Marino J. Marcos - Dieciocho historias de golf y misterio

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Dieciocho historias de golf y misterio: краткое содержание, описание и аннотация

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Cualquiera que juegue en un campo de golf sabe que está en un recinto seguro. Pero, de acuerdo con las experiencias de los dos protagonistas, no hay afirmación más atrevida. El lector va a encontrar en estas dieciocho historias que los lances del juego, en principio aparentemente normales, constituyen la llave de sucesos tan impensables y escalofriantes como jamás pudiera imaginar. Gran parte de lo que tienen de turbador es que son, en principio, posibles, y le pueden suceder a cualquiera que juegue un confiado y tranquilo partido.
Sin saber en realidad con quién o dónde lo está jugando, que puede ser muy distinto de lo que cree.

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No pude por menos que dirigir una nerviosa mirada a la confusión de bolas que había a tres pasos de mis pies, en el interior del matorral. Cuando me disponía a dirigir una pregunta al doctor Duarte que aclarase todo aquello, alzó levemente una mano “ — Sólo un instante, se lo ruego — ”, y prosiguió:

— Con la suerte echada, los equipos se fueron formando y tanto si estaban a punto de salir al campo como si no, el propósito de la jornada se iba convirtiendo en un éxito. Sin embargo, algunos no compartían esta opinión. Ignoro si al teniente Blackburne la fastidió su suerte, habiendo como había tantas muchachas encantadoras con quienes jugar mucho más a su gusto, sin duda, pero aceptó galantemente y con una sonrisa el resultado del sorteo. Unas más y otras menos, las chicas vieron con tristeza como se escapaba de sus manos la posibilidad de iniciar una relación con él, y se dedicaron a sus respectivos compañeros con la simpatía que era de esperar. Y los oficiales cabe decir que hicieron, a su vez, lo imposible por agradarlas y estar a la altura de lo que convenía en tal situación. Pero una de ellas, Ernestina Salaverri, no estaba dispuesta a que las cosas quedasen así.

Según el testimonio de sus amigas que se tomó en los días siguientes, la chica había puesto sus preciosos ojos aztecas en el teniente, y procuró por todos los medios que el sorteo se repitiese, argumentando, con las más peregrinas razones, que era ella quien debía jugar a su lado. Bueno; ahora he de decirle a usted que Ernestina Salaverri era hija única de una madre multimillonaria, absurdamente rica, que no había hecho nada para procurar a su hija el más mínimo sentido común. Ambas habían venido de América y llevaban viviendo aquí varios meses por motivos de salud, aunque nunca se dijeron cuáles. De un modo u otro, ambas, madre e hija, ya se habían dado a conocer por su modo intolerable de comportarse, y consideraron oportuno incluirse por sí mismas en la fiesta, sin que nadie hubiera podido hacer nada para evitarlo.

Figúrese; en el invierno anterior, la niña se había encaprichado con un caballo que se hizo traer desde Méjico, y se empeñó en poner de moda aquí una especie de híbrido entre la hípica y el golf. No bajaba del animal en todo el día, cabalgando de acá para allá, y hubo de ser seriamente advertida de expulsión si continuaba destruyendo el campo de juego con sus delirantes galopadas. Todo esto le duró menos de tres semanas, hasta que se aburrió de su invento y del caballo. ¡Pobre animal! Conociendo a su dueña, sólo Dios sabe lo que sería de él... Y así se comportaba en todo lo demás. Recuerdo que por aquellos días su antojo había recaído en una extraordinaria motocicleta de color rojo que nos volvía locos a mí y a mis amigos, una Clément francesa de cuatro cilindros, que debió de ser la primera que hubo por aquí. Si es que todavía queda algún ejemplar, el museo que la exhiba la guardará como una joya, pero entonces solo era el juguete favorito de Ernestina... hasta que conoció a Víctor Blackburne.

Como le decía, la muchacha, adoptando una actitud estrepitosa, no cesó en su empeño de intentar sustituir a la compañera del oficial, intrigando por todo el club y colocando, realmente, a la directiva y al resto de sus compañeros en las enojosas situaciones que fácilmente cabe imaginar. Con todo, no lo pudo conseguir, y al fin llegó el momento en que el teniente Blackburne y su pareja hubieron de salir del tee del uno; y fue en ese momento cuando la Salaverri perdió los papeles del modo más lamentable... Sí señor; del modo más lamentable. Asómbrese usted: Hubo que arrancar a la chica de la mesa de control (materialmente así; no exagero nada), y llevársela de allí en medio de una borrascosa crisis de histeria, pataleando y jurando como un leñador, mientras clamaba y gritaba que, de una forma u otra, Blackburne sería suyo. Un divertido escándalo, tengo entendido. No sé qué cuidados le prodigaron, pero alguien consiguió que recuperase la calma y la apartaron de allí, llevándosela a otro lugar del pabellón, donde la dejaremos por el momento en manos de sus amigas.

