—Podemos quedar a las cuatro —dije, sin dejar de morder sus labios con mis labios.
—¿En la siesta? —contestó sorprendida, sin dejar de morderme el alma en cada beso—. ¿Con este calor?
—Podemos quedar en el río.
—En el río... —dijo María pensativa, quizás imaginando que nos bañábamos juntos, sabiendo que lo haríamos desnudos—. Suena bien —dijo, y noté que ella sonreía en el beso siguiente. Y yo sonreí mientras la besaba.
El arroyo bajaba serpenteando por la hondonada, desgastando los guijarros con su lengua de aguas diáfanas. Tras varios kilómetros deslizándose por el pedregoso lecho, la linfa cristalina se fundía con las aguas del Genil, caudaloso gracias a las lluvias del otoño y el invierno anteriores y crecido con las nieves procedentes de Sierra Nevada, derretidas con los primeros calores del verano. A ambos márgenes del arroyo los cañaverales proyectaban su sombra casi vertical, apenas protegiendo del sol los juntos que pronto formarían parte de nuestra corta historia en común. Nos detuvimos junto al cauce, nos descalzamos y metimos los pies en la corriente con el agua cubriéndonos los tobillos. Estaba más fría de lo esperado, pero no nos importó. María y yo nos miramos, sonreímos y, apretando nuestros dedos entrelazados, echamos a andar arroyo abajo sin salirnos de la rivera. Caminamos despacio durante unos metros cogidos de la mano, sin salirnos de la corriente, sonriendo complacidos, disfrutando aquella nueva experiencia. Un poco más adelante nos miramos de nuevo y, sin decir nada, empezamos a correr arroyo abajo, riéndonos con cada resbalón, a punto de caer a cada paso. Los cantos rodados castigaban las plantas de nuestros pies, pero no éramos conscientes de ello. Quizá porque éramos incapaces de sentirlos; quizá porque solo podíamos sentir nuestros corazones desbocados saltando en el pecho. El agua salpicaba nuestras piernas, mojaba nuestras ropas; nosotros corríamos y reíamos alterando la calma de la siesta, rompiendo el silencio casi absoluto. Entramos en el río atropelladamente, sin soltarnos de la mano, riendo... Y cuando ya el agua nos cubría por encima de la cintura, resbalamos y caímos hacia el fondo, hasta sumergirnos por completo. Durante unos irrepetibles segundos permanecimos bajo el agua, buscándonos en la mirada del otro.
Luego empezamos a emerger hacia la superficie, sin dejar de mirarnos, acercándonos poco a poco, rozándonos... Instantes después, cuando nuestras cabezas salieron a flote, nuestras bocas ya se habían fundido en un beso mojado de agua y pasión. Pero nos faltaba el aire; la carrera y la inmersión nos habían dejado sin aliento. Nos separamos brevemente, justo el tiempo de tomar aire para besarnos de nuevo, despacio al principio, dulcemente, rozándonos apenas los labios, acariciando la piel mojada con dedos trémulos pero decididos. Y luego empezamos a besarnos con frenesí, atrapando la boca húmeda en cada beso, abrazando la lengua inquieta con la lengua excitada, anhelante, incapaz de detenerse. Y empezamos a retroceder hacia la orilla, lentamente, sin dejar de besarnos, desnudándonos mutuamente, resbalando casi a cada paso, acariciando la desnudez del otro. Nuestras prendas caían esparcidas por la orilla y nuestras manos despertaban sensaciones nuevas en cada caricia. Sus pezones erectos rozaron mi pecho, sus pechos se apretaron contra mi cuerpo y un escalofrío de placer me recorrió la columna vertebral. Mis manos dibujaron rutas nuevas en su espalda desnuda. Sus brazos se colgaron de mi cuello y sus manos acariciaron mis hombros, recorrieron mi espalda descubriendo cada músculo, erizando mi piel mojada. Seguimos retrocediendo palmo a palmo, beso a beso, hasta salir casi por completo del agua. El sol acarició nuestra desnudez con sus rayos perpendiculares. María y yo seguimos acercándonos a los cañaverales, abrazados, sin dejar de besarnos, sin dejar de tocarnos, descubriéndonos mutuamente.
