— ¡En mi vida he dado un golpe tan interesante! — exclamé —.
— Sí que lo ha sido, joven — contestó —. Vamos a ver si yo también soy capaz de jugar uno parecido. Por favor, colóquese usted detrás de mí para ver bien la bola. Ya sabe que levantar la cabeza demasiado pronto en este lance es arriesgarse a un desastre seguro…
Así lo hice, y mi viejo amigo conectó un magnífico golpe, que decía bien a las claras que su higiénica decrepitud todavía guardaba sorpresas de energía. La bola entró y surgió del techo gris y algodonoso de los nubarrones con parecidos efectos, si no iguales, que los de la mía, pero quedándose parada en la calle unos veinte metros antes.
— Bueno… No ha estado mal, considerando la diferencia de fuerzas, ¿verdad? — dijo, guardando su palo en la bolsa. — Vamos a por ellas, pues…
— ¿Repetimos?... — insinué, completamente fascinado —. La cosa merece la pena…
— Creo que será mejor dejarlo para el siguiente hoyo — aconsejó —. Este no ha podido salir mejor, y si ahora fallásemos el golpe, se perdería toda la magia del momento. Hágame caso: déjelo para el próximo golpe de salida.
Como siempre en golf el doctor Duarte tenía razón, y dejamos el ensayo para el hoyo siguiente, porque “las nubes no se van a ir de aquí en los próximos diez minutos, ni puede que en mucho más tiempo”. Así que acabamos el hoyo dos, y en el tee del siguiente nos dispusimos a repetir la misma escena con las bolas entrando y saliendo de las nubes. Había ganado el anterior y me tocaba salir a mí, de manera que coloqué mi bola en la hierba y me dispuse a golpear lo mejor que pude, esperando que su vuelo fuese tan espectacular como el primero. Así lo hice, tuve suerte y alcancé a ver cómo desaparecía entre las nubes pero, cuando esperaba verla salir allá lejos, cerca de la bandera, la vi caer de las nubes a plomo sobre la hierba, prácticamente desde el mismo sitio por donde había penetrado.
— ¡Atiza!... ¡Ha visto eso!...
— ¿Qué le ha pasado a esa bola?
Atónitos, dejamos las bolsas de palos apoyadas en un banco de madera que en el tee había, y nos apresuramos campo a través para recoger mi pelota, esperando encontrar en ella alguna huella del insospechado obstáculo que la había frenado tan en seco por encima del techo nuboso. Comprobamos que la bola no tenía marca ni señal alguna que pudiera haberle producido aquello con lo que había chocado, fuera lo que fuese. Yo esperaba ver rastros de sangre de algún pájaro, o cosa semejante, porque había visto varias veces patos decapitados por casuales bolazos, pero tampoco se veía por ninguna parte el plumoso pelotazo del animal al dar contra la tierra, ni mucho menos lo que quedara del ave.
— No sé lo que ha pasado: mi bola ha chocado contra algo, ahí arriba, por encima de las nubes, y no puedo imaginarme con qué… Un pato, o una cigüeña, quizá…
— Juraría que no, amigo mío — explicó Duarte, mirando hacia arriba. — Por aquí no vienen nunca. Y los patos están más al oeste, en la desembocadura del río. Quizá una gaviota… Pero, no… Tampoco, porque hoy no se las oye y además habría caído igual que la bola, muerta del todo. No, no… ¡Con estas nubes no hay manera de saberlo!…
— Pues ya me dirá usted… — dije, francamente admirado.
— Solo podemos hacer una cosa: probaré yo a dar el mismo golpe. Ya sé que no será posible repetirlo exactamente, ¡ni yo ni nadie!, pero lo intentaremos. Desde luego, usted no está en condiciones de hacerlo. Déjeme su palo y una de sus bolas; mejor aún, déjeme esa misma. A ver qué pasa…
Me pareció bien, dentro de lo poco que podía decir, y volvimos al tee para que el doctor Duarte pudiera repetir el golpe. Así lo hizo, y la primera parte del vuelo, hasta que la bola desapareció en las nubes, fue muy similar al mío. La enorme sorpresa surgió cuando del techo de nubarrones grises cayó de nuevo como si fuera de piedra y casi en el mismo sitio. Sorprendidos hasta un grado difícil de describir, no pudimos contener una exclamación. Pero esta vez yo había podido escuchar un ruido sordo que había sonado sobre las nubes un instante antes de que la bola cayese.
