Pero insuficiente porque aparece un punto de facticidad –de ser-en-el-mundo– en donde en efecto hay “tempestad” y en donde se “disfruta”, poco importa lo que tiene lugar o no con ese nombre; no hablo de orgasmo ni de orgías, sin embargo hablo también de besos, de caricias, de lo que Martin evoca en sus cartas a Hannah o más adelante a Elisabeth Blochmann (cierta carta del 13 de octubre de 1931 esboza un pensamiento del erotismo que desde hace tiempo tengo en mente comentar). Lo evoca porque ese amor se ha hecho (una vez más, poco importa cómo: a veces, basta con una sola mirada).
¿Por qué dejar este asunto en la sombra? ¿Este asunto en el que justamente el cuerpo está expuesto de una forma totalmente diferente a como lo está según la fisiología, la psicología, la animalidad o la naturalidad, si, en efecto, ninguno de esos regímenes resulta adecuado?
Aquí se da sin duda una encrucijada, común al cristianismo y a Heidegger. Es decir, común a todo lo que se trama bajo el motivo de la voluntad (y/o del deseo y de la “exigentia” de la que habla a propósito de la voluntad nietzscheana). El cristianismo es el deseo infinito, Dios como devenir-hombre y hombre como devenir-dios, así pues, Dios como devenir y voluntad de voluntad o potencia como acrecentamiento de potencia. Heidegger no se equivoca al ver ahí una machaconería metafísica. Pero también es, íntimamente entrelazado, un infinito de disfrute o de alegría (de adoración, me siento tentado de decir con una palabra religiosa y amorosa). Este último carece de devenir, de acrecentamiento e incluso de potencia (hay que entenderlo también en lo que concierne al sexo). Sin duda, Heidegger percibió igualmente algo de eso al hablar de la “univocidad” del cristianismo, tal y como lo he analizado en mi “suplemento” a Banalité de Heidegger.
La encrucijada se produce entre el infinito acrecentamiento y el dejar-ser infinito (o bien el ser-gebraucht, es decir usado y disfrutado –frui, término tomado de Agustín para traducir a Anaximandro... ¡todo un programa!). De forma lapidaria, yo diría: el amor se ausenta en Heidegger porque la desconfianza justificada hacia el cristianismo hace que permanezca al mismo tiempo en una suspensión indecidida acerca del “querer el ser propio”. Ese querer sigue siendo querer y amor como querer (decisión, exigencia). Sin embargo, este tendería y ha estado a punto de tender hacia otra cosa: hacia la “tempestad”, la que Verlaine denomina “la buena tempestad”.35
¿Heidegger, Verlaine? No habría que tener que elegir. Pero, como el primero ignoró algo de su encuentro con el ser propio –único, singular– de su estudiante judía tan bella, tan pensante y tan amante, como sintió la necesidad de hacer que le sucediese (o de adjuntarle) un odio esencial hacia un presunto pueblo elegido de la destrucción de Occidente, elegimos finalmente a Verlaine. Al menos un instante, un tiempo que es preciso marcar.
er: Todo lo que estás diciendo aclara perfectamente el entramado eros-agápe, pero no responde, sin embargo, a no ser de manera indirecta a través de la evocación de lo que Heidegger denomina “univocidad cristiana” en los Cuadernos negros–, al otro extremo del “arco tensado” del que habla “La liberté de l’amour”, es decir al “amor al prójimo”, la “caritas” que a veces también has presentado en términos de “fraternidad”.
Me gustaría que nos detuviésemos en esa extremidad no solo porque, de los intérpretes que han abordado las “trifulcas” del autor de Sein und Zeit con la cuestión del amor, tú eres, tal y como acabas de recordarlo a tu vez, el único que ha puesto el acento en la necesidad de tratar eso en relación con la cuestión de la Gemeinschaft (cfr. § 74), sino también porque, en la página 31 de Que faire?, le atribuyes a Heidegger36 el mérito de haber reconocido, en 1942-1943 en su seminario sobre Parménides, lo que es importante reconocer hoy en día, a saber, que la política (“la institución y el régimen de existencia de la ciudad”) no es “ya la condición ni el lugar del ejercicio del sentido de ser (de ser en el mundo, de ser juntos y de ser uno mismo)”.
