El lector querrá saber, sin duda, si durante tanto tiempo continuaron las apariciones de las bolas en el matorral del hoyo cuatro, y a esto he de contestar que lo ignoro. Nunca quise comprobarlo. La fuerza de la costumbre había apagado por completo el asombro que me produjeron la primera vez que las vi y, en ocasiones, me he sorprendido a mí mismo jugando en aquel mismo sitio ajeno a tal cuestión y con absoluta tranquilidad. Bastaron las que iban quedando allí como consecuencia de los errores en el juego para que su número siguiera creciendo, hasta que, realmente, todo el mundo estuvo de acuerdo en que era necesario tomar una determinación sobre ellas.
Tal decisión se fue demorando, pero la junta directiva que tomó posesión el trimestre pasado resolvió, por fin, como primera providencia de su mandato, limpiar de bolas aquel rincón del campo y suprimir el matorral que las contenía, sembrando de césped toda la extensión que ocupaba.
Siempre he sido un hombre de tradiciones arraigadas y me molesta sobremanera que las inevitables innovaciones sustituyan a situaciones tan consagradas, pero de nada me sirvió. A pesar de mis protestas — las únicas, debo decir, que en tal sentido se escucharon en el club —, la transformación se llevó a efecto rápidamente. Quizá tengan razón, bien miradas las cosas. Pero si he tomado la pluma esta tarde no ha sido para ofrecer un cauce a mi nostalgia, sino por un motivo bien distinto. Tan distinto, que he considerado necesario pasar por alto mi solemne promesa.
Ayer hacía dos meses que no me daba una vuelta por el campo de golf, y quiero pensar que si no lo hice antes fue porque mis obligaciones me lo impidieron, y no a causa del sordo resentimiento que me venía pesando por la pérdida de una tradición que siempre consideré única. El lector conoce ya mi opinión sobre esto, y puedo prescindir de volver sobre ello. Bien; pues ayer fue veintidós de marzo, el aniversario de la ominosa tragedia en que perdieron la vida Ernestina Salaverri y el teniente Blackburne y, a pesar de todo, mi visita anual al lugar donde ocurrió la remota fatalidad, que llevaba años cumpliendo, tampoco esta vez podía faltar. De manera que, muy temprano, prácticamente al romper el día, me dispuse a salir para jugar en solitario los nueve primeros hoyos.
Hacía una mañana espléndida cuando llegué a la calle del hoyo cuatro, justo a la altura donde estuvieron la ciénaga y el matorral, pero en su lugar pude ver los tiernos brotes de césped recién sembrado que ya verdeaban, brillando de rocío, y atravesé por allí para subir al terraplén. Una bandada de gaviotas se había adueñado de la desierta playa, picoteando entre las dunas. Detrás, más lejos de la punta de arena, el océano estaba como una balsa de aceite, y la suave brisa de tierra permitía disfrutar de un delicioso silencio. No había nadie a la vista y durante un minuto, quizá dos, me detuve para unirme desde mi atalaya con las maravillas que la naturaleza derramaba a mi alrededor. Luego respiré hondo y bajé al campo de golf en un estado cercano a la euforia. Había tenido suerte de que mi aproximación al hoyo fuese casi perfecta y como sólo restaba un ligero golpe para descolgar la bola junto a la bandera, mi espíritu estaba lejos de considerar las cosas con un sentido trágico. Ya me estaba concentrando para golpear cuando me sorprendió un tenue estampido, apenas audible, a mis espaldas, semejante al de una pompa de jabón. Volví la cabeza y advertí un pequeño objeto que se destacaba sobre la verde pelusa de hierba a tres o cuatro pasos de mi posición y que, estoy absolutamente seguro, no estaba allí cuando momentos antes pasé por el mismo sitio. Era una bola de golf, y supuse que se me habría caído del bolsillo. Extrañado, me aproximé para recogerla, pero el terrible sobresalto que experimenté paralizó la sangre de mi brazo y lo detuvo a medio camino. La bola tenía impresa una marca del fabricante W — M, Lon. Y una fecha: 1906.
