Manuel Guzmán-Hennessey - La armonía que perdimos

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Hay un hilo que conecta todo lo que existe: la trama de la naturaleza, la sociedad y la cultura. Ese tejido es vulnerable. Desde el siglo XIX consideramos plausible dominarlo todo: las leyes de la vida, la naturaleza, las sociedades y los mercados. Consideramos que podíamos crecer de manera infinita, y lo intentamos. El resultado es el mundo que vivimos: el antropoceno. La crisis se profundizará cada vez más. Hemos perdido la esencia de aquello que podía facilitarnos la construcción de una respuesta colectiva: la esencia de nuestro ser de humanos.Este libro examina el papel de la educación en la construcción de una sociedad más humana. ¿En qué consiste esa sociedad?, ¿es posible construirla antes de que sea demasiado tarde?, ¿cómo podemos acelerar las transiciones después de la pandemia?, ¿cuál es el papel de los más jóvenes? El autor ofrece una mirada panorámica sobre el problema, pero en lugar de aventurar respuestas absolutas invita a la construcción de un pensamiento colectivo. Escribe que no tenemos mucho tiempo para reaccionar, pero si empezamos ya, hay esperanza. Advierte que el desprecio acelerado por el cultivo de las artes y las humanidades podrá llevarnos a una peligrosa simplificación de la naturaleza humana y la no humana.La educación sobre la crisis debe partir de una educación para la vida, estructurada desde las ciencias de la complejidad. Si perdemos definitivamente la visión (la noción) de los vínculos, las sutiles e innumerables interconexiones que conectan todo lo que existe, habremos perdido también la posibilidad de reconstruirnos como sociedades y como culturas. Una cruzada educativa global será útil para reconstruirnos como sociedades y cambiar el paradigma del crecimiento sin límite por el de una sociedad más humana y sostenible.

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Anoté algunos epígrafes para enmarcar las reflexiones que aquí ofrezco. Cierto marco de pensamientos (también faros) que otros han expresado, al tenor de otras crisis (que a lo mejor es una sola), y que la humanidad ha soportado en diferentes momentos. Me anima la esperanza de que, cuando todo esto acabe, admitiremos nuestra ‘nueva vulnerabilidad’, depondremos ciertas dosis de soberbia, y construiremos una mejor sociedad. Escribo desde las voces de quienes conmigo vienen: mis maestros, mis alumnos, mis obsesiones y mis dudas. De ellos son los epígrafes que buscan enmarcar la lectura de este libro.

Empezaré con Sófocles, un poeta trágico de la antigua Grecia que comparte con Eurípides y Esquilo el Olimpo del teatro universal. Pero decir que Sófocles me acompaña (año 496 a. C.) sería una muestra de pedantería tal que no quisiera ofrecer como abrebocas. Entonces diré que la cita que he escogido la obtuve no de Sófocles, sino de Malcolm Lowry, este sí, contemporáneo de mis días. Lowry, quien alcanzó a escribir que la única esperanza es el próximo trago, puso este epígrafe de Sófocles en su novela Bajo el volcán, una de mis obsesiones más felices:

De cuantas maravillas pueblan el mundo, la mayor, el hombre. A la Tierra también, la anciana diosa, incansable, inmortal, ha domeñado con sus ágiles mulas […] su avance no detiene azar alguno, y no hay dolencia que le salga al paso que a soslayar no acierte. De solo un mal no escapa: de la muerte 1.

Mi abuelo era irlandés —por lo tanto, testarudo y escéptico—; gustaba espolear mi prepotencia juvenil con un verso de William Yeats: “Things fall apart; the centre cannot hold” (las cosas se desmoronan, el centro no puede resistir). Yeats escribió este verso en su poema “El segundo advenimiento” a principios del siglo XX. En 1977, lo retomó Theodore Roszak e hizo, tal vez, una reinterpretación optimista de aquel mensaje en su libro Persona/planeta. Lo que había escrito Yeats es que:

La anarquía se abate sobre el mundo, se suelta la marea de la sangre, y por doquier se anega el ritual de la inocencia; los mejores no tienen convicción, y los peores rebosan de febril intensidad. Se aproxima el segundo advenimiento 2.

