Paco Sánchez - Las golondrinas nunca regresan en otoño

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Las golondrinas nunca regresan en otoño: краткое содержание, описание и аннотация

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Las golondrinas nunca regresan en otoño es un recorrido por la vida de su protagonista, Alejandro Cantero , una historia donde se habla de amor, sexo, soledad, celos, malos tratos; en definitiva, sobre las relaciones humanas.A caballo entre el género romántico, en ocasiones erótico, y costumbrista , esta novela juega en numerosos momentos con un lirismo caracterizado por su elegancia. Cabe destacar también la originalidad en su construcción, lo que convierte esta obra en un texto singular e interesante a partes iguales, donde el lector descubrirá diferentes atmósferas y múltiples subtramas , repartidas entre España y Francia.

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Siete días inolvidables, siete tardes maravillosas. Pero el cabo Anselmo cambiaba de turno. Aquella semana tendríamos que cambiar la hora y el lugar de nuestros encuentros secretos, prohibidos. Aquella semana era la peor para nosotros, solo disponíamos de las horas de la mañana y María no podría escaparse. Acordamos vernos a la vuelta de la esquina, temprano, cuando ella salía a comprar el pan. Pero aquellas citas solo daban para unos besos apresurados, unas caricias furtivas y una excitación que deberíamos reprimir. Fueron siete días interminables. Una semana después de nuestra última tarde en el arroyo María y yo teníamos una cita frente al castillo, al pie del muro nordeste del mirador. Ella se hizo esperar y mis nervios me hicieron temer lo peor. Aquella noche no hubo lugar para leyendas de otra época, ni inventamos historias de intrépidos enamorados. Aquella noche se había hecho esperar demasiado y nosotros no podíamos esperar más. María y yo nos besamos con la urgencia de los besos reprimidos durante días, con toda la ansiedad acumulada durante la espera, con la desesperación de quienes no veían llegar el momento de beberse el aliento en la boca del otro, de enredarse en la lengua anhelante desde hacía días, de fundirse en el cuerpo del amante. No esperamos a desvestirnos. María se colocó sobre mí, cubriendo mi abdomen con su falda, la camisa desabrochada, aquella mirada turbia de deseo... Ella me abrió la bragueta y yo aparté sus braguitas de algodón. María estaba muy mojada y yo muy excitado. Hicimos el amor sin apenas preámbulos, moviéndonos enérgicamente, casi con violencia, ella apoyando las palmas de sus manos sobre mi pecho y yo aferrado a sus caderas. Todo fue muy rápido. Yo me derramé en su interior al tercer gemido y ella cayó rendida sobre mi pecho cuando yo aún sentía los últimos espasmos del clímax. Luego rodamos sobre el suelo hasta quedar María tendida de espaldas y yo sobre ella, prisionero entre sus piernas, sin salir de su cuerpo. Empezamos a contarnos cuánto nos habíamos echado de menos, cuánto nos habíamos deseado en silencio, cuán larga se había hecho la espera. Y empezamos a besarnos... y a movernos... y a tocarnos... y a sentirnos... y a gozarnos mutuamente. Recuerdo sus manos en mi nuca, su vientre cálido, su aliento en mi boca, la piel sedosa de su cuello... Recuerdo un leve quejido cuando mis dientes mordieron el lóbulo de su oreja, su lengua húmeda buceando en mi oído, nuestros músculos tensándose, los espasmos en su abdomen... Luego nos quedamos un rato abrazados. María, contemplando las estrellas; yo, viéndolas brillar en sus ojos.

Aquella semana se nos pasó deprisa, muy deprisa. El tiempo se nos escapó entre los besos, las caricias, las risas... Fueron siete noches de amor bajo un manto de estrellas, siendo observados por la luna, recordando leyendas, inventando historias, riéndonos con cada ocurrencia. El tiempo se escurrió por nuestras vidas como el agua entre las piedras. Se marchó con la premura con que se agotan los días felices. Pero no importaba, la semana siguiente tocaba en el río. Otros siete días maravillosos, inolvidables, y otras siete mañanas de besos furtivos, de pan recién hecho que llegaba a la mesa más frío que de costumbre. Fuimos cambiando nuestra hora y lugar de encuentro cada siete días, siempre en función de los turnos de su padre. Y juntos, atrapados en aquella maravillosa locura, no fuimos conscientes de que el verano se acababa. Entre citas y nervios, y entre besos y risas, gastamos nuestro tiempo. María y yo creímos que el verano sería eterno, no sospechamos que el otoño nos separaría, al menos momentáneamente. Nuestro amor de semanas ya tenía raíces profundas, se había arraigado bajo la piel, anclado en el alma; no moriría por la separación física, no lo apagaría la distancia. Pero debería enfrentarse a la intromisión de una tercera persona, alguien dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de separarnos, alguien que no escatimaría medios para alejarme de María. Algunas veces, durante las semanas anteriores, María y yo bromeábamos con escaparnos, incluso llegamos a fantasear con la idea de que yo la “raptaba” y escapábamos juntos. Al principio solo era un juego, una excusa para perseguirla arroyo abajo, para atraparla y llevarla en brazos bajo los cañaverales, para dejarse atrapar. Entonces solo era una forma de variar nuestros juegos eróticos, de alargar los momentos preliminares, de jugar mientras nos preparábamos para hacer el amor. María nunca dejó de verlo como un juego; yo llegué a planteármelo seriamente.

