Edith Stewart - El rescate de un rey

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Inglaterra, siglo XII. La bella Lady Aelis ha sido prometida por su padre a Sir Brian de Monfort. Sin demora debe viajar a Inglaterra cuyo rey Ricardo se encuentra retenido en Alemania. Hereward, hijo del noble sajón Eadric, está más que dispuesto conseguir la cantidad de oro necesaria para pagar el rescate del rey Ricardo, retenido en Alemania. Espera sin duda, que el prometido de Lady Aelis aporte la gran parte de la suma, pera ello no dudará en secuestrar a la joven dama. ¿Qué ocurrirá cuando el barón se niegue a pagar el rescate de su prometida? ¿Y cuando Lady Aelis se se cuenta de que el sajón que la ha secuestrado no es como ella esperaba? Sumérgete de la mano de Edith Stewart en la lucha de sajones y normandos.
Una historia de amor que florece entre dos personas que poco o nada tienen en común.

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Eadric inclinó la cabeza con gesto pensativo. La situación a la que se veía abocado no le hacía ninguna gracia. Alojar en su castillo a dos damas normandas no era de su agrado, y menos si estaban allí contra su voluntad. Esto podría implicar una situación nada deseosa. Pero ya nada podía hacerse. Devolvérselas a De Monfort no tendría tampoco mucho sentido, una vez que Hereward se las había llevado. Harían bien en prepararse para las represalias normandas, las cuales estaba convencido de que no tardarían en producirse.

—¿Sabemos algo de Jacob y de la comunidad judía?

Eadric sacudió la cabeza lo cual preocupó a Hereward. Necesitaba recaudar el dinero lo antes posible. Y la comunidad judía era un puntal básico, y más si el rescate de la dama normanda no se producía.

—Y entre la nobleza sajona apenas si hemos podido reunir unos miles de marcos —le confesó Eadric sin ánimos—. Creo que es una completa locura lo que propones, y además, ahora te complicas la vida con esas mujeres normandas —le dijo sacudiendo la mano en el aire haciendo referencia a estas.

—No hay vuelta atrás, padre. Conseguiremos que Ricardo vuelva a sentarse en trono de Inglaterra.

Eadric sonrió con un deje burlón.

—¿A qué precio? Dime —le exigió Eadric con una sonrisa cargada de ironía—. Tú y tus románticas ideas. Todavía no te has dado cuenta de cómo funciona todo esto. Pero lo harás, no te preocupes.

Hereward contempló a su padre con semblante serio mientras este se reclinaba en su asiento y volvía a adoptar una pose de preocupación, ajeno a la presencia de su propio hijo. Este se volvió y abandonó el salón sin decir ni una palabra más. Iría en busca de su hermana para saber qué había sido de las dos damas normandas. Las palabras de su padre lo invadieron sin remisión arrojando más intranquilidad a su ánimo. De Monfort no pagaría el rescate de su prometida y ello significaba que la presencia de ella allí en Torquilstone carecería de valor.

Lady Aelis y lady Loana habían sido conducidas a una amplia e iluminada alcoba con vistas al patio del castillo. En este, la gente se recogía debido a la lluvia que volvía a arreciar con violencia. Aelis permanecía asomada a la ventana. Había dejado su mente en blanco por esos instantes con el firme propósito de que su dolor de cabeza fuera remitiendo. Los últimos acontecimientos vividos habían sido demasiado para ella. Ni por un instante pensó que su llegada a Inglaterra fuera a ser tan… convulsa. Ni quería rememorar el momento en el que el sajón había salido en pos de ella. Ni como al darle alcance la había subido a su propia montura con extrema destreza y facilidad. Como si ella no le representara ningún contratiempo. Y por último sentir su cuerpo durante todo el viaje hasta ese castillo; su aliento en su nuca, en su rostro y esa mirada que en ocasiones le intrigaba y en otras la estremecía. El roce de sus manos con la suyas, pese a que ella llevaba guantes de piel, atrapando las riendas de su caballo, el escalofrío que recorrió su espalda… Aelis sintió que su respiración se agitaba de una manera inusitada pensando en todas esas situaciones. Se volvió hacia su dama de compañía, Loana, quien permanecía sentada observándola desde un escaño junto al generoso fuego que ardía en el hogar.

—Espero que no pasemos demasiado tiempo encerradas entre estas cuatro paredes —comentó Aelis caminando hacia Loana con las manos cerradas en puños y apretadas contra sus costados.

