Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño

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Las golondrinas nunca regresan en otoño: краткое содержание, описание и аннотация

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Las golondrinas nunca regresan en otoño es un recorrido por la vida de su protagonista, Alejandro Cantero , una historia donde se habla de amor, sexo, soledad, celos, malos tratos; en definitiva, sobre las relaciones humanas.A caballo entre el género romántico, en ocasiones erótico, y costumbrista , esta novela juega en numerosos momentos con un lirismo caracterizado por su elegancia. Cabe destacar también la originalidad en su construcción, lo que convierte esta obra en un texto singular e interesante a partes iguales, donde el lector descubrirá diferentes atmósferas y múltiples subtramas , repartidas entre España y Francia.

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—Ya falta menos, cariño.

—Sabes que te quiero, ¿verdad?

La voz de él suena en su oído, acariciándolo casi.

—Lo sé. Aunque no más que yo a ti.

—¿Sabes? —dice él tras un breve silencio—, ahora mismo me conformaría con una sonrisa tuya, con saber que estás sonriendo.

Y ella sonríe complacida.

—Pues ya me has hecho sonreír —le dice.

—Lástima que no pueda verte. Espero que un día estos trastos tengan pantalla.

Y ella vuelve a sonreír al otro lado del teléfono, a cientos de kilómetros.

—¡Qué cosas tienes!

—¿Te imaginas? Un teléfono que te permitiera ver a la otra persona mientras...

Él no termina la frase; ella ríe intentando imaginar ese teléfono con pantalla. Una de las cosas que más le gusta de Alejandro es su capacidad para imaginar imposibles y esa inocencia que no ha perdido del todo con los años, y que siga siendo un soñador...

—¿Te imaginas poder vernos mientras hablamos? —insiste él.

Y ella ríe su ocurrencia; está feliz, relajada de nuevo. Y él suspira aliviado; todo ha salido bien, de momento.

Aquella noche, su última noche en aquel hotel rural, Alejandro Cantero se acostó tarde, y se durmió mucho más tarde. En menos de veinticuatro horas estaría de vuelta en su piso de Marbella y en solo unos días estarían juntos de nuevo. Había llegado al hotel hacía casi dos semanas, unos días antes de una fecha de triste recuerdo, el más triste de todos sus recuerdos. Alejandro había escogido aquel lugar por Lisa y Desmond, y porque le acercaba a sus recuerdos, unos recuerdos que había decidido guardar por temor a que se perdieran entre las brumas del tiempo, unas memorias a las que acudir cuando su memoria se tornara difusa, cuando ya no pudiera rescatar los momentos que marcaron su vida, una vida llena de altibajos, como casi todas las vidas. Y también había elegido aquel hotel por las cenas en aquella terraza siempre llena, las noches impregnadas de aromas de su infancia y la posibilidad de ver despuntar el día desde el mismo lugar donde, muchos años antes, descubrió la magia del amanecer.

A la mañana siguiente Alejandro Cantero se levantó temprano, justo a tiempo de ver amanecer. En solo unas horas se marcharía de su casa. Sí, aquella siempre sería su casa. No importaba que el empedrado del antiguo patio hubiera desaparecido bajo las losas de barro cocido ni que fueran otras las golondrinas que se posaban sobre los caballetes del tejado. Ni siquiera importaba que apenas quedara nada de la vivienda original. A Alejandro le bastaba cerrar los ojos para despertar los ecos dormidos de las voces de sus padres, de las risas de sus hermanos. Ya había amanecido por completo, pero él seguía asomado a la terraza de su habitación, recorriendo con la vista el escenario de sus primeros pasos, deteniéndose en el rincón donde dormía con su padre en las noches de verano, donde aprendió los nombres de las estrellas («papá, ¿esa por qué se llama como la abuela?». «Porque es la más brillante de todas»), donde descubrió que ninguno de sus miedos sobrevivía al abrazo de su padre. Sonrió. Siempre sonreía recordando la primera noche que durmió con él al raso, sobre aquel jergón de paja, en aquel patio con vistas al cielo de un verano perpetuado en su memoria. Pero, en aquella casa, también había experimentado su primer desengaño. «Las golondrinas nunca regresan en otoño», le dijo su padre. Y aquella mañana de un septiembre de su infancia, Alejandro tuvo que enfrentarse a la cruda realidad: había algunas cosas que ni siquiera su padre podía conseguir para él.

