“ — ¿Blackburne?
“ — ¡Blackburne!
“ — ¡Víctor...! ¡Vamos!…
“ — ¡Despistado! ¡Entrega tu tarjeta!
“ — ¡Oh, Dios mío...!
“ — ¿Dónde está, Blackburne? ¿A qué espera?
“ — Pero... dice usted.... ¡Que todavía está en el campo!
“ — ¡No ha vuelto aún...! ¿Cómo es posible?
“ — Creo que salió el último... ya sabe, el sorteo...
“ — Bien: ¿Alguien le ha visto ahí fuera?
“ — ¡Por Júpiter!
“ — ¡Oh, Dios mío! ¡Hace horas que le dejé en el hoyo uno...!
“ — ¡Hay que salir a buscarle!
“ — ¡Sí!... ¡Vamos por él!
“ — ¡¡ Quietos!!
Una voz vidriosa pero de dramática resolución surgió entre las últimas filas del grupo, logrando al instante que todos callasen, sorprendidos por la vehemente advertencia.
“ — ¡Quietos! — repitió —. Y abriéndose camino violentamente entre todos ellos, Ernestina Salaverri salió al exterior y saltó en su motocicleta, perdiéndose en la noche.
Ninguno de los presentes pudo impedirlo, esto quedó bien claro. Apenas pudieron reaccionar ante semejante empuje. — El doctor Duarte parpadeó unos instantes y añadió: — Como sabe, Hamlet nos previene a todos sobre los extremos a los que puede llegar un amor desairado, pero evidentemente Ernestina no lo había leído.
Y ahora que la niebla va levantando — continuó —, observe el terreno que nos rodea por todas partes. Mucho antes de que se pensara en trazar las calles de un campo de golf; antes, incluso, de que a mediados del siglo diecinueve se construyese aquí un balneario, es decir, cuando todo esto era solamente una extensión de dunas y matorral dedicados al pastoreo, se encontraba en este lugar una peligrosa ciénaga no muy extensa, poco más que una charca legamosa, pero de profundidad aparentemente insondable. Tengo entendido que consistía en una poza de barro caliente donde muchas bestias se habían perdido para siempre, confundidas por la engañosa consistencia del terreno. Los lugareños, para evitar las pérdidas que les suponía en su cabaña, y quizá para prevenir otras más lamentables, habían conseguido cegarla acarreando arena desde la playa durante años enteros. Debieron de tener éxito en su empeño, porque mientras el balneario se mantuvo en esta finca, hay una total ausencia de noticias referentes al lugar en cuestión, que estaba en un apartado rincón de sus jardines, y, muy probablemente, sus gerentes ni siquiera sospecharon que un peligro así había existido bajo sus pies.
Pero por lo visto, la violenta furia del temporal o el efecto de algún fenómeno geológico (nada extraño, en realidad, pues el balneario fue construido aprovechando ciertos manantiales de agua sulfurosa), o por cualquier otra causa semejante que nunca se supo con certeza, en la noche de la fiesta el antiguo pantano volvió a abrir sus fauces silenciosamente, transformando un terreno hasta entonces seguro en una trampa mortal.
Vuelva conmigo a las escaleras del pabellón, donde un grupo de amigos trata de arrancar un antiguo automóvil, con los trajes de etiqueta empapados y una expresión de preocupado estupor en el rostro, mientras se apresuran para salir en busca de los dos jóvenes en medio del peor temporal que nunca hubieran conocido. Le ruego que imagine — ¡hágalo! —, cómo desde las ventanas los demás observan su partida, hasta que salen del mortecino círculo de luz que proyectan las velas sobre el barrizal, mientras los que quedan dentro piensan, francamente incómodos o quizá asustados, que deben buscar sus impermeables y retirarse cuanto antes, porque todavía no llegan a comprender perfectamente lo que ocurre, pero todos, ¡todos, fíjese bien!, intuyen que hay algo ahí fuera que va mal, muy mal... Aun así, cuantos prefirieron quedarse al triste broche de la fiesta pudieron considerarse afortunados, joven. Porque en tanto sucedían estas cosas en el pabellón, las mismas centellas que iluminaban el camino a los ansiosos perseguidores en el automóvil, dejaban ver aquí mismo, en la calle del hoyo cuatro, una escena verdaderamente atroz.
