Un numeroso grupo de personas, dieciséis exactamente, se encontraban de pie, reunidas en dos grupos, en el centro de la ancha superficie de hierba. Eran más o menos mitad mujeres y mitad hombres, de mediana edad, acompañados también por un niño y una niña. Estaban todos en ropa de cama, pero aun así muchos de ellos vestían con gran estilo. Llevaban una larga bata por encima, de seda o terciopelo, de muy buen corte, y se cubrían con sombreros y gorras de viaje. Alguna de las damas tenía el cabello envuelto en una toalla, como si la reunión la hubiera sorprendido en plena toilette, y todos ellos hablaban entre sí en una lengua que desconocía. Casi todos los hombres fumaban con extraña avidez, y también lo hacía una de las señoras, con una larga pipa de nácar, por cierto. El otro grupo se mantenía algo apartado, y estaba compuesto por tres doncellas, perfectamente reconocibles por su ropa más sencilla, y un hombre, el único que no iba en pijama, uniformado con un impecable frac, que me pareció algún jefe de comedor, o algo parecido. Todos ellos tenían un toque de elegancia pasado de moda, igual que su ropa, que parecía de una época ya superada, que a mí me pareció como de los años veinte o treinta. El grupo estaba rodeado de una asombrosa cantidad de maletas de cuero de todos los tamaños y con muchos kilómetros encima, y también de usadas sombreras cilíndricas de lo mismo. Pude fijarme, eso sí, muy bien, en que ninguno tenía consigo una bolsa de palos de golf.
Me acerqué despacio, mientras intentaba identificar sin éxito su lengua, o reconocer a uno u otro de ellos, con intención de preguntar qué hacían y quiénes eran. Quizá (y esto no ha de extrañar a quien me conozca), yo no me había enterado de algún acontecimiento que tuviera lugar esa misma tarde en el club de golf, porque lo anticuado de la moda que tan bien les sentaba y el aspecto provisional de su reunión allí me hacía creer que se traba de alguna compañía de teatro. Sin embargo, cuando estaba a diez pasos de esa gente, todos ellos, a la vez, me dieron la espalda, unos torciendo altivamente la cabeza y otros dándose la vuelta sin disimulo alguno, y me di cuenta de que, por razones que desconocía, preferían ignorarme por completo. Bueno, si alguien no es un necio hay cosas que se notan enseguida, y la primera de ellas es darse cuenta de que no se es bienvenido cuando uno se acerca a un grupo de personas. ¡Qué diferencia con el trato cordial y abierto de nuestros anfitriones! Aquella gente no quería nada conmigo, y me lo hizo saber claramente. Así interpreté yo, al menos, aquel movimiento general, y mirándoles de hito en hito, francamente dolido, para qué voy a confesar otra cosa, desvié mi camino y me alejé del grupo hacia el chalet mascullando una opinión, irreproducible aquí, sobre todos ellos.
— ¿Y dice usted que están ahí mismo, en pijama, en la calle del ocho? — preguntó el doctor Duarte, bastante más escéptico de lo que yo hubiera deseado.
— Ahí mismo, doctor — contesté —. Parece mentira que usted no les haya visto desde la terraza. Contra el verde de la calle, destacan perfectamente…
— Curioso… Si le parece, vamos a mirar ahora mismo — dijo, levantándose de la mesa —. Espero que no le moleste dejar sin terminar el café. Coja un paraguas, por favor. Esto merece la pena…
— Sí. No se preocupe. Vamos allá…
Habrían pasado diez minutos desde que vi a los viajeros, llamémosles así, pero cuando mi amigo y yo salinos a la terraza del club no se divisaba un alma donde solo minutos antes les había dejado. Llegamos al lugar exacto, y allí no había rastro de nadie. La hierba aparecía prístina, sin el menor signo de deterioro. No había marcas de pisadas, ni de las huellas que necesariamente tendrían que haber dejado tantos en lugar tan húmedo y en tan poco espacio como el que ocupaban, pero no vimos trazas ni señales de ello. En el suelo tampoco encontramos una sola colilla y, en definitiva, no había nada en absoluto que permitiese pensar que allí hubiera estado hacía unos minutos un grupo de personas hablando y fumando.
