inevitable, que forma parte de la vida como los errores, el arrepentimiento, la culpa... Cuando nacemos solo nos dan una vida, no tenemos más, pero perdemos nuestro tiempo dudando, temiendo equivocarnos, temiendo fracasar, temiendo sufrir, ignorando que nuestra vida solo es nuestra cuando decidimos qué hacer con ella, cuando pasamos a la acción. A menudo nuestros miedos nos mantienen indecisos, nos hacer permanecer pasivos. Y es entonces cuando la vida nos arrastra a donde seguramente no queríamos ir. Alejandro Cantero lo sabía bien. Lo supo muchos años antes, cuando empezó a preguntarse qué habría pasado si...
Miró su reloj. Eran las 11:45 de aquella calurosa mañana de primeros de septiembre. «En menos de 24 horas estaré camino de Marbella», pensó. Marbella había sido su punto de partida, el lugar donde empezaba una nueva etapa. Lo que Alejandro Cantero nunca hubiera podido imaginar era la sorpresa que le reservaba el destino. Por un instante cerró los ojos y revivió aquel inesperado reencuentro. Y recordó aquella “primera” cita cuando ya no esperaban tener más citas. Y evocó la noche de la primera cena... Y se acordó de aquel hombre de barba blanca y gafas oscuras, un hombre que parecía estar observándolo mientras fingía leer el periódico. ¿Dónde había visto antes aquella cara? ¿Se conocían? Él no estaba seguro de conocerlo, pero aquel hombre de pelo cano y barba bien cuidada parecía saber quién era él. Eso le inquietó momentáneamente, solo el tiempo que tardó en verla aparecer por el callejón empedrado. Luego, apenas ella se sentó frente a él, el resto del mundo dejó de existir.
Alejandro Cantero se giró sobre el peñasco. Un poco más abajo, a escasos cien metros de la casa, jugaba con sus hermanos un atardecer de muchos años antes cuando, del cielo anubarrado y plomizo, empezaron a caer los níveos copos, aquel desconocido elemento que pintó de blanco la tarde, la noche y el amanecer de uno de los días más divertidos de su infancia, y también uno de los más felices. A la mañana siguiente, mientras su padre, a golpe de pala abría un camino en la nieve para poder llegar hasta las cuadras, él experimentó una sensación nueva, una de esas sensaciones que no se olvidan con el paso de los años, el placer de sentir la nieve crujiendo bajos sus pies. Luego hicieron un gran muñeco de nieve. Colaboraron todos, su padre, su madre, sus hermanos y él. «Lo haremos en la parte de atrás de la casa, donde el sol apenas lo calentará unas pocas horas al día. Así aguantará más tiempo sin derretirse», dijo su padre. La sombra de la casa y las heladas nocturnas que siguieron al día de la gran nevada permitieron al muñeco mantenerse de pie durante casi una semana. Nunca se habían divertido tanto todos juntos; nunca se habían revolcado todos juntos por el suelo como hicieron aquel día con la excusa de la nieve y nunca más volvieron a hacerlo. Quizá por eso, Alejandro tenía aquella obsesión por jugar con sus hijos, incluso cuando ellos hacía tiempo ya que no querían jugar con sus padres, con él y con su esposa.
Alejandro Cantero cerró los ojos y se dejó envolver por los recuerdos. Habían pasado cuarenta y muchos años desde aquella tarde. Él estaba sentado allí mismo, sobre el pedrusco al que ya podía encaramarse solo, con dificultades, pero sin ayuda de nadie. Su madre venía de la fuente con el cántaro en la cadera; sus hermanos y él la esperaban impacientes. Hacía casi diez minutos que había dejado de perseguirlos alrededor del peñasco. «Tengo que traer agua para la cena», les había dicho. Los niños dieron por sentado que volvería a jugar con ellos apenas bajara el cántaro de su cadera. Ella siempre lo hacía, no importaba lo cansada que estuviera. Pero aquella tarde se acabaron los juegos de forma repentina. Aquella tarde solo habría lugar para el silencio y el miedo. Ella venía por la vereda con el cántaro en la cadera, andando ladeada por el peso del agua y los niños se disponían a salir corriendo a recibirla, como hacían siempre. Pero entonces, aquellos dos hombres surgieron de la nada y se detuvieron en medio de la vereda, justo delante de su madre. Ellos parecían amables; ella se puso muy nerviosa. Ellos le dijeron que solo querían hablar con él; ella no pudo disimular su miedo. Alejandro y sus hermanos corrieron a esconderse, instintivamente, alertados por un peligro que intuyeron a pesar de la aparente calma de aquellos hombres. Se escondieron en el verde trigo, apretados los unos contra los otros, en silencio, temblando de miedo, sin saber muy bien a qué —o a quién— temían. En aquel trigal verde como la primavera, y salpicado de amapolas rojas como la sangre derramada de tantos inocentes, Alejandro y sus hermanos permanecieron escondidos unos minutos que a ellos les parecieron una eternidad. Allí solían esconderse con frecuencia, pero esta vez era diferente: no estaban jugando al escondite, ni deberían esforzarse por aguantar la risa para no ser descubiertos. Por primera vez el juego consistía en controlar el miedo que hacía temblar sus piernas. Alejandro y sus hermanos no salieron de su escondite hasta que aquellos hombres se hubieron marchado y su madre empezó a llamarlos. Es lo que debían hacer en caso de peligro, así se lo habían enseñado sus padres. Aquella tarde, tras hablar con aquellos extraños, la voz de su madre les sonó diferente, como si se le quebrara en la garganta, como si le faltara el aire para llegar hasta sus labios. «Mamá, ¿quién eran esos hombres?», le preguntaron. «Nadie, hijos... No eran nadie». Pero su madre les obligó a entrar en la casa, cerró la puerta con llave y echó la tranca a pesar de que aún faltaban horas para la noche. Ellos siguieron haciendo preguntas; su madre siguió tragándose las respuestas. Y cuando su padre volvió de trabajar los niños le preguntaron quiénes eran aquellos hombres, mas no obtuvieron contestación alguna. Ellos siguieron preguntando, pero su insistencia solo sirvió para poner a su padre nervioso primero y furioso después; o quizá solo estaba preocupado, o tal vez muy asustado. Ellos no entendían nada. Él los mandó a su cuarto más temprano que de costumbre. Nadie les dijo quiénes eran aquellos hombres; nadie les explicó qué querían. Pero oyeron a sus padres hablar del riesgo de no mantener la boca cerrada, de la conveniencia de callarse según qué cosas, de un señor llamado Franco, de una señora llamada Dictadura... Y unos días después supieron que el tío Andrés había muerto. Y unos años más tarde, alguien les dijo que aquellos dos hombres buscaban al tío Andrés.
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