Manuel Guzmán-Hennessey - La armonía que perdimos

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Hay un hilo que conecta todo lo que existe: la trama de la naturaleza, la sociedad y la cultura. Ese tejido es vulnerable. Desde el siglo XIX consideramos plausible dominarlo todo: las leyes de la vida, la naturaleza, las sociedades y los mercados. Consideramos que podíamos crecer de manera infinita, y lo intentamos. El resultado es el mundo que vivimos: el antropoceno. La crisis se profundizará cada vez más. Hemos perdido la esencia de aquello que podía facilitarnos la construcción de una respuesta colectiva: la esencia de nuestro ser de humanos.Este libro examina el papel de la educación en la construcción de una sociedad más humana. ¿En qué consiste esa sociedad?, ¿es posible construirla antes de que sea demasiado tarde?, ¿cómo podemos acelerar las transiciones después de la pandemia?, ¿cuál es el papel de los más jóvenes? El autor ofrece una mirada panorámica sobre el problema, pero en lugar de aventurar respuestas absolutas invita a la construcción de un pensamiento colectivo. Escribe que no tenemos mucho tiempo para reaccionar, pero si empezamos ya, hay esperanza. Advierte que el desprecio acelerado por el cultivo de las artes y las humanidades podrá llevarnos a una peligrosa simplificación de la naturaleza humana y la no humana.La educación sobre la crisis debe partir de una educación para la vida, estructurada desde las ciencias de la complejidad. Si perdemos definitivamente la visión (la noción) de los vínculos, las sutiles e innumerables interconexiones que conectan todo lo que existe, habremos perdido también la posibilidad de reconstruirnos como sociedades y como culturas. Una cruzada educativa global será útil para reconstruirnos como sociedades y cambiar el paradigma del crecimiento sin límite por el de una sociedad más humana y sostenible.

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Habíamos aprendido a usar los recursos naturales para el bienestar colectivo, pero inventamos también la forma de acabar con ellos hasta la extinción de innumerables especies y ecosistemas; consagramos el esfuerzo colectivo del progreso al propósito de crecer de manera ilimitada (como si este fuera un planeta infinito) y logramos la proeza de desestabilizar las condiciones físicas y químicas de la atmósfera, algo que ninguna otra civilización había logrado. Cuando nos dimos cuenta de que podíamos aprovechar las formulaciones teóricas de la física clásica para dar el gran salto ‘en hombros de gigantes’ que significó la mecánica cuántica, decidimos usar aquel conocimiento simultáneamente para la vida y para la muerte. Para la producción de energía nuclear y de armas nucleares. Parece que no habíamos quedado satisfechos con los resultados de la Primera Guerra Mundial (1914-1917) y decidimos prepararnos en serio para la segunda, y después para la tercera. Niels Bohr y Werner Heisenberg y Robert Oppenheimer y Leo Szilard y Jonh von Neumann y Enrico Fermi y Albert Einstein se emplearon a fondo en los proyectos Manhattan y Uranio. Parecían competir por el hallazgo de una gran solución para la vida, cuando, en realidad, lo hacían para la muerte; así se comprobó el 6 de agosto de 1946 en Hiroshima y Nagazaki. Sin embargo, esos mismos principios teóricos habrían de servirles a Rutherford, Planck, Hahn, Fermi, Meitner y algunos otros para desarrollar la energía nuclear para usos pacíficos 7. Chomsky publicó sus advertencias en medio de la pandemia, y sus pensamientos han removido los míos sobre la urgencia de abandonar la perspectiva ecologista tradicional que rechaza el uso de la energía nuclear de fisión como energía de transición hacia un futuro libre de carbono 8. Propongo adoptar una actitud favorable a este uso de energía mediante un nuevo tipo de ambientalismo: el ambientalismo nuclear. Y me apoyo en quien iluminó el camino sobre esta nueva realidad, James Lovelock:

Debemos vencer el miedo y aceptar la energía nuclear como una fuente de energía segura y probada que causa perjuicios mínimos a escala global. Hoy es tan fiable como puede serlo cualquier otro sistema en el que intervenga la ingeniería humana, y tiene las mejores estadísticas de seguridad de todas las fuentes de energía a gran escala 9.