— ¿Está usted seguro de que fue aquí donde les dejó? — preguntó Duarte.
— Aquí mismo. Lo juro por lo más sagrado — aseguré —. No sé qué pensar…
— Yo tampoco, amigo… — confesó el doctor Duarte —. Aunque hay un detalle de su relato que no acabo de comprender. Que no se ajusta a lo habitual, quiero decir. Me refiero a ese movimiento general de rechazo hacia usted. No es normal en absoluto. Algunos de ellos, quizá los más soberbios o pagados de sí mismos, hubieran podido hacerlo, desde luego sin ninguna razón que les apoyase, en su caso o en el de cualquier otro. O las señoras, a quienes no les gusta que las vean en ropa de dormir… Pero que todos, hasta los niños, lo ejecutaran a la vez… Es algo nunca visto, permítame que se lo diga. Bastaría para desmentirle una inevitable mirada de curiosidad, que es casi un acto reflejo en la naturaleza humana. Es en lo único que cojea su afirmación…
— ¡Pero si yo!... — contesté, iniciando una protesta.
— … y como yo le creo, hemos de investigar más a fondo lo que usted ha visto aquí. Lo haremos, si le parece, mañana, porque ahora comienza otra vez a llover en serio, y no tengo yo edad para que los dioses del campo me mojen a placer…
No pude sino estar de acuerdo y, esa noche, ante la chimenea de nuestros anfitriones, comentando el asunto con nuestros amigos y otros invitados, escuché opiniones para todos los gustos:
— Era una compañía de teatro, sin duda. No puede ser otra cosa: unos cómicos de la legua que se habrían extraviado con la niebla. Ya, ya sé que no había niebla ahí, pero vaya usted a saber en la carretera… — señaló la invitada más próxima.
— Por mi parte — comentó el anfitrión —, creo que pudieran ser los componentes de una orquesta. Usted tomó, sin duda, como equipaje lo que eran estuches de instrumentos. Con sus trajes de etiqueta y tal. Probablemente habrá algún concierto esta noche en alguna parte. Mañana mismo lo confirmaré.
— Bueno, entonces ¿qué hacían en la mitad de una calle de golf? — preguntó su mujer —. Eso no podrás explicarlo tan fácilmente, querido…
— Pues yo creo — intervino otro —, que serían los invitados de alguna boda que se celebra esta noche en el restaurante del Club. Y sabéis que tiene mucha fama. Y, lógicamente, llegarían vestidos de la ceremonia. O se estaban vistiendo en ese momento. Ya sé que es un sitio de lo más raro para hacerlo, pero es lo único que se ocurre… ¿Y había muchos bultos, dice usted?
— Muchos — contesté —. Por lo menos dos o tres por persona.
— Vaya… Respecto a eso, ya no sabría qué decirle…
— Puede que usted haya visto algo que no existe; quiero decir — apuntó mi hermosa vecina de silla —, una mala digestión puede hacernos la vida imposible, ¿no?
— Pues yo le creo — repitió el doctor Duarte —. Sí, yo creo que usted realmente se ha encontrado con lo que dice que vio. No sé todavía por qué, pero no cabe imaginar algo así con tanta precisión. Su descripción del grupo no puede ser fruto de un error. ¡Y el detalle de la pipa de nácar!... Por supuesto, queda fuera de discusión que usted se lo haya inventado. De su aspecto desencajado y de los nervios con que entró en el bar doy fe como médico. Así que le creo. De momento, nada más puedo añadir…
Agradecí en el alma a mi amigo aquel capote que me lanzaba cuando aumentaban las burlas, y guardé silencio el resto de la noche cada vez que la conversación derivaba hacia este incidente. Por supuesto, ni el doctor ni yo hablamos de lo que les había sucedido a nuestros golpes en el tercer hoyo. Ya había suficiente jolgorio con mis presuntos viajeros como para afirmar un despropósito como ése, y los dos temíamos por nuestra reputación futura, que con gente bromista y profundamente práctica como la que nos rodeaba hubiera corrido peligro de hundirse irremediablemente.
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