Los capítulos siguientes en el volumen se enfocan en una gran variedad de prácticas significantes regulativas, concentrándose mayoritariamente en formas visuales icónicas de alocución (address) —tan importantes para el psicoanálisis— y cuestiones relativas a la mirada y la exhibición (display) en la fotografía francesa de la posguerra (Peter Hamilton), museos (Henrietta Lidchi), telenovelas (Christine Gledhill), publicidad para el “nuevo hombre” (Sean Nixon) y espectáculos de “raza” coloniales y poscoloniales (Hall). En “The Body and Difference” (Woodward, 1997: 63-107), Chris Shilling destaca la extraordinaria importancia que ha tenido para los estudios culturales contemporáneos la antropología social de Pierre Bourdieu con sus reflexiones sobre el “capital físico”, y nos aconseja que no olvidemos las configuraciones históricas y sociales de la “encarnación” más allá de lo puramente semiótico. De esta manera, además de las investigaciones específicas contenidas en la serie, también está evocando una historia intelectual de los estudios culturales: desde Williams y Barthes en las décadas de 1960 y 1970, hasta Bourdieu y Foucault en la de 1980.[19]
Es bien sabido que toda definición relacional y estructuralista de la “identidad” presupone la “diferencia”. Pero la identidad no siempre se impone con éxito a la diferencia, ni la diferencia sirve tan sólo de soporte a la identidad. Llega incluso a trastocar la identidad, incluyendo la identidad de los estudios culturales. Las dos grandes transformaciones de los estudios culturales y su concepto crítico de la cultura se produjeron a raíz de la crítica feminista y antirracista de mediados de los años setenta y ochenta. Sus repercusiones en el paradigma de los estudios culturales de finales de la década de 1970 se dejaron sentir tanto en el bando culturalista como en el marxista: se demostró entonces que su propio concepto crítico de “cultura” no solamente estaba cultural e históricamente vacío, sino también ideológica y políticamente ciego, según lo atestiguan las experiencias particulares de más de la mitad de la población de Gran Bretaña, ¡por no hablar del mundo! Posteriormente vendrían los estudios gay y queer a complicar y dinamizar aún más el campo. Los efectos de esas críticas pueden palparse en los seis tomos de esta serie, pero sobre todo en los dos ya mencionados y en Media and cultural regulation, editado por Kenneth Thompson. Aquí nuevamente la obra de Hall adquiere importancia (además de ser coautor del primer tomo y editor del segundo, escribió tres capítulos para la serie), la cual también incluye otros capítulos excelentes: de Lynne Segal sobre las configuraciones de la sexualidad con perspectiva social y de género (Woodward, 1997: 183-228), de Bhiku Parekh sobre los pros y los contras del multiculturalismo (Thompson, 1997: 163-194), y de Paul Gilroy, quien, expandiendo su crítica de los “absolutismos étnicos”, escribe sobre el terror y la migración como partes constitutivas de las identidades diaspóricas (Woodward, 1997: 299-343).[20]
En un sentido muy real, las críticas tanto feminista como antirracista dejaron al descubierto que el concepto crítico de cultura era, a su manera, completamente ideológico —en consecuencia, no lo suficientemente crítico de la concepción dominante, con la cual, ahora, se veía coludido—, en la medida en que reificaba relaciones de poder constituidas históricamente —el paradigma del blanco, varón e inglés— como algo natural (Gilroy, 1987; McRobbie, 1980). De forma que, aunque mantenían una actitud crítica contra la ceguera ideológica del marxismo occidental, aun así compartían su preocupación por las distorsiones que la ideología generaba; y esta última ahora se veía como un indicador del dominio basado en género, etnia y clase. De forma similar, si bien criticaban la identidad monolítica implícita de la cultura —por ejemplo, “el pueblo”, “la nación”, “la comunidad”— evocada por el culturalismo británico, no dejaban de compartir su afán democratizante por rescatar experiencias que habían sido borradas del registro histórico. En este sentido, cuando fue desvelada la ideología de su concepto de cultura, los estudios culturales se radicalizaron potencialmente dentro de un paradigma transformado (que llegaría a incluir la crítica antirracista del feminismo y la crítica feminista del antirracismo). Pero está claro que ambas formas de crítica, como era lógico, desmontaron el concepto crítico de cultura dando origen a una política académica de la identidad centrada en las reivindicaciones étnicas y de género. Éste sigue siendo el paradigma dominante en la disciplina, sobre todo en Estados Unidos.[21] Curiosamente, la serie de tomos de nuevo se resiste a adoptarlo, en parte por la invocación de la multideterminación compleja y la contingencia, hecha a través del circuito de la cultura, y en parte debido a las transformaciones percibidas en el paradigma de la identidad, a su vez asociado con la idea de la globalización, incluyendo la suya propia, que se produce bajo la forma de “hibridez”.
El “giro cultural”: la globalización y la transnacionalización de los estudios culturales
El concepto de cultura que abastece a los estudios culturales se ha ido volviendo, en potencia, más autorreflexivo e históricamente consciente de sí: de limitarse a nombrar un objeto de conocimiento disponible para la descripción empírica y/o la recuperación populista, ha pasado a ser percibido como una práctica significante activa y regulativa, en la que el mero acto de nombrar —“¡esa cultura!”— puede ser desenmascarado, por ejemplo, como un indicador racializado de diferencia y estereotipación (Hall, 1997b: 223-279). También faltaba por emprender una reescritura de su historia que, además de enfatizar las reacciones contradictorias a la democratización de las instituciones de educación superior en Gran Bretaña durante la posguerra, por un lado, y los efectos que estaba teniendo la hollywoodización de las prácticas culturales, por el otro, también pusiera el acento sobre una crisis que se percibía en la cultura hegemónica posimperial. A este respecto son decisivas las observaciones de Homi Bhabha a propósito de la cultura como una práctica enunciativa: “La cultura sólo emerge como un problema, o como una problemática, cuando se llega al punto de una merma de significado en la contestación y articulación de la vida cotidiana, entre clases, géneros, razas, naciones” (Bhabha, 1994a: 34).[22]
Con las críticas poscoloniales a la contextualización nacional en los estudios culturales, su concepto crítico de “cultura” hereda las cicatrices de su propia formación y utilización históricas.[23]
En resumen, los estudios culturales se han descentrado de forma radical. No se trata nada más del resquebrajamiento del cuadro contextual nacional de su paradigma crítico debido a la crítica, sino también de la naturaleza policéntrica de la práctica institucionalizada dentro de los mismos estudios culturales, su diseminación desde las instituciones británicas hacia los Estados Unidos, Australia, América Latina, el sureste asiático y más allá, lugares todos donde ha sido transformada según las tradiciones locales de pensamiento radical —por ejemplo, los “frentes culturales” cuya historia en los Estados Unidos fue escrita hace poco por Michael Denning— y las agendas políticas específicas creadas por formas de Estado y capital locales (Denning, 1996: 265-286). Tal producción intelectual circula de forma poco regular, provocando reflexiones críticas que transforman todavía más, potencialmente, los conceptos de cultura operativos. Lo poscolonial se da cita con lo transnacional, y los estudios culturales se vuelven tan “híbridos” como aquellas prácticas culturales que, cada vez más, pretenden convertir en su objeto de estudio.[24] En otras palabras, se han transculturado los estudios culturales.
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