—Seguramente, vuestro prometido vendrá a por vos en cuanto conozca la noticia. Imagino que al menos esta noche la pasaremos aquí —le dijo tratando de calmarla, ya que su señora aparecía furiosa con aquella mirada fría como la noche que se había quedado en el exterior de aquellos muros de Torquilstone.

Aelis frunció el ceño y sonrió con ironía ante ese comentario. ¿En verdad iría a por ella? No estaba segura después de todo, y más tras conocer el verdadero motivo por el que lo había hecho el sajón.

—Yo solo espero que nos den de comer y nos presten algo de ropa para cambiarnos. Estoy calada hasta los huesos, mi señora.

El sonido de varios golpes en la puerta alertó a ambas damas. Primero, se miraron entre ellas buscando alguna respuesta la una en la otra. Y luego, juntas dirigieron sus atenciones hacia la puerta que se abría dejando paso a la joven muchacha sajona que las había conducido hasta allí.

—Os traigo ropas para cambiaros, señoras —dijo penetrando en la habitación con varios vestidos, así como calzado para ambas—. Y algo de comer ya que supongo que estaréis hambrientas.

Aelis sintió el pálpito repentino al ver al propio sajón con una bandeja en la mano llena de comida, que se apresuró a dejar sobre la mesa.

Hereward había interceptado a su hermana junto a varias sirvientas en el pasillo y tras una breve charla, había decidido ser él quien acompañara a Rowena a ver a las damas normandas. Quería comprobar in situ que tenían todo lo que necesitaban.

—Espero que os sirvan. De todas maneras puedo traeros algunos más si no es así —aclaró Rowena dejando los vestidos sobre la amplia cama que había en la habitación.

Hereward se había acercado a la chimenea para atizar el fuego y colocar más troncos. En un momento, la estancia se caldeó de manera asombrosa.

Aelis se fijó en él. Se había cambiado de ropa y ahora lucía un jubón sencillo de color ocre sujeto con un cinturón y unas calzas grises. Se incorporó girando de repente hacia ella haciéndola retroceder como un animalillo asustadizo. Ella experimentó una ola de calor cuando sintió el golpe del fuego en pleno rostro. Agradecía que el sajón hubiera atizado la chimenea ya que la estancia se estaba quedando desangelada.

—Comed o se os enfriará la cena —le dijo él haciendo un gesto hacia esta.

—¿No pretenderéis que nos cambiemos de ropa delante de vos? —le espetó Aelis reuniendo fuerzas para enfrentarse a su presencia. Dio un paso al frente como si aquel hombre ejerciera influjo sobre ella. Apretó sus brazos contra los costados reprimiendo sus ansias por abofetearlo allí mismo por el rudo comportamiento que había demostrado con ellas.

Hereward balbuceó sin que ninguna de las mujeres comprendiera muy bien qué había querido expresar.

—Mi hermano y yo nos marchamos, señoras. De ese modo podréis cambiaros de ropa y cenar tranquilamente a solas —intervino Rowena tirando del brazo de Hereward para sacarlo de allí. Esta tenía la impresión de que él se había quedado eclipsado con la presencia tan cercana de la dama normanda.

—Os he puesto más leña para que no se os apague el fuego. Pero si precisáis…

—Descuidad, sabemos hacerlo nosotras mismas —le cortó Aelis entrecerrando sus ojos para dirigirle una nueva mirada cargada de frialdad—. No penséis que no sabemos hacerlo por el hecho de ser damas de la nobleza.

—Ni vos penséis que los sajones somos una bárbaros sin modales, mi señora —Hereward se inclinó de forma respetuosa antes ellas pero sin apartar la mirada de Aelis en ningún instante para ser testigo del rubor en las mejillas de esta—. Hacedle saber a mi hermana cualquier necesidad y me encargaré de satisfacerla al instante, mi señora.

Aelis se vio sorprendida ante aquel gesto de caballerosidad, aunque ella lo interpretó más bien como una burla. Y para demostrarle que no le temía se envaró delante de él mirándolo de manera fija con el mentón ligeramente elevado, como prueba de su orgullo.

—En ese caso, dejadnos marchar a lady Loana y a mí ahora mismo.

Estaba segura de que aquel sajón no era de los que se arredraba de manera fácil. Lo había visto esa noche cuando trató con su escolta. De manera que tampoco lo haría ante una mujer. Pero tenía que intentarlo de todas formas. Ahora, con la distancia entre ellos más corta y a la luz de la antorchas y las velas, ella pudo contemplar los rasgos del sajón. Su cabello negro como la fría noche, su mirada sombría y los rasgos bien esculpidos. Su fino bigote y la perilla le otorgaban un aspecto caballeroso, después de todo. Lo contempló esbozar una sonrisa burlona.

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