Te preguntaré, por lo tanto: ¿Qué pasa exactamente con lo común (gemein) que tú dices ultra-político (“a la vez en falta y en exceso con respecto a la política”),37 que vinculas indisolublemente con “la elección de todos sin distinciones” y que, como acabas de indicar, se ha de entender en referencia a “un infinito de adoración”?
JLN: ¿Yo he hablado de la caritas como “fraternidad”? Me extraña, pero por qué no (si lo he argumentado bien...). En cualquier caso, me interesa tu pregunta sobre el amor cristiano.
Tienes razón, si Heidegger reconoce que el régimen griego de la polis ya no es ni puede ser ya el nuestro, en cuanto sentido de ser en el mundo, dado que semejante sentido de ser solo puede tener lugar de acuerdo con un Mitdasein, entonces se tiene que inventar ya sea otra política ya sea otra cosa con la política, junto a ella, por debajo o por encima de ella. En el volumen 94, Heidegger dice, en relación con “el final de la filosofía”, que hemos de preparar una Metapolitik (pp. 115 y de nuevo en la p. 124). En Sein und Zeit, la política casi no aparece, y lo hace de una manera neutra, como uno de los campos del actuar y sin relación especial con el Mitsein ni con el Volk y su Gemeinschaft, los cuales, en cambio, proporcionan el lugar de realización plena del Geschick y de la muerte en cuanto sacrificio.
Si no queremos lanzarnos a una investigación más amplia sobre la “política” en Heidegger, pienso que no es insensato decir que empezó y terminó con una “metapolítica”, cualquiera que sea la manera precisa en que queramos entender esta palabra. En todo caso, indica al menos un registro superior o más originario que cualquier organización de ciudad y de gobernanza, al mismo tiempo que un lugar en el que la autenticidad no puede sino adquirir una dimensión común (comunitaria/popular).
Ese lugar, es preciso decirlo, porta inevitablemente, para un europeo moderno, una de las dos siguientes marcas o bien una combinación de las dos: la nación (y/o el pueblo) o la fraternidad de las criaturas de Dios. El pensamiento crítico más habitual de la modernidad reacciona de inmediato burlándose: la alienación política o la religiosa. Y, en cierto modo, Heidegger no está ciertamente muy lejos de ese jucio. Contra este, tan solo reinvindicaría que la nación se ha de entender como el pueblo y el pueblo como la capacidad de un encuentro con un destino común, y quizá también que ese encuentro de lo común consigo mismo, en resumidas cuentas, se puede denominar “fraternal” en el sentido en el que aparece esta palabra en una cita de Dilthey en el § 77. La fraternidad en cuestión es, aquí, la que se experimenta en la relación con “el espíritu de la historia” y que se considera “más próxima” que la de los habitantes del mundo alrededor nuestro.
Añado, pues lo merece para mi propia intención, aunque quizá no lo pueda desarrollar, que, a continuación del mismo pasaje y del mismo pensamiento sobre la historia, la palabra “vida” es la que está, muy excepcionalmente, valorada en las dos citas de Yorck. Por lo menos en ese lugar, la vida se encuentra igualada a la existencia: Heidegger, al menos, no se toma la molestia de señalar reserva alguna respecto a la utilización de esa palabra en Yorck. Ahora bien, es preciso recordarlo, frente a la conocida subordinación de la vida (del “únicamente vivir”) en Sein und Zeit, el monoteismo judeo-cristiano (y musulmán) se caracteriza por la designación de un “Dios viviente”.
No digo nada más al respecto (me permito indicarte un texto escrito recientemente, “La vie suspendue”, en donde discuto, de pasada, el cara a cara de esa “vida” divina y de la “muerte” heideggeriana). Pero se da un vínculo, que no voy a explicitar aquí, entre la vida, la fraternidad y el amor, para llegar por fin al asunto de tu pregunta.
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