Nos tendimos a la sombra de los cañaverales, sobre un lecho de verdes juncos. Mi cuerpo sobre su cuerpo, su cuerpo sobre el mío; María tendida sobre mi, yo tendido sobre ella... Su boca entreabierta, mis labios mordiendo sus labios; sus manos en mi pecho, mis dedos dibujando círculos en las rosadas aureolas de sus pezones. Nuestra respiración agitándose cada vez más, el deseo tensando los músculos y el corazón acelerando sus latidos. Recuerdo su piel estremecerse bajo las yemas de mis dedos, mi piel arder al contacto de sus manos. Recuerdo mi cuerpo temblando de emoción, de excitación, de placer. Recuerdo sus pechos hinchándose al jadear, sus caderas arqueándose, sus piernas rodeándome... y mi voz susurrando en su oído, su aliento quemándome en el cuello, sus gemidos entrecortados, aquel placer insoportable, aquella sensación de vértigo en la piel... y en el alma. Recuerdo la sensación de agonizar, de morir y nacer en el mismo instante; recuerdo su cara en el momento del orgasmo, aquella expresión entre el dolor y el placer, sus ojos entornados, su boca buscando el aliento que se le escapaba y sus uñas arañando mi espalda. Y, finalmente, aquella maravillosa sensación de felicidad y aquella dulzura en su rostro. Hicimos el amor repetidamente: una, dos, tres veces… Y luego nos quedamos inmóviles, exhaustos, tendidos el uno junto al otro. Y la pasión del instante anterior se tornó dulzura, los besos apenas rozaban los labios, las caricias se volvieron suaves... Recuerdo el silencio de la tarde, el suave rumor del agua resbalando entre las piedras y nuestra respiración acompasada, cada vez más lenta, más silenciosa. Recuerdo una extraña sensación, unas décimas de segundo sin comprender nada y, de repente, frío en los pies y despertarme con el agua del arroyo salpicando mis tobillos. María seguía dormida. Acaricié sus mejillas, suavemente, con delicadeza, temiendo despertarla, deseando que despertara. María abrió los ojos lentamente. Yo puse mi dedo índice sobre sus labios y ella lo besó con ternura.
—Te quiero, María.
—Te quiero, Alejandro.
Un breve silencio, sin dejar de mirarnos a los ojos, acariciándonos con la mirada.
—Siempre te querré —dijo mientras acariciaba mi mentón, al tiempo que yo depositaba suaves besos en sus dedos—. Te querría aunque tú dejaras de quererme, aunque no quisieras quererme, aunque no pudieras quererme...
—Eso nunca pasará —dije mirándola a los ojos, recorriendo con mi dedo el perfil de sus labios.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque esto que siento por ti es más fuerte que mi voluntad, más fuerte que yo mismo.
María sonrió levemente, con dulzura. Volvimos a besarnos, despacio, tiernamente... Y volvimos a acariciarnos, sin prisa, sabiendo dónde acelerar la respiración del otro, dónde despertar los suspiros dormidos. Hicimos el amor una vez más, pero esta vez con movimientos más lentos, recreándonos en cada roce de la piel, en el contacto de la carne, alargando el instante, como si no quisiéramos que terminara nunca. Alcanzamos el orgasmo juntos, mirándonos hasta el último instante, cerrando los ojos entre gemidos de placer. Luego nos quedamos en silencio, abrazados, resistiéndonos a separarnos hasta el día siguiente.
Nos levantamos de nuestro verde lecho cuando ya la tarde caía, recogimos nuestras ropas esparcidas por la ribera, nos vestimos ayudándonos mutuamente y salimos de la hondonada cogidos de la mano. Se nos había hecho tarde, demasiado tarde. Poco después nos asomamos a la esquina, aquella esquina donde, noches más tarde, yo intentaría escudriñar la oscuridad con la esperanza de verla descolgarse por la ventana. No se veía a nadie en la calle trasera de la casa cuartel. Nos besamos una vez más y nos despedimos hasta el día siguiente. María se quitó las chanclas y caminó descalza hasta la ventana por la que escapaba cada noche para acudir a mi encuentro. Yo la observé mientras caminaba de puntillas, descalza, con las chanclas colgadas al cuello, y supe con toda certeza que era la mujer de mi vida cuando la vi trepando hasta su ventana, arriesgando mucho más que una caída para poder estar unas horas conmigo. Luego, un suspiro de alivio, una sonrisa, un beso al aire... Nadie la había visto. «Hasta mañana, mi amor», le dije, aunque ya no podía escucharme.
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