No resulta fácil avanzar aquí, por dos razones. La primera, la más elemental, es que hablar del amor cristiano (vamos a reducirlo a esta expresión, la más frecuente) en el contexto –¡por no decir en el texto!– heideggeriano es un reto ya que casi nunca se lo nombra ahí –cuando se trata del texto de Sein und Zeit y de los textos posteriores, sin pretender aquí ser exhaustivo–, mientras que, como se sabe, el primerísimo Heidegger no ignoraba nada al respecto (y, paralelamente, concedía a la “vida” una atención bien distinta). Una investigación precisa mostraría quizá que, incluso en el primerísimo Heidegger, el amor se considera esencialmente como amor a Dios o de Dios, antes que como amor de los hombres entre sí. (Podemos referirnos por lo menos al libro de Sylvain Camilleri, Phénoménologie de la religion et herméneutique théologique dans la pensée du jeune Heidegger).
La segunda dificultad es la de hablar del “amor cristiano” en general. La expresión parece carecer de toda dignidad no solamente filosófica sino incluso moral, y no se puede utilizar fuera de un contexto expresamente cristiano sin una connotación crítica, irónica o distanciada. El amor cristiano es, muy precisamente, aquello a lo que no se le puede conceder ningún crédito e incluso aquello que ha servido de hipócrita máscara para los peores excesos guerreros, políticos, sociales, civilizadores. Yo me inclinaría a decir que Nietzsche resuelve de una vez por todas la cuestión contraponiendo “el amor al prójimo” (que se reduce a un puro deseo de posesión) a la “amistad”, que está hecha de un deseo común y superior de un ideal.38 De esta amistad se ha acordado Derrida a título de “política”, no es este el lugar de hablar de esto pero me gustaría tan solo poner de manifiesto que, para Nietzsche, la amistad es “una suerte de prolongación (eine Art Fortsetzung)” del amor, un deseo que se trasciende.
Me parece que hay que afrontar juntas las dos dificultades, empezando por articularlas entre sí. Quiero decir: la desconsideración o la no-consideración del amor cristiano en Heidegger –incluido, y sobre todo, como amor entre los hombres, (rigurosamente indisociable, no obstante, del amor de/a Dios en estricta doctrina cristiana)– no tiene en sí misma nada de muy original en el seno de la filosofía. Es una herencia banal.
(Sin embargo, señalo de inmediato, aunque puede que vuelva sobre ello, que Kierkegaard se desmarca claramente al respecto y que piensa de forma precisa el amor al prójimo. Y también recuerdo que Kant realiza un análisis filosófico preciso del mandamiento del amor al prójimo. Incluso filosóficamente, hay algunos recursos… y sin duda habría que añadir algunos más).
Esa herencia banal comunica, sin duda alguna, con la caracterización del amor como voluntad, de la que he hablado en mi anterior respuesta. El amor en general –si no trasmutado en “amor intelectual”, lo cual siempre viene a ser quizá lo mismo que subordinar el amor a una comprensión o a un saber– siempre está, sin duda, demasiado vinculado, para la filosofía, con la pasión, la pasividad, el abandono. Por eso también se deja aproximar mejor como amor de Dios (esta vez en el único sentido del genitivo objetivo) mismo, más o menos entendido como amor intelectual. En Dios amo precisamente mi comprensión de su ininteligibilidad. O mi incomprensión de su suprema inteligibilidad. A este respecto, el amor al prójimo siempre corre el peligro, para los filósofos, de caer totalmente fuera de cualquier orden de inteligibilidad. Esto vale, por poner un ejemplo aquí, no indiferente, para Hannah Arendt al desconfiar del carácter fusional del amor cristiano y de la fraternidad crística representada como la unión de un cuerpo.
Heidegger, por lo tanto, no innova a ese respecto. Lo cual no impide que la Gemeinschaft de la que habla, no por no ser un cuerpo, deje de ser menos fusional a su manera, y no solo no claudica en modo alguno frente a la representación orgánica, sino que quizás extrapola su virtualidad unitaria.