En todo esto se tardó bastante tiempo y sólo una vez solucionado el aparatoso incidente pudieron ambos jugadores acercarse a la salida y comenzar su partido de golf. Pero lo cierto es que a los cinco minutos de dar su primer golpe, sea por la lluvia o porque la violenta escena anterior hubiese alterado sus nervios, Beatriz Ardés anunció que, por su parte, abandonaba el partido y, calada hasta los huesos, se dio la vuelta y regresó al club.

Parece ser que ante esto, Blackburne dudó entre la posibilidad que se le presentaba de abandonar él también, o la de aceptar el relativo compromiso de jugar por el honor de ambos. Bien es verdad que en el pabellón del club le esperaba la Salaverri y su espectáculo, digámoslo así, y el oficial no tenía la menor intención de sumarse a él. De modo que a pesar de la catarata de agua que estaba cayendo sobre el campo y del peligroso parpadeo de la tormenta que se le venía encima, tomó la única decisión posible para un caballero en su situación y continuó jugando solo. Fue una decisión desdichada, porque no regresaría jamás.

El doctor Duarte hizo una pausa para encender de nuevo su pipa que la humedad de la neblina había apagado mientras hablaba, y yo no interrumpí tan delicada operación. Se había levantado una suave brisa y pensé que muy pronto se llevaría la cortina de nubes bajas y podríamos continuar el partido. Sin embargo, mentiría si dijera que no me había interesado la historia que me contaba, y nada comenté, esperando que mi amigo retomara el hilo de sus palabras donde lo había dejado.

— Una hora después — siguió diciendo —, la tormenta entraba ¡y de qué modo! en su salvaje apogeo. En contraste con la oscuridad exterior el palacete del club parecía una radiante luminaria y la cena se hallaba en la cumbre de su animación. Como siempre sucede en estas situaciones, unos y otras se repartieron en grupos un poco por todas partes y si ciertas mesas habían sido ocupadas por los solemnes jugadores de más edad, en otras tintineaba la risa y se prodigaban las bromas que son indicio seguro de una alegre presencia juvenil.

Pero los dioses — también ellos —, envidian a los campeones de golf, y en un determinado momento de la noche lanzaron con horrísono estruendo un rayo tal, que habiendo caído muy cerca del edificio, abrió de par en par sus ventanas, apagó las luces de gas y les dejó a todos completamente a oscuras. Es bien cierto que los camareros sacaron enseguida cajas enteras de velas que fueron repartidas por las mesas y contribuyeron a crear lo que hoy llamaríamos un ambiente prometedor. Lo es; pero no lo fue menos que, a partir de ese momento el típico sentimiento de inquietud que precede a un desastre se hizo notar, y la amenazadora posibilidad de que los dioses acertasen con su objetivo la próxima vez planeó funestamente sobre cuantos allí estaban.

Bueno; ya sabe usted lo que sucede en tales situaciones. Poco a poco, las tertulias se fueron disolviendo y los socios y sus invitados acabaron reunidos en el bar del club, empujados sin duda por esa suerte de instinto disimulado, pero implacable, que nos ordena buscar la proximidad de nuestros semejantes ante un peligro inminente.

Muy pronto, con el cielo cada vez más embravecido y el viento percutiendo en los batientes de las grandes ventanas del pabellón, alguien propuso resolver rápidamente el cómputo de los partidos, entregar los premios a los ganadores y regresar cada uno a su casa. ¡Amigo mío! Pocas veces se habrá acogido una idea ajena con tanta facilidad. De pronto, hasta los más perezosos de los presentes se ofrecieron para ayudar, trasteando con las mesas para improvisar una panoplia donde fueron colocados los trofeos; y cuando bajo la atenta mirada del secretario se contabilizaban las tarjetas con los resultados de los partidos, éste cayó en la cuenta de que faltaba un jugador por entregar la suya. Como habrá adivinado, era Víctor Blackburne.

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