Una de las primeras alertas que lanzaron los científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) fue la de que podría haber nuevas enfermedades, pandemias, zoonosis y mutaciones biológicas en los ecosistemas intervenidos artificiosamente por el Hombre. En el año 2015 apareció un artículo del investigador Boris Schmid en la revista PNAS. Allí se explicaba cómo el clima podía crear una pandemia. El autor recordó que la peste negra, que diezmó la población europea a mediados del siglo XIV (la bacteria Yersinia pestis, que desapareció en el siglo XIX), surgió como consecuencia de una zoonosis. Los investigadores estudiaron las condiciones climáticas que precedieron a la propagación de la enfermedad, recopilando datos epidemiológicos de más de 7700 brotes de peste y en los anillos de los árboles de varias regiones de Asia Central. El trabajo sostiene que los diversos brotes de peste en Europa fueron consecuencia de diferentes eventos climáticos. Pues bien, a pesar de que ya se han publicado numerosos artículos, corroborados por estudios científicos, sobre el hecho de que los nuevos virus están asociados a la destrucción de los ecosistemas, la deforestación, el tráfico de animales silvestres, la expansión de los monocultivos y el cambio del uso del suelo, la mayoría de los análisis sobre la pandemia parece ignorar estas evidencias.

Me he preguntado muchas veces ¿por qué perdimos la armonía que tuvimos? Y he corroborado, ya en los primeros veinte años del siglo XXI, lo que pensó Roszak en la segunda mitad del siglo XX, cuando escribió, en su libro El nacimiento de una contracultura, que la angustia ambiental de la Tierra ha afectado nuestras vidas como una transformación radical de la identidad humana 10. En medio del encierro del coronavirus, he tenido días en que pierdo la esperanza y días en que la recupero. He tenido, incluso, días de una esperanza demencial (como escribió Ernesto Sábato). Momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Escribo desde esta perspectiva: la de poder impulsar, desde la educación, la construcción de una sociedad más humana. Creo que eso bastaría para empezar a recuperar la esperanza. Por eso haré mías las palabras que escribió Sábato, hace más de veinte años, en su libro La resistencia, y que parecen haber sido escritas (sentidas, pensadas) para uno de estos días difíciles que estamos viviendo:

Este es uno de esos días. Y entonces, me he puesto a escribir casi a tientas en la madrugada, con urgencia, como quien saliera a la calle a pedir ayuda ante la amenaza de un incendio, o como un barco que, a punto de desaparecer, hiciera una última y ferviente seña a un puerto que sabe cercano pero ensordecido por el ruido de la ciudad y por la cantidad de letreros que le enturbian la mirada. Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Les pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que —únicamente— los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana 11.

Ahora bien, cuando afirmo que la doble amenaza que nos acecha es producto del pensamiento del Hombre, me refiero a la equivocada ruta del progreso que decidimos seguir y a la crisis de nuestro ser social. La ciencia y la filosofía, erigidas por el positivismo como antorchas iluminadoras de un mundo feliz, acabaron alumbrando nuevos e inciertos abismos. La democracia, que creímos por mucho tiempo la más civilizada manera de vivir en sociedad (y lo seguimos creyendo), devino en grotescos disfraces de una libertad generadora de modernas esclavitudes. James Madison alcanzó a vislumbrar este peligro en 1791:

No puedo imaginar límites a la osada depravación de los tiempos que corren, en tanto los agentes del mercado se erigen en guardia pretoriana del Gobierno, en su herramienta y en su tirano a la vez, sobornándolo con liberalidad e intimidándolo con sus estrategias de opciones y sus exigencias 12.

Después de Madison vinieron H. D. Thoreau, R. W. Emerson, y A. Leopold. Se preguntaron por el puesto del Hombre en la Tierra. Por las relaciones de armonía y respeto por todas las formas de vida. Leopold se refirió a una nueva ética no antropocéntrica y la denominó la ética de la Tierra. “Una cosa es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es incorrecta cuando hace lo contrario” 13.

La ética de la Tierra dio origen a la democracia de la Tierra, una forma novedosa de gobernanza global que, tal vez, apunte a resolver la armonía que perdimos y nos libre, definitivamente, de la amenaza. Los derechos humanos individuales y colectivos deben estar en armonía con los derechos de las otras comunidades naturales de la Tierra. Los seres vivos tienen derecho a seguir sus propios procesos vitales. La diversidad de la vida expresada en la naturaleza es un valor en sí mismo. Los ecosistemas tienen valores propios que son independientes de la utilidad que les prestan a los seres humanos. Traigo una explicación de Belkis Cartay. La cita Antonio Elizalde en su artículo “Derechos de la naturaleza”:

Nuestra época ha perdido el sentido del vínculo y del límite en sus relaciones con la naturaleza. Vínculo como líneas, alianzas, ligazones, anclajes y enraizamientos. Límite como lindero, umbral que no se cruza, valor límite, signo de una diferencia. La modernidad transformó la naturaleza en medio ambiente, una súper-naturaleza haciendo al hombre el centro de la misma. Y en este dualismo, este modelo de ética, difícilmente encajan los planteamientos y soluciones que la actual crisis ecológica requieren 14.

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