José Garzón del Peral - Se muere menos en verano

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Salido de una familia humilde en un pequeño pueblo en Jaén, Pedro llega a Madrid con el objetivo de estudiar una carrera. Tiene que salir adelante en un mundo de trenes mugrientos, pensiones inhóspitas y penurias económicas. Toca tirar de ingenio para avanzar. Ya como un hombre envejecido y achacoso, tío Pedro cuenta su experiencia a un joven. Aquellos inicios de supervivencia le llevaron hasta una vida en la que se introdujo en la bohemia teatral, entabló amistad con personalidades como el jefe de la Comunidad Ahmadía del Islam en España o con quien posteriormente se proclamó como el Papa Clemente e incluso vivió en Lisboa la Revolución de los Claveles.Entre frases entrecortadas por su avanzada edad, el tío Pedro expone en un libro intenso, lleno de anécdotas y de lugares para el recuerdo, una vida donde toma cuerpo la propia biografía de José Garzón. 
Se muere menos en verano es toda una sucesión de imágenes, un legado a la superación entre un colegio del Sacromonte granadino y la Sevilla donde el protagonista encontrará su estabilidad profesional.

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Al regreso de las vacaciones de Navidad la casa había aumentado en número de huéspedes: una tía de Jesús y su hija se habían visto obligadas a viajar de Canarias a Madrid para que la primera de ellas fuese tratada de un cáncer travieso; la prima, alumna en la Facultad de Derecho de La Laguna se vio obligada a abandonar temporalmente las clases. Doña Consuelo procuró hacerles la estancia agradable y les habilitó una habitación con camilla, brasero y sillones de orejeras que yo compartía con Carla casi todas las noches, hasta una hora prudencial, con el pretexto de estudiar juntos y a qué negarlo, seducirnos mutuamente. Un poco tímida e introvertida, Carla cautivaba por la musicalidad de su acento canario armonizado con una voz muy dulce, sensual y una estructura corporal envidiable en la que destacaban sus ojos azules de mirar lánguido, una sonrisa delicada, la piel morena…, una mezcla de inocencia y erotismo…, una «Lolita» de corta melena, camisa blanca ligeramente desabotonada y short muy cortos sobre pantis. Conseguí granjearme su amistad acompañándola con frecuencia del hospital a casa, paseando; le hice creer que era mi camino habitual y así, poco a poco, fui ganando su confianza, al punto que se instaló entre nosotros una amistad sana, no muy frecuente en la época entre jóvenes de distinto sexo por razones socio-políticas: separación de sexos en las escuelas, adjudicación de noviazgo a las chicas vistas dos o tres veces a solas con el mismo chico, motivos religiosos… Algunos días, pasábamos horas al calor del brasero, en soledad; la amistad se fue tornando deseo, evidente por mi parte y latente por la suya; achacaba su falta de receptividad al disgusto por la enfermedad de su madre; yo insistía, había algo que me animaba a seguir, la veía frágil, asustada, inexperta… La insinuación y provocación permanente dieron paso a caricias, robadas algunas veces, consentidas otras… al comienzo de algo sublime; reíamos con sus frases de doble sentido que jamás llegué a discernir si eran fruto de la picardía o la inocencia; decía, clavando los ojos, sus enormes ojazos, en los míos: «Cuando tenga un orgasmo te enterarás, voy a tirar cohetes. ¿Sabes que me excita mucho el olor a gasolina… y también el sudor de las axilas? ¡Controlado, claro!… No te entusiasmes mucho que todo lo que ves es solo fachada, no estoy pa ná». Una de las primeras noches a solas la temperatura fue subiendo al calor del brasero, me descalcé y saqué el pie a pasear entre las nalgas de Carla; interpreté el respingo inicial y su poco convincente reproche como una aceptación tácita a mi propuesta. Se rehundió en la butaca para acortar distancias y… a juzgar por sus contorsiones, expresión de ojos y mordida de labios, yo diría que disfrutó sin complejos, sus ojos hablaban: «¡Madre mía, no sé cómo he podido hacer esto! La verdad es que me has cogido en mi día tonto, hoy me podría haber excitado hasta con la pata de una mesa; sin embargo, no puedo seguir engañándote, hay algo que aún no te he confesado… tengo una atracción muy definida por las mujeres, sirva lo que acaba de ocurrir para hacerte sentir un ser superior, jamás pensé que pudiera ocurrirme algo así con un hombre». Se levantó por agua, no llevaba sujetador bajo la camisa y sus pechos, bamboleantes, se movían al compás de las pisadas. «¡Qué desperdicio, madre mía!», la piropeé. «Demos tiempo al tiempo», contestó pícaramente. No era normal en los años sesenta admitir relaciones homosexuales y, menos aún, hablar abiertamente de ellas. Se conocían, se intuían, se permitían… pero no era tema de conversación entre familia, amigos o compañeros y si lo era afloraban inexorable y peyorativamente, los tópicos típicos de la homosexualidad masculina, en tanto que los comentarios viraban a morbosos si era femenina. Mi pensamiento no difería del imperante en los varones de la época: permisividad ante el lesbianismo, repugnancia e incomprensión ante la homosexualidad masculina. La pareja de Carla era una compañera de curso con la que se escribía casi a diario; a partir de su confesión me dio a leer todas las cartas, el morbo estaba servido, gozaba poniéndome celoso para aplacar mi pena posteriormente con todo tipo de arrumacos; alguna mañana en que nos quedamos solos en casa despertaba con ella junto a mí, en la cama; me ofreció intentar dejar sus tendencias lésbicas e irse conmigo; estaba a punto de conseguirlo cuando un empeoramiento súbito de la madre finalizó en desahucio médico y el regreso precipitado a Canarias. Nos escribimos durante un tiempo, incluso fui a visitarla con el primer dinero que gané en Sevilla pero había retomado su senda: «La verdad es que yo no he nacido para ser bolso de ningún hombre», fueron sus últimas palabras en el aeropuerto.

