—Cuéntame alguna leyenda —dijo apretándose contra mí.
—Cuenta la leyenda que, allá por el año 911...
Y así fue como le conté a María la leyenda de Fasl ben Salama, Gobernador de Hisn-Ashar, como llamaban a Iznájar los árabes. Fasl ben Salama era un muladí rebelde. Cuentan que, en el año 911, una vez más, enarboló la bandera de la rebeldía frente al poder de Abd Allah I, séptimo Emir Omeya de Córdoba. El Gobernador de Hisn-Ashar se rebeló contra el poder central pero su pueblo, temiendo las sangrientas represalias del emir —cada acto de rebeldía de su gobernador había acabado en asedio, y muchos de sus habitantes pasados a cuchillo—, decidieron cortar por lo sano.
—¿Y qué pasó? —preguntó María intrigada.
—Fasl ben Salama fue degollado por su propio pueblo y su cabeza enviada al emir en señal de sumisión.
María abrió los ojos un poco más y sus pupilas brillaron en la noche.
—Así —continué— fue como los habitantes de Hisn-Ashar se libraron de las seguras represalias del emir.
—... Y perdieron una oportunidad de liberarse de su opresor —dijo María. Su respuesta me hizo asentir. Los dos lo veíamos con los mismos ojos, pero...
—Ese ha sido siempre uno de los grandes dilemas del ser humano cuando se ha sentido oprimido, resignarse ante las injusticias y la opresión o rebelarse frente al poder establecido. —Hice una pausa antes de continuar— La pregunta es si estamos dispuestos a luchar por una vida más justa, a pagar el precio de nuestra libertad. La cuestión es si vale la pena arriesgarlo todo, incluso la propia vida si fuera necesario.
—Solo gana quien arriesga —dijo María.
Nos quedamos un instante en silencio, mirándonos en la penumbra. Luego la rodeé con mi brazo y ella apoyó su cabeza en mi hombro. Yo la estreché un poco más y ella se apretó contra mi cuerpo. Me incliné ligeramente y María levantó sus ojos hacia mí. Y nos quedamos frente a frente, en silencio, acariciándonos con la mirada, rozándonos con el aliento. Acaricié su cara despacio, dejando mis dedos resbalar desde el lóbulo de su oreja hasta su barbilla... Y sentí cómo sus labios se separaban despacio, poro a poro, cómo se agitaba su respiración... Y rocé con mis labios sus labios húmedos, esponjosos, entregados... Y besé ligeramente su labio superior, y luego su labio inferior... Nuestras bocas se entregaron en un beso apasionado, atrapándose mutuamente, descubriéndose, gustándose, condenándose a necesitarse a partir de aquel primer beso. Y se abrieron más y nuestras lenguas se buscaron, se enredaron y no dejaron de jugar a atraparse mutuamente hasta que nos faltó el aliento. María se colgó de mi cuello. Yo la cogí en brazos y la senté sobre mis piernas, de lado, sin dejar de abrazarla, dejándome abrazar. Y así, el uno en brazos del otro por primera vez, nos estuvimos besando hasta que ella puso su dedo índice sobre mis labios.
—Es muy tarde... Me tengo que ir —dijo.
Pero seguimos besándonos, acariciándonos, sintiendo que la noche se detenía, sabiendo que nada sería igual a partir de entonces. No sabría decir cuánto tiempo tardamos en separamos, en decirnos «hasta mañana». Solo recuerdo que ya era demasiado tarde para recuperar nuestras vidas anteriores, cuando aún no se habían encontrado nuestros labios, antes de sentirnos unidos por aquella fuerza irresistible, maravillosa, aquella sensación de estar vivos en la mirada del otro, en la piel del otro y en nuestra propia piel, que ya no sabría vivir sin el contacto con la piel amada. Recuerdo la voz susurrante de María, su acento, su castellano perfecto. A ella le gustaba mi forma de hablar; decía que mi acento andaluz la había cautivado desde el principio, que se quedaba embelesada escuchándome.
