Marino J. Marcos - Dieciocho historias de golf y misterio

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Dieciocho historias de golf y misterio: краткое содержание, описание и аннотация

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Cualquiera que juegue en un campo de golf sabe que está en un recinto seguro. Pero, de acuerdo con las experiencias de los dos protagonistas, no hay afirmación más atrevida. El lector va a encontrar en estas dieciocho historias que los lances del juego, en principio aparentemente normales, constituyen la llave de sucesos tan impensables y escalofriantes como jamás pudiera imaginar. Gran parte de lo que tienen de turbador es que son, en principio, posibles, y le pueden suceder a cualquiera que juegue un confiado y tranquilo partido.
Sin saber en realidad con quién o dónde lo está jugando, que puede ser muy distinto de lo que cree.

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Así pasaron, en los trabajos de búsqueda, cuatro largas semanas y cuando el juzgado decidió que ya era suficiente, y concedió el permiso para que se tapase la enorme excavación que se había realizado, montañas de tierra y cascotes volvieron a su lugar. La dirección del club se propuso que la grieta fuese condenada tan sólidamente como los conocimientos técnicos de la época permitían, y se volcaron docenas de camiones de cemento y escombros para conseguirlo. Después, los jardineros cambiaron la disposición del hoyo, sembraron de nuevo el césped que había sido levantado en una gran extensión, y se plantó un seto impenetrable en el lugar exacto donde se había abierto la ciénaga para que nadie, ni aun remotamente, pudiese pisar otra vez esa hierba maldita. Este seto, precisamente…

Y Duarte miró de un modo tan significativo al matorral junto al que nos encontrábamos que no pude por menos que exclamar:

— ¡No me diga que fue precisamente aquí donde ocurrió!

— Le aseguro que sí — contestó mi amigo —. Bajo esta maleza, aquí mismo, estaba la ciénaga. — El doctor hizo un vago gesto con la mano, y prosiguió: — Este es el lugar donde reposan los cuerpos de los dos muchachos. Aunque la palabra reposar no sea quizá la más adecuada...

— ¿Cómo dice usted? — exclamé —. ¿Qué quiere decir con eso? Vamos, doctor, no me diga que...

— Concédame un minuto y en seguida lo sabrá. Durante una larga, larga temporada — prosiguió —, el campo quedó abandonado, quiero decir, nadie volvió por aquí. Durante más o menos un año, el golf fue algo ajeno a este hermoso paisaje. Pero, como siempre, el clemente cometido del tiempo se encargó de que, poco a poco, las cosas fueran volviendo donde solían. Primero los más entusiastas, y luego el resto de los socios, regresaron paulatinamente a sus partidos de fin de semana, pero lo cierto es que la vida del club tardó en normalizarse. De hecho, no se ha normalizado nunca, porque fue en ese intervalo cuando comprendieron que aquí sucedía algo que no era nada cómodo de explicar.

Y ahora he de hacerle una advertencia. Lo que me dispongo a revelar lo conocemos hoy dos o tres personas, a lo sumo, y se puede asegurar que bajo ningún concepto ninguna de ellas dirá nada de esto a nadie. Si yo lo hago ahora es porque conozco sobradamente su discreción. Le ruego, por tanto, que guarde la más absoluta reserva sobre lo que voy a decir, y lo hago bajo la terminante condición de que no me hará usted pregunta alguna cuando termine. Y aun así, no estoy del todo seguro de mantener mi promesa en los mismos términos en que la pronuncié.

Por supuesto, me apresuré a manifestarle que haría tal y como deseaba, mientras interiormente estaba convencido de que iba a comunicarme alguna historia realmente extraordinaria, porque aquella actitud de mi amigo era del todo ajena a su forma de ser, por lo general expansiva y poco propensa a los juramentos. Así que, con la mayor de las expectaciones, escuché la increíble explicación cuyo registro guardo todavía en la memoria:

— La primera bola de las que usted ve — señaló con un vaivén de su pipa —, apareció poco después de que se cumpliera un año de la tragedia. Quienes entonces pasaron por aquí primero, jugando por la mañana, pensaron que era una bola olvidada más, pero el sitio especial donde se encontraba hizo que se abstuvieran de recogerla. Una suerte de respeto y, dicho sea de paso, también de oculto temor a la anterior ubicación del pozo infausto, hizo que la dejaran donde estaba. Hágase cargo: Quién más, quién menos, era la primera vez en mucho tiempo que volvía, y más de uno de los golfistas musitó una oración para sus adentros. Pero las bolas siguientes no tardaron en aparecer en el mismo sitio: una noche dos, al día siguiente otra, y en pocas semanas se habían reunido tantas que parecía imposible creer que fueran todas resultado del olvido o de la superstición de los jugadores, todavía muy pocos, como le digo, que volvían por el club.