Pero Roszak, que era norteamericano y (por lo tanto) más optimista que Yeats, matizó que aunque era cierto que algunas veces las sociedades se desmoronan, también lo era que (en algunos casos) liberaban energías afirmadoras de vida; de manera que aquello que podía haber parecido anarquía fatal o ‘desmoronamiento valórico’ desde el punto de vista del centro cultural establecido, podía ser, en realidad, el conflictivo nacimiento de un nuevo y apropiado orden más humanamente social 3. Creo que lo ocurrido, por lo menos durante los diecinueve siglos posteriores al aserto de Sófocles, confirma de alguna manera su sentencia. El hombre era la mayor maravilla de las que poblaban el mundo. Me pregunto si hoy lo seguirá siendo, teniendo en cuenta que, por haber intentado domeñar a ‘la anciana diosa’ Gaia, ha conseguido impactar a la esfera de la vida: la biósfera, de modo letal e irreversible. Rabindranath Tagore, educador indio del siglo XIX, vio venir al monstruo (también en los albores del siglo XX) y lo anunció en el epígrafe que da marco a este libro:

La historia ha llegado a un punto en el que el hombre moral, el hombre íntegro, está cediendo cada vez más espacio, casi sin saberlo, al hombre comercial, al hombre limitado a un solo fin, y este proceso, asistido por las maravillas del avance científico, está alcanzando proporciones gigantescas que causan el desequilibrio moral del hombre y oscurecen su costado más humano, bajo la sombra de una organización sin alma 4.

Pero Tagore no alcanzó a comprobar hasta dónde el oscurecimiento de nuestro costado más humano nos llevaría como especie, como civilización y como cultura, hasta la amenaza de nuestra propia supervivencia colectiva. No alcanzó a comprobar hasta dónde la sentencia de Sófocles se quebraría durante la segunda mitad del siglo XX, pues murió (Tagore) en 1941, pero Hans Joachim Schellnhuber, reciente director emérito del Instituto Potsdam, uno de los centros de investigación científica sobre el cambio climático más reconocidos, nos completó la plana en 2019 (el hombre ya no es la mayor maravilla de cuantas pueblan el mundo):

El cambio climático está ahora alcanzando el desenlace en el que, muy pronto, la humanidad deberá elegir entre tomar acciones sin precedentes, o aceptar que todo se ha dejado para muy tarde y sufrir las consecuencias […] si seguimos por el camino que llevamos ahora hay un gran riesgo de que acabemos con nuestra civilización. La especie humana sobrevivirá de alguna manera, pero destruiremos casi todo lo que hemos construido en los últimos dos mil años 5.

Los científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) habían alertado a la humanidad, en el año 2018, sobre una acción urgente que debían emprender las sociedades: implementar, antes de 2030, “cambios de gran alcance y sin precedentes” para abandonar la economía intensiva del carbono y aspirar a un salvamento integral de la vida. Pero diez años parecían un periodo demasiado corto para realizar los grandes cambios. Este inusitado “laboratorio de sociedad baja en carbono” al que nos obligó la pandemia puede ayudarnos a acelerar los procesos de cambio estructural. Pero también puede empujarnos hacia un abismo inédito, si no aprendemos las lecciones de la crisis y preferimos la inercia de la inacción.

Creo que una cruzada educativa global pensada no para los próximos diez años, sino para un periodo mucho más largo, puede garantizar el tránsito hacia una nueva sociedad, y con ello detener la doble amenaza que hoy nos arrincona. La amenaza del Antropoceno y la amenaza de la gobernanza global. Dos procesos en trance de desmoronamiento valórico. La amenaza del Antropoceno se manifiesta mediante la emergencia ambiental y climática global; y la amenaza de la gobernanza global puede comprobarse en el crecimiento de las desigualdades, el aumento de la pobreza, los estados fallidos, las precarias democracias y la amenaza nuclear.

El tránsito hacia una nueva sociedad debe empezar ya; durante la pandemia (periodo incierto), cabalgando entre sus miedos e incertidumbres, desafiando la cotidiana muerte de miles de seres humanos y afirmando, por encima de todo, la vida. Escribo desde mi experiencia como profesor universitario. Desde mi puesto de ser humano al que le fue dado transitar entre los siglos XX y XXI, el periodo de formación, y quizá de desenlace, de la crisis del cambio global. Escribo en calidad de testigo del Antropoceno. Durante el tiempo de los más fabulosos avances tecnológicos alcanzados por la más alta ciencia que hemos labrado a través de siglos de cultura y civilización humanas, podemos constatar que la doble amenaza que nos acecha —la crisis climática y el debilitamiento de las democracias— son producto del pensamiento del Hombre.

Noam Chomsky les ha llamado “las amenazas gemelas” (Cooperación o extinción, Penguin Random House, 2020), pero el cambio global y las armas nucleares de destrucción masiva son quizá las más complejas elaboraciones de un pensamiento humano que ha venido refinándose desde cuando Nicolás Copérnico, Galileo, Kepler, Descartes y Newton dieron forma a una ciencia prometeica que, sin embargo, hemos usado como armas de doble filo. Estas dos amenazas son bélicas. El carácter guerrero del armamentismo nuclear es evidente, el otro es menos conocido. Andrew Harper, asesor especial sobre Acción Climática de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), se ha encargado, recientemente, de recordarlo: “Es una guerra contra la naturaleza. Nosotros la hemos desencadenado y estamos pagando las consecuencias. La gente está huyendo para poner a salvo su vida” 6.

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