Aquella sería la primera de muchas citas bajo las estrellas. Cada noche, yo la esperaba en el lugar acordado. Y cada noche, a unos pocos centenares de metros, en su habitación de la casa cuartel de la Guardia Civil, María, aprovechando la oscuridad y que su casa daba a la calle de arriba, se descolgaba desde la ventana del primer piso hasta la acera. Lo hacía en silencio, dejando la ventana entreabierta para poder entrar cuando regresara, descalza para no dejar huellas en la pared, con las chanclas atadas y colgadas al cuello, mirando continuamente a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie la había visto, sintiendo el corazón latir en su garganta, golpeándole en el pecho, con las piernas temblando por la emoción de vernos y el miedo a ser descubierta. Una vez en la acera recorría la distancia hasta el mirador sigilosamente, caminando junto a la pared, confundiéndose con las sombras de la noche, conteniendo la respiración, escudriñando cada calle antes de doblar la esquina. María acudía cada noche a nuestra cita arriesgando mucho más que una bofetada y un castigo ejemplar. Y lo hacía en plena noche, sola. «Es mejor que me esperes aquí. Juntos nos sería más difícil ocultarnos», me dijo cuando yo le propuse esperarla tras el cuartel, a escasos metros de su ventana.
Yo la esperaba al pie de las escalaras, nervioso, ansiando su llegada, temiendo que no viniera. Pero María no faltó ninguna noche de aquella semana. Ella bajaba las escaleras corriendo y se echaba en mis brazos apenas verme. Yo la abrazaba y nos besábamos hasta perder el aliento. Y luego nos sentábamos sobre la yerba, con la espalda apoyada en el muro y el castillo frente a nosotros. Y allí, bajo un cielo claro y cómplice de nuestro amor, María y yo compartíamos leyendas de otra época, besándonos a cada instante, acariciándonos, descubriendo la piel del otro, con la torpeza de la inexperiencia, con la emoción única de la primera vez, de las primeras veces. Después de varias citas las leyendas se nos acabaron; fue entonces cuando empezamos a inventarlas. Jugábamos a imaginar las vidas de los habitantes de Hisn-Ashar en tiempos del emirato de Abd Allah I. Inventábamos historias de amor, historias de amores prohibidos pero siempre con final feliz y siempre de jóvenes valientes dispuestos a desafiar al mundo por amor, todo antes que renunciar a estar juntos. Aquellas noches de finales de una primavera cálida e inolvidable su pelo se convirtió en la enredadera de mis dedos, la suave piel de su cuello se quedó grabada en mis labios para siempre, sus manos despertaron en mí sensaciones desconocidas, nuestras bocas... Pero los besos aceleraban las manecillas del reloj, las caricias hacían galopar el tiempo... Antes de darnos cuenta nuestra primera semana ya se había pasado y, con ella, el turno de noche del cabo Anselmo. Con su padre en casa escaparse de noche era impensable. María no podía arriesgarse tanto; si él la descubría no solo se acabarían nuestras citas, para ella se acabarían muchas cosas, demasiadas. Yo no podía permitirlo, no me lo hubiera perdonado en la vida. El cabo Anselmo jamás consentiría que su hija tuviera relaciones con un don nadie, mucho menos con un Cantero. María y yo lo sabíamos y sabíamos que no dudaría en tomar las medidas que fueran necesarias con tal de impedirlo. Porque Anselmo Arranz era capaz de cualquier cosa por su hija, incluso de manipular su vida. Él sabía mejor que nadie lo que más convenía a su única descendiente, o eso creía entonces. Anselmo era un hombre resuelto, decidido, dominante, violento a veces, pero nunca hubiéramos podido imaginar de lo que sería capaz. No obstante, solo tardaría unos meses en dar muestras de ello, en empezar a torcer voluntades, ocultando la verdad, falseando la realidad. Mas, unos años más tarde, muy a pesar suyo, Anselmo Arranz empezaría a comprender que se había equivocado y, mucho tiempo después, decidiría que había llegado el momento de enmendar su error al precio que fuera.
Aquella semana, cuando su padre terminó el turno de noche, María y yo nos vimos obligados a aceptar la realidad: nuestras citas nocturnas se habían terminado, de momento. Quizá por eso aquella última noche de aquella primera semana la vivimos con tanta intensidad. Tal vez por eso alargamos nuestro encuentro más de lo habitual. Quizá fue por eso que nos besamos en los labios con aquella pasión desmedida mientras nuestras manos impacientes buceaban bajo la ropa, acariciando con dedos trémulos la piel ignota y tersa, despertando sensaciones desconocidas hasta entonces. Aquella noche percibí en su boca la desesperación, la necesidad de los besos que no nos daríamos durante días, el miedo a perder lo que le hacía desafiar lo establecido. Y yo supe que no soportaría los días sin sus manos en mi nuca, sin su cuerpo entre mis brazos... Aquella noche de junio, bajo un cielo poblado de estrellas, nos prometimos que nada ni nadie se interpondría entre nosotros. Aunque quizás infravaloramos a nuestro enemigo.
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