¿De dónde habían salido aquellas bolas? Nadie lo sabía con seguridad, y el enigma llegó a obsesionarles de tal manera que llegó un momento en el cual se hizo imposible continuar disimulando más. La diezmada junta directiva tomó cartas en el asunto, y en una reunión convocada a este único efecto, los trece o catorce socios que por esos días se atrevían a salir al campo decidieron investigar la cuestión. De hecho, quisieron hacerlo del modo más discreto posible, porque temían que algo extraño surgiese de sus pesquisas. De lo contrario no hubiesen tomado tantas precauciones; y, desde luego, podemos concluir que les atemorizaba en sumo grado encontrar un suceso escandaloso. Tenga usted bien presente que la desgracia que tuvo lugar en sus terrenos había hipotecado seriamente el porvenir del club, y dos escándalos en un año decidirían su clausura sin remisión. De modo que determinaron llevar las investigaciones en secreto, y hacer turnos de guardia, día y noche, junto al incipiente matorral para comprobar cuál era el verdadero motivo de tan espectacular crecimiento de bolas.

Así lo hicieron, cumpliendo su cometido con escrupulosa dedicación. Y, al cabo de unas semanas, no hubo ya duda alguna de que las bolas salían de la misma tierra, sin que nada hiciese suponer que la vieja grieta estuviese volviendo a abrirse ni que el terreno dejase de mantener su compacta dureza. Esta asombrosa evidencia fue directamente comprobada por los más escépticos en una memorable noche, de forma que su certeza y su pánico alcanzaron, a la vez, cotas muy difíciles de igualar. Naturalmente, estas cosas produjeron diferentes opiniones que sería prolijo contar pero, finalmente, en un pacto de caballeros que ponía a salvo la reputación del club, aquellos hombres decidieron callar a toda costa lo que sabían, atribuyendo falsamente el fenómeno, fuera lo que fuese, a una especie de homenaje que se ofrecería para siempre a los dos desaparecidos. Y para ello redactaron la famosa regla local que impedía y todavía impide tocar las bolas que caen aquí.

Bien; parece difícil de aceptar, pero la nueva regla funcionó, y con singular éxito, entre quienes fueron incorporándose al club. Yo mismo estuve entre esos jugadores entusiastas de la segunda oleada. Con los años, hasta los más renuentes acabaron por contemplar el matorral y su extravagante contenido como algo cotidiano; muchos, incluso se sintieron orgullosos de este lugar, enseñándoselo a sus invitados de fin de semana. Y afortunadamente ninguno llegó a preguntarse nunca qué hacían aquí las más antiguas. Siempre me ha sorprendido la facilidad con que los seres humanos acogemos los mayores disparates si, acto seguido, alguien nos brinda una explicación que halaga nuestra vanidad... ¿Verdad? Celebro que esté de acuerdo conmigo… Bien; el tiempo fue transcurriendo, y el seto en cuestión arraigó hasta el punto que ahora puede comprobar, mientras la suma de bolas continuaba creciendo en el mismo sitio, unos años más y otros menos, pero con la misma cadencia misteriosa que gobierna desde el principio su fantasmal aparición, y cuyo número se ve aumentado con las que dejan aquí los jugadores, como le sucede a la suya.

Pero el misterio continúa. Yo mismo he pasado junto a este matorral muchas noches, esperando poder penetrar el enigma, pero apenas fui testigo, en una ocasión, del ruido de un ligero derrumbe en algún cerrado lugar de la pirámide de bolas, sin que pueda emitir en absoluto una opinión que no choque con la que, como científico, debería sostener. ¿Permitirá que cite de nuevo a Hamlet? No; pensándolo bien, creo que no lo haré: la filosofía de Horacio no incluía el golf entre sus dogmas. Pero veo que la niebla nos abandona y creo que me toca jugar a mí.

* * *

Ha pasado mucha agua bajo el puente desde que mantuve la conversación anterior con mi viejo amigo, sin que nunca quebrantase mi promesa. Fui fiel a su petición de silencio durante los muchos años en que por azares del destino le acompañé en incontables partidos de golf. Incluso en la época en que residí cerca del club, mis labios permanecieron sellados. Confieso ahora que los prosaicos derroteros de la vida acabaron por hacerme dudar de las misteriosas afirmaciones del doctor Duarte, y a fuerza de relegar su recuerdo a las ligeras reflexiones de los ratos de ocio, perdieron lentamente la tensión con que mi amigo me las había transmitido, y terminé por creer, si es que antes no lo había hecho ya, que todo esto no eran sino rarezas suyas o, si acaso, una leyenda que él, por alguna razón, gustaba de creer verdadera.

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