UN RECUERDO DEL HOTEL ADLER
— ¿Esto se puede tirar? — preguntó la señora de la limpieza.
Se refería al sobre de papel amarillo que se había caído al suelo desde la mesa de mi estudio. Cuando miré pude darme cuenta de que se trataba del que yo tenía guardado en el libro que estuve leyendo la noche anterior. Tenía en su reverso un renglón escrito a lápiz de mi puño y letra: “Recuerdo del Hotel Adler”, y de ninguna manera quería perderlo.
— ¡Oh, no!… — advertí. — Gracias por recogerlo. Contiene un querido souvenir de tiempos mejores. No, no… Déjelo sobre la mesa, por favor. Ha debido de traspapelarse esta mañana.
Las circunstancias en que me hice con tal recuerdo, completamente increíbles, hacen que su posesión me sea necesaria para poder afirmar como reales unos sucesos que ya entonces no lo parecían y que, sin el concurso de un objeto tan material y palpable como el concreto contenido del sobre — una pequeña etiqueta, digámoslo ya —, quizá no pudiera sostener como tales. Además, el recuerdo del doctor Duarte, presente en ese lance de golf (pues de eso se trata), me emociona siempre y es una razón más para conservarlo. En fin, ya que el sobre se ha salvado de una desaparición segura, voy a recordar aquellos sucesos aquí y ahora, un momento tan bueno como cualquier otro, porque habiendo pasado mucho más tiempo del que quisiera, puede que se olvide sin remedio cuando desaparezca yo.
* * *
Lo que quiero contar tuvo lugar en un verano de los primeros años sesenta, durante las vacaciones de golf que pasé con el doctor Duarte en Santander, en los campos de P*. Habíamos salido durante tres días consecutivos a jugar con dos amigos del doctor, un matrimonio de Madrid que nos había ofrecido hospitalidad en su casa; gente encantadora, de palabra tan oportuna y personalidad tan interesante que con ellos resultaba francamente difícil concentrarse en el juego. Luego, las tertulias en su jardín empezaban en pantalón corto después de la siesta y terminaban con jersey a las tantas de la noche, como debe ser. Pero el cuarto día, que era un lunes, amaneció nublado y nuestros amigos no quisieron salir a jugar. De manera que el doctor Duarte y yo tuvimos la oportunidad de disputar una vuelta en solitario; sin duda mucho más aburrida, pero como a él le gustaba jugar, es decir, concentrados y fieles a las reglas del golf.
La desconfianza sobre el tiempo tuvo que pesar sobre muchos más socios, porque aquella mañana el campo estaba prácticamente vacío: apenas estaríamos allí cinco o seis golfistas, y de ellos prácticamente todos, excepto nosotros, estaban concentrados en la cancha de prácticas, por lo visto probando unas bolas de reciente aparición en el mercado. Así que el doctor Duarte y yo jugaríamos los nueve primeros hoyos a placer.
El cielo estaba completamente cubierto con una capa de nubes bajas, muy bajas, que no estarían a más de treinta metros del suelo. Parecía que jugábamos entre dos láminas, una verde y ondulada de hierba y árboles, y otra gris y algodonosa de oscuros nubarrones que se nos echaba encima cada vez más cerca, apretándonos contra la tierra. Yo no había jugado nunca en condiciones semejantes y pude disfrutar entonces de uno de los efectos que más me han gustado de los que he visto en un campo de golf. Sucedía que cuando se golpeaba la bola con una madera o un palo largo para conseguir una buena distancia, y la bola subía a considerable altura, volaba los primeros sesenta o setenta metros a la vista, pero después se perdía sobre el techo de nubes, proporcionando al jugador unos instantes de placentero suspense. En seguida volvía a aparecer doscientos metros más allá, arrancando de la nube, en su caída, un levísimo jirón que se enroscaba sobre sí mismo y se diluía enseguida en el aire, mientras la pelota continuaba su trayectoria hacia la bandera. Aquella era la primera vez que lo veía, y recuerdo que me volví, maravillado, al doctor Duarte:
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