Al día siguiente, el primero de mi nueva vida, me levanté temprano y sin que nadie me llamara. A la misma hora de siempre me bajé de la cama y, corriendo, salí a la calle con la vaga esperanza de encontrar a las golondrinas sobre nuestros tejados. Pero aquellas avecillas por las que aprendí a levantarme solo, aquellas infieles a las que yo seguía amando igual, estaban lejos, a miles de kilómetros, a muchos meses de distancia. Tenía que aceptarlo, se habían marchado y tardarían mucho tiempo en volver. Pero yo las esperaría el tiempo que hiciera falta, ilusionado con su regreso, como esperamos a quienes nos hacen sonreír por dentro. Mas, después de unos días sin ver a las golondrinas, perdí las ganas de madrugar. Me seguía despertando a la misma hora pero me quedaba en la cama. Las razones por las que cada mañana salía corriendo a la calle hacía ya días que habían volado de nuestros tejados, de mi vida. Empecé a levantarme cada vez más tarde y, cuando por fin me levantaba, iba directo a la mesa, cabizbajo, cargando sobre mis débiles hombros a aquel hombre prematuro, un hombre que se había apoderado de mi alma de niño. En aquellas mañanas de finales de verano descubrí lo triste que resulta amanecer a un día sin expectativas, levantarte de la cama solo porque te obliga el hambre. Una mañana de principios de otoño no me levanté, ni pronto ni tarde. Cuando mi madre entró en la habitación me encontró despierto, con la mirada fija en la puerta, esperando verla entrar. «¿No te levantas?», me preguntó. Yo moví la cabeza de un lado a otro. «¿No tienes hambre?». Esta vez moví la cabeza afirmativamente. Mi madre me miró en silencio, leyendo en mis ojos lo que yo gritaba sin palabras. «Anda, ven aquí», dijo retirando las sábanas y cogiéndome en brazos. Y yo me abracé a su cuello. La abracé como si temiese que fuera a soltarme, como no me abrazaba a ella desde que aprendí a levantarme solo, desde antes de salir corriendo cada mañana para contemplar a las golondrinas, cuando todos decían que me estaba haciendo mayor y yo quería hacerme mayor a toda prisa. Pero en aquel momento no me importó renunciar a mi nuevo estatus de hombre; en aquel momento lo único que deseaba era retroceder a los días felices de mi recién perdida infancia, aquellos días en que todos me mimaban y todavía podía llorar.
Unos días después de aquel abrazo con mi madre sucedió algo inesperado. Era temprano; recuerdo que el sol aún no había llegado a mi ventana y yo aún me estaba desperezando, cuando escuché que mi padre me llamaba desde el patio.
—¡Alejandro, ven! ¡Corre!
Aquella emoción en su voz traía implícita la promesa de algo muy interesante, pero ni siquiera se me ocurrió pensar en las golondrinas.
—¡Corre a verlas! —gritaba mi padre con el entusiasmo de un niño vibrando en su voz.
Me bajé de la cama y corrí hacia el patio. Mi padre se agachó ligeramente al verme llegar y yo salté a sus brazos, contagiado de su emoción, pero sin sospechar a qué se debía aquel apremio. Yo me abracé a su cuello; él señaló un punto en el horizonte.
—¡Allí! ¡Mira allí! —me repetía, señalando un punto entre el cerro y el cielo.
—¡Papá, ya las veo! —grité emocionado apenas divisé unos puntos negros alejándose hacia el sur mientras mi madre, unos pasos por detrás de nosotros, contemplaba la escena con mi hermana pequeña en brazos.
—¿Recuerdas lo que te dije?
Me quedé pensativo. Mi padre me había contado muchas cosas de las golondrinas, pero yo solo podía recordar que no regresaban en otoño.
—Ahora se van al sur, pero solo porque no les gusta el frío —dijo mi padre.
—A mí tampoco me gusta —dije con voz tristona.
Mi padre no pudo evitar reírse; mi madre también rio mientras se acercaba a nosotros con la pequeña en brazos y seguida de mis otros hermanos.
—Pero nosotros somos diferentes. Somos personas, no pájaros —dijo mi padre.