Evidentemente, la llamada al amor cristiano nunca ha producido en el plano político –entendido en el sentido más amplio– nada que no sea, en el mejor de los casos, buenas obras, siempre de naturaleza privada y, en el peor, una manipulación interesada de los intereses de unas capas o de unas clases sociales bien determinadas. Eso no es sino demasiado conocido. Queda, no obstante, una especie de testimonio, contemporáneo de Heidegger, que quiero mencionar. El de Freud. No más cristiano, sí me atrevo a decir, que Heidegger, pero judío, y no solamente “judío de saber”, diría yo en referencia a Milner. Freud declaró en El malestar en la cultura que, frente a la violencia moderna, el amor cristiano es “la medida de defensa más fuerte contra la agresividad”. Ciertamente, se trata también de un mandamiento imposible de seguir y se revela como un procedimiento desastroso –“anti-psíquico”– del Superyo colectivo. Me parece que hay que retener ese testimonio, bastante inesperado.
En efecto, no resulta indiferente que Freud, que fecha ese imperativo como “el más reciente” producido por el Superyo, tenga en mente ese cara a cara entre una violencia que se ha tornado inconmensurable con respecto a todas las anteriores (aunque estamos tan solo recién terminada la primera de las guerras, así llamadas, mundiales…) y una exigencia ética inconmensurable con respecto a las disposiciones humanas. Eso significa, en el espíritu de Freud, que ahí se da una aporía de la que no ve cómo escapar.
Me gustaría remitir esta aporía al momento de su nacimiento. ¿Acaso ese momento no es aquel en el que precisamente comienza a tornarse posible una violencia en un principio no técnicamente desmedida, pero sí –lo cual es más importante– desenfrenada, de las pertenencias y de las estructuras de identificación comunes que estaban desmoronándose profundamente en el mundo romano? ¿Acaso ese momento no es también lo que Marx denominó un “pre-capitalismo” en el que la riqueza se libera (querríamos decir “se sacude”) de sus funciones sagradas, ostentosas y atesoradoras para convertirse en instrumento y finalidad de un poder ajeno a lo sagrado? ¿Acaso el judeo-cristianismo no porta, en su centro, una condena de la riqueza, en lo cual, por lo demás, le ha precedido la filosofía?
La condena moral de la riqueza y la llamada al amor de todos no dejan de tener relación entre sí, y también con la separación entre poder terrenal y poder celestial, la cual implica una diferencia respecto a la violencia respectiva de los dos poderes.
Con Heidegger, todo sucedería como si hubiese en cierto modo que ir en el mismo sentido –en conformidad por lo demás, en lo esencial, con toda la tradición filosófica (a condición de no detenerse demasiado en el asunto de la riqueza) pero sin retener nada del amor al prójimo. Pero ¿acaso ese amor no es, en resumidas cuentas, la respuesta a la liberación de todas las estructuras de pertenencia (siempre sagradas, políticas y económicas al mismo tiempo) y al advenimiento, tendencialmente fuera de cualquier “pueblo”, de los individuos a la vez aislados e indistintos y, por eso mismo, expuestos a una violencia nueva, de igual manera que son designados, al mismo tiempo, como sujetos de un derecho que, de entrada y por principio, no está encargado de concederles más valor (más sentido) que precisamente el de sujeto de derecho (sui juris)?
¿Qué requiere el amor cristiano sino considerar un valor (un sentido) ni económico ni jurídico de cada cual? En cuanto miembro del cuerpo divino, ciertamente, pero ese cuerpo no es un cuerpo orgánico. Es un cuerpo místico, lo cual significa que sus miembros no son miembros, sino que cada uno tiene una autonomía plena. Incluso la doctrina católica más oficial lo afirma. Es, por el contrario, de un desconocimiento del “espíritu del cristianismo” (si puede decirse) de donde ha procedido quizás el poner en cuarentena el “amor cristiano”. No se trataría sino de un fenómeno local dentro de un inmenso auto-desconomiento –doblado de una autodeconstrucción– del cristianismo, es decir de Occidente. A pesar de todo, somos la única civilización (o cultura), por una parte, que se ha mundializado y, por otra parte, la única también que se detesta y se condena. Heidegger es quizás el crisol más significativo de esa doble alquimia.
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