— ¡Por Júpiter!...
— Pero, ¿qué sucede ahí arriba?
— ¿No ha oído usted algo, doctor? — comenté —. Me ha parecido escuchar un ruido de choque detrás de las nubes, inmediatamente antes de que su bola viniera al suelo… Un ruido como muy amortiguado… que me recuerda a algo… conocido
— Pues… No. La verdad… No he oído nada...
Yo no podía quitarme aquel ruido de la cabeza, y creí poder identificarlo en la brumosa memoria de mi infancia:
— Pensará usted que estoy loco, pero creo que sé lo que es.
— ¿Qué?
— Bueno, puede que no venga a cuento, pero cuando yo era un chaval, siempre acudía el mismo circo a las fiestas de mi pueblo.
— ¿Un circo, dice usted? — preguntó Duarte enarcando las cejas.
— Sí… Uno grande, cuya carpa se sostenía en cinco altos mástiles, coronados cada uno con una figura de cartón piedra, bastante bien hecha, en forma de cabeza de payaso, a manera de grotesco capuchón. Y nosotros, mis amigos y yo, que rara vez teníamos dinero para entrar, nos divertíamos, supongo que como infantil venganza, tirando piedras a esas cabezas: Estaban altísimos, así que cada acierto suponía ganar un cigarrillo de un fondo que poníamos entre todos… La piel del diablo, éramos entonces… Bueno, como el resto de los muchachos, ni mejores ni peores…
— No me diga que este ruido que ha oído usted le recuerda a una pedrada de aquéllas haciendo blanco en la cabeza de cartón…
— No… — contesté, mirando fijamente hacia donde reposaba la pelota —. No exactamente… El ruido que hacía la piedra al acertar en la cabeza del bufón, no… Lo que me ha recordado es el ruido de los fallos…
— ¿El ruido de los fallos? — se extrañó Duarte —. ¿Cómo puede ser eso?
— No podría explicarlo, pero es así: Eso es lo primero que me ha venido a la memoria cuando he oído el choque de la bola. Vaya usted a saber de qué rincón de mi memoria proviene. Pero por un momento lo he recordado tan claramente…
— Qué quiere que le diga… Esto no me ha pasado nunca. Yo estoy tan atónito como usted. — El Doctor Duarte observaba el compacto techo de nubarrones como si pudiera penetrarlos. Luego cargó su pipa, encendiéndola con su viejo mechero de cuerda —. La verdad es que se me han quitado las ganas de seguir jugando. Mire: las nubes se nos echan encima sin remedio y pronto estaremos metidos en una niebla húmeda… El tiempo está cada vez peor. Creo que me vuelvo al chalet, joven. Allí, a buen recaudo del agua que se nos viene encima, buscaremos solución a este problema.
— Voy a por la bola. Vaya usted delante, porque tiene razón: está a punto de romper a llover. Ahora le alcanzo.
— De acuerdo, entonces — asintió mi amigo —. Iré pidiendo un par de cafés. No tarde, o acabará calado hasta los huesos.
El doctor Duarte se perdió de vista entre los arbustos y muy poco tiempo después, no llegaría a cinco minutos, recogí yo la pelota (que había quedado en el centro de la calle), mirando hacia arriba una y otra vez, con ánimo de resolver aquel extraordinario problema. Pronto empezó a pintear, de manera que echándome al hombro la bolsa de palos, me dispuse a regresar rápidamente al club. Lo hice atravesando por el campo, porque me pareció el camino más corto, más desde luego que coger el sendero que lo recorría. Cuando iba a cruzar la calle del hoyo ocho, a poca distancia ya del chalet, escuché un rumor de voces que surgía detrás de una pequeña colina de hierba. En pocas zancadas subí a la cima y lo que contemplé me dejó perplejo por segunda vez aquella tarde:
Читать дальше