Pero..., ¿a quién iba a engañar? Yo aún debía cumplir con el Servicio Militar obligatorio. ¿Qué podía ofrecerle en mis circunstancias? Nada. ¿Qué podíamos hacer, escapar a Francia como los rojos, como dos fugitivos cualesquiera? ¿Qué futuro nos esperaba? Sin duda, un futuro lleno de dificultades. Aun así, de haberlo sabido a tiempo, nos habríamos escapado y no nos habríamos arrepentido. Pocas veces nos arrepentimos de nuestros actos, sobre todo si actuamos siguiendo los impulsos del corazón. Por el contrario, siempre acabamos arrepintiéndonos de aquello que pudimos hacer y no hicimos por temor a que no saliera bien. Con el tiempo ambos lamentaríamos no haberlo hecho, aunque ello nos hubiera enfrentado a un futuro incierto, aunque ella aún no hubiera cumplido los dieciocho y yo siguiera siendo menor de edad, aunque hubiéramos tenido que escaparnos. Pero ya era demasiado tarde: alguien había decidido por nosotros. Solo nos quedaba esperar durante meses, muchos meses. Luego yo iría a buscarla y empezaríamos de nuevo. Lo que no sabíamos entonces era que alguien intentaría por todos los medios que eso no sucediese y que, en aquella relación de dos, siempre habría un tercero en la sombra, su padre.

Por primera vez la noticia de un traslado —¿el último?— se toparía con la resistencia de un miembro de la familia Arranz García. Pero Anselmo Arranz era un hombre acostumbrado a mandar —en su trabajo desde hacía años, en su casa desde siempre—, y esta vez no sería una excepción. Su criterio se impondría sí o sí. En su casa nunca aceptó un “no” por respuesta; ni siquiera permitía la más mínima réplica. Él ordenaba y los demás obedecían, y callaban. Pero, esta vez, alguien se oponía al traslado, se negaba a empezar de nuevo en otro lugar, aunque se tratara de Valladolid, su tierra, la tierra de sus padres. María prefirió callar la verdad. No se atrevió a revelar la razón de aquella inesperada e inaceptable “rebelión” contra su padre, no quería despertar su ira, de sobra conocía los riesgos que entrañaba semejante atrevimiento. Pero, a veces, el silencio no es una opción.

—¡Yo no me voy! —dijo María, levantando la voz mucho más de lo que su padre estaba dispuesto a permitirle, sabiendo que de nada le serviría su negativa, con la rabia temblando en sus labios, escapando por sus ojos húmedos.

—¡¿Cómo te atreves a replicarme?! —bramó su padre.

Los ojos de Anselmo escupían toda la furia que le quemaba en las entrañas, estaba poseído por la ira, a punto de perder el control. María se sorprendió al darse cuenta de que ya no le tenía miedo, pero se mordió la lengua, se tragó las palabras que deseaba arrojar a la cara de su padre. Luego él preguntó, gritó, amenazó; y siguió preguntando, gritando, amenazando... Pero esta vez en dirección a su esposa, la madre de María, la mujer que obedecía y callaba siempre. María no pudo soportarlo y estalló, furiosa, con el brillo del odio incendiando sus pupilas, temblando de rabia, interponiéndose entre su padre y su madre. Anselmo levantó la mano y María dio un nombre, mi nombre. «¡¿Un comunista?!», gritó su padre. Y María no supo si él seguía estando furioso, si era incredulidad lo que veía en sus ojos o solo desprecio hacia mí, el hombre al que ella amaba con todo su ser. «¡¿Comunista?!», repitió María, sin dar crédito a las palabras de su padre. «Comunista, sí. Como su tío Andrés, que bien muerto está». María sintió la sangre hervir en sus venas. «¿Cómo puedes decir eso? ¡De sobra sabes que eso es mentira! Todo el pueblo lo sabe. Todos saben que a Andrés Cantero lo mataron por celos. Lo de rojo solo fue una excusa para justificar una venganza, para encubrir un asesinato cobarde». Anselmo apretó los dientes y el puño; María sintió que toda la sangre se agolpaba tras sus ojos. Él bajó la mano decidido a cruzarle la cara, pero en el último instante se detuvo. Quizá porque vio ante sí a toda una mujer, una mujer que no solo le había perdido el respeto. Tampoco parecía tenerle miedo. Quizá no le pegó porque ella seguía mirándole a los ojos, desafiante, retándolo a hacerlo. «¡Pégame!, si te atreves», pareció leer Anselmo en los ojos de su hija. No hubo golpes. Ni más gritos. Solo silencio... y lágrimas. Lágrimas de impotencia en los ojos de María y lágrimas de orgullo en los ojos de su madre: su niña había tenido el valor que a ella siempre le faltó.

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