Eran las 11:40 del domingo 2 de septiembre de 1990. Aún faltaban veinte minutos para la hora de dejar la habitación cuando Alejandro Cantero cerró la puerta y bajó las escaleras en dirección al restaurante. Apenas verlo, Lisa se fijó en el mensaje de su camiseta. «Un regalo de mi hija», dijo Alejandro a modo de respuesta, a la pregunta que ella solo había formulado con los ojos. Si tu aimes la vie, la vie t’aime aussi, leyó Lisa en voz alta. Un breve silencio mientras ella lo traducía mentalmente, primero del francés al inglés, y luego del inglés al español. «Si amas la vida, la vida también te ama», dijo Lisa, una vez terminadas sus traducciones. Alejandro sonrió. Quizá pensando en las traducciones de Lisa; quizá porque estaba pensando en su hija. «Tu hija debe ser una persona muy especial», le dijo. «Lo es, Lisa. Y no lo digo porque sea mi hija». En ese momento Desmond se acercó con una jarra de cerveza en cada mano.

—¿Una caña? —dijo dirigiéndose a Alejandro.

—Vale. Pero si eso es una caña, ¿a qué le llamas tú un “tanque”?

—A aquellas de allí —dijo Desmond mostrando su amplia sonrisa, y señalando por encima de la barra, justo donde colgaban varias jarras de no menos de litro y medio cada una— ¿Quieres uno? Invita la casa.

Alejandro miró los “tanques”, y los imaginó llenos de cerveza.

—No, gracias. Con esta voy bien servido.

Ambos sonrieron. Luego Desmond se dirigió a Lisa, diciendo:

—Cariño, ¿te sirvo una?

—Venga. La ocasión la merece.

Desmond sirvió una jarra de cerveza a Lisa, y los tres bebieron y charlaron durante unos minutos.

—Bueno, ha llegado la hora de irme —dijo Alejandro poco después.

—Esperamos verte pronto por aquí, aunque solo sea de paso —dijo Lisa.

—Cuenta con ello. Vendremos pronto.

«Vendremos»... Le acababa de traicionar el subconsciente, pero no pareció importarle. Lisa y Desmond ya conocían la identidad de la mujer a la que llamaba cada noche. Y también sabían que era una de las protagonistas principales de su “historia”, aquella que guardaba en una carpeta de su ordenador portátil, aunque él se empeñara en decir que solo era una recopilación de sus recuerdos.

Unos minutos después, tras despedirse de sus anfitriones, el huésped de la habitación con vistas al amanecer salió del restaurante. «Los amigos, como el amor, no se buscan, se encuentran», pensaba mientras se dirigía hacia el aparcamiento trasero. Alejandro Cantero metió la maleta, una bolsa con la ropa sucia y el ordenador portátil en el maletero del coche. La Polaroid y el bolso marrón le acompañarían en el asiento del copiloto. Puso el motor en marcha, encendió el aire acondicionado y luego bajó del vehículo. Dentro del habitáculo el calor era insoportable. Poco más tarde, tras esperar un tiempo prudencial, subió de nuevo a su automóvil. Instantes después el Peugeot 405 enfiló la estrecha pero asfaltada carretera en dirección a la fuente, bajó la cuesta hasta llegar a la carretera principal y, tras detenerse unos segundos en el stop, se incorporó a la misma. Alejandro condujo unos quinientos metros hasta llegar a la curva por donde, varias décadas antes, desapareció una mañana de finales de verano. Se marchaba para no volver, al menos en mucho tiempo, pero volvió dos años más tarde, aunque solo por unos días y porque no soportaba más tiempo sin ver a su familia. Ahora, casi treinta años después, había vuelto para quedarse y lo había hecho por las mismas razones que le empujaron a marcharse. Alejandro detuvo el coche en el margen izquierdo de la carretera, a escasos metros de donde partía una vereda descendente que conducía al embalse. Cogió la cámara de fotos y bajó por la pequeña pendiente hasta llegar a la pasarela de madera. Instantes después, apoyado en el pasamanos del fondo, tomaba fotos del embalse, el embarcadero, la desembocadura del arroyo... «Le hará ilusión verlas», pensó. Unos minutos más tarde subió al coche y se puso en marcha de nuevo. Siguiente parada, Marbella.

Casi media hora después de lo previsto Alejandro Cantero estaba aparcando en la calle Valencia, a escasos metros de su portal. «Paciencia. Es parte del precio a pagar por vivir en la costa», se había dicho un buen rato antes, mientras conducía por la abarrotada A7. Alejandro hizo girar la llave en la cerradura del portal, empujó la pesada puerta y arrastró su escaso equipaje hasta el bajo 2. Antes de abrir miró el buzón. Nada. Solo publicidad. Abrió la puerta del piso y entró. Silencio. El mismo silencio del que había huido tras la despedida apenas un par de semanas antes. Instantes después, tras dejar la maleta y el resto del equipaje en la habitación de invitados, abrió las ventanas para ventilar el piso, subió parcialmente las persianas y, luego de refrescarse la cara y las manos en el baño, cogió el bolso de piel marrón y salió a la calle bajo un sol de justicia.

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