Para su edad, Duarte era un narrador de excepcional energía, pero en este punto de su relato su voz se apagó un poco, e hizo una pausa más larga que las demás. Pude observar, por el cambio de su expresión, que lo que iba a contarme todavía le afectaba en cierto grado, a pesar del tiempo que había transcurrido desde los sucesos que relataba, y aunque esta vez me concedió cuartel para preguntar, yo no quise romper el expectante silencio.
— Sí… Atroz; atroz es el único calificativo para describirlo... Con la mitad de su cuerpo atenazado por una llaga de lodo traicioneramente abierta en la tierra, un hombre en la flor de la juventud aparecía y desaparecía en el resplandor vivísimo de los relámpagos con los dientes manchados de hierba, igual que sus manos, igual que sus uñas, en el paroxismo del terror, buscando asirse desesperadamente a las matas de césped que a la distancia de su brazo constituían para él la única forma de evitar la muerte, la peor que cabe desear a un ser humano... La angustiosa contracción de sus labios, siempre dispuestos a una palabra de ánimo, mostraban en aquel instante la intensidad del incontrolable pánico que le dominaba, y aunque se debatía con desesperación, la voracidad del légamo parecía aprovechar el menor de sus movimientos para hundirle aún más en el abismo de fango sin nombre ni medida que, bien lo sabía él, le aguardaba con la más absoluta certeza.
Ese hombre era Víctor Blackburne y el viscoso lugar donde se hundía el insondable agujero de la ciénaga en el que había caído. Y cuando, perdida la esperanza, solamente le quedaban fuera del légamo los hombros y la cabeza; cuando sólo un milagro podía salvarle del final espantoso, oyó nítidamente el inconfundible petardeo de una motocicleta que se acercaba directamente hacia él.
Entonces Blackburne gritó. Y lo hizo como jamás había gritado, sabiendo que de su grito dependía la vida entera y, fíjese, gritó sólo unos segundos antes de que el faro de la motocicleta, atravesando las oleadas de lluvia con la brillante luz del carburo, iluminase sus desencajadas facciones, escupiendo ya el barro que le anegaba la boca. Puedo asegurarle este extremo porque todo fue visto por los que iban en el coche siguiendo las roderas de Ernestina, y orientó su búsqueda en aquella dirección.
La tormenta se desgarraba con reventazones insospechadas sobre el campo de golf, y en esas circunstancias, cuando ella advirtió en el haz de luz de la motocicleta la presencia inverosímil de una cabeza que sobresalía del suelo era ya, por desgracia, demasiado tarde. Paralizados sin duda sus sentidos por esa visión, inesperada y espeluznante, ni siquiera intentó frenar, y se precipitó a la poza maldita a la misma velocidad con que había vivido.
¿Debo referirle a usted la terrible escena que siguió a todo esto? No amigo mío; pertenece ya a un doloroso recuerdo. Respetémosle. Sólo le diré que quienes la vieron sin poder hacer nada por evitarla tardaron muchas semanas en conciliar un sueño tranquilo, y alguno de ellos no volvió a pisar en años un campo de golf. Sea como fuere, es seguro que Ernestina Salaverri consumó su deseo y se unió a Víctor Manuel Blackburne para siempre.
Durante los días que siguieron, se vació y rastreó aquel abismo de todas las maneras imaginables; la madre de la infortunada chica no reparó en gasto alguno para encontrar a su hija, y se hizo venir a sus expensas a los mejores especialistas en este tipo de rescates. ¡Pobre mujer! Hubiera hecho venir a la maga de Tesalia, de haber podido... Pero sólo aparecieron los restos espectrales de la motocicleta y algunos palos de golf del oficial: ni él ni ella fueron encontrados.
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