No supe qué decir. Todo cuanto se me ocurrió fue abrazarme más fuerte a su cuello. Y luego nos abrazamos todos. Y mi padre volvió a señalar con el dedo hacia aquel punto en el horizonte, el punto donde las golondrinas empezaron a difuminarse en el amanecer de un día inolvidable porque nunca olvidé que mi padre pensó en mí nada más ver a las golondrinas, porque nos habíamos abrazado todos a la vez, y porque había podido despedirme de mis amigas viajeras a las que no les gustaba el frío. Permanecí unos instantes mirando aquel punto indefinido donde las golondrinas se hicieron invisibles, intentando recomponer mis remotas esperanzas de verlas regresar, remendando los jirones de una niñez desgarrada por la fuerza del desengaño, aplastada por el peso de la realidad. Cerré los ojos y las imaginé volando de vuelta a nuestros tejados, pero las golondrinas no volvieron. Finalmente, mi padre me levantó por encima de su cabeza y me sentó sobre sus hombros sujetándome por las axilas.
—¡Vamos a desayunar! —dijo—. Pero hoy, ¡a caballito!
Y todos, yo a caballito y mi hermana en brazos, nos dirigimos hacia la entrada de la casa. Pero antes de entrar aún tuve tiempo para girarme y decir “adiós” a las golondrinas. Agité la mano repetidamente en dirección hacia donde las vi por última vez en señal de despedida. Quizá no pudieran verme, mas yo necesitaba despedirme de ellas. Las golondrinas se iban para no volver en mucho tiempo, pero les había dicho adiós y cuánto las extrañaría. Quizá por eso, aquella mañana me senté a la mesa con una sensación nueva, desconocida hasta entonces, una extraña mezcla de alivio y tristeza. Porque nunca estamos preparados para decir adiós a quienes nos alegran la vida, pero siempre es más fácil hacerlo cuando les hemos dicho cuánto nos importan. Yo se lo había dicho, en silencio, desde el fondo de mi corazón, aunque ellas no pudiera oírme. O quizá sí. ¿Cómo podemos saberlo? ¿Acaso alguien conoce el alcance de las palabras que callamos mientras es nuestro corazón el que las grita? Aquel día empecé a recuperar mis ganas de levantarme por la mañana. A partir del día siguiente volví a levantarme solo, sin necesidad de que mi madre fuera a buscarme a la cama.
Corría la primavera de 1961 cuando me vi enfrentado a aquellos ojos negros, unos ojos que se me clavaron en el alma para siempre, una mirada que cambiaría mi vida. El sol se perdía por el horizonte cuando nos vimos por primera vez. Aquel atardecer, la resuelta mano del destino insondable pasó hoja en el libro de mi vida enfrentándome a una de las páginas más relevantes de esta historia, una historia que no empezaría a escribirse — literalmente hablando— hasta veintiocho años, seis meses y diecisiete días más tarde. Era una noche triste y fría, en una casa solitaria y triste, cuando las primeras líneas de esta historia empezaron a desfilar por la pantalla de mi ordenador. Después, durante meses, yo intentaría escapar de la soledad tecleando recuerdos, unos recuerdos que me transportaban a momentos menos dolorosos, más divertidos, incluso felices.
Era domingo, el último domingo de mayo. Caía la tarde en Iznájar, en mi pueblo, un pueblecito del sur de la provincia de Córdoba al que ella había llegado gracias al destino, al penúltimo destino de su padre. El sol descendía hacia el horizonte. Era el momento perfecto para subir hasta el mirador y, desde allí, muchos metros por encima del río, contemplar la puesta del sol. En aquella época el Genil solo era un río, un perpetuo discurrir de verde linfa, el espejo donde se miraban los paisajes de mi niñez. Pero, con el tiempo, el río acabaría convirtiéndose en embalse, en el “lago” más grande de Andalucía. El pantano cambiaría la fisonomía del paisaje, incluso la vida de muchas personas que nunca volverían a mirar aquellas aguas con los mismos ojos. Para nosotros, sin embargo, el Genil siempre será aquel río cuyas aguas mojaban nuestros cuerpos desnudos.
Читать дальше