La bohemia decidió anidar en nuestras vidas el día que un amigo francés, Armand, que se especializaba en Lengua y Literatura Española sugirió una visita al café Gijón en el paseo de Recoletos, sede de una famosa tertulia literaria acreditada por el nivel de los intelectuales y artistas que acudían; acogió a gran parte de la Generación del 27, por allí pasaron Lorca, Pérez Galdós, Valle-Inclán, Gala, Cela, Buñuel, Salinas… Sorprendía el olvido injustificado, el ostracismo, al que habían sido sometidas las «Sinsombrero», un grupo de mujeres talentosas, comprometidas y valientes que vivieron, con la misma intensidad que los hombres, un periodo histórico comprometido y que compartieron tiempo, espacio e inquietudes con ellos; tal era el caso de las escritoras y poetisas exiladas Rosa Chacel, María Zambrano o María Teresa León Goyri —compañera de Alberti— y el de otras que decidieron permanecer en España tras la contienda.

La pérdida de Carla, avanzado Marzo, me sumió en una depresión preocupante a la que conseguí vencer gracias al esfuerzo de mis compañeros por devolverme la alegría; mi regreso al mundo de los vivos se produjo una noche en la lechería de la esquina mientras trasegábamos los habituales vasos de leche que enmascaraban la cena… al parecer, Paco y Eduardo caminaban por la cuesta de Moyano cuando fueron requeridos por dos bellezas que no llegaban a los cuarenta para cambiar la rueda pinchada de su descapotable rojo. Imaginaba la reacción de dos personas tan antagónicas… Eduardo con el pelo cuidadosamente desordenado —fruto de muchos minutos de espejo—, y sus gafas pequeñas de montura rectangular, pecaba de nihilista, no le encontraba sentido a la vida; más de una vez deberíamos haber llamado a emergencias para que le tratasen sus manías de intelectual atormentado. Paco, un seductor bañado en colonia, con cinturón y mocasines a juego… polo y zapatillas… ¡Un ligón! Intelectual y seductor no dudaron convertirse en buenos samaritanos, cambiaron la rueda con tanto agrado como impericia, terminaron sudorosos, llenos de grasa y polvorientos; ellas, más avezadas, sugirieron llevarlos a su residencia de la Moraleja para que se asearan un poco; tuvieron que insistirles pero al final los cervatillos cedieron, en el fondo deseaban que aquello no quedara en un mero incidente; entre expectantes y acojonados, por la diferencia de edad, fueron conducidos a la urbanización en los minúsculos asientos traseros del descapotable y fustigados por las melenas al aire de sus anfitrionas; acababan de convertirse en hombres objeto. Un mando a distancia facilitó la entrada del vehículo al sótano de una lujosa mansión unifamiliar; a escasos metros del aparcamiento un gran salón-bodega con estanterías repletas de vinos de las mejores añadas, licores, embutidos, latas de conserva, caviar… Alrededor de una gran chimenea, butacas, alfombras, una mesa de billar, luces indirectas, un equipo de música… todo lo que cualquiera podría anhelar para una gran evasión. La pelirroja, más joven y amiga de la dueña, lanzó el bolso a un sillón, levantó los dos brazos, sacó pecho y exhibió su impresionante figura subida a unos tacones de doce centímetros: «No me quito los tacones ni loca, antes muerta que sencilla, gracias a ellos tengo estas piernas como piedras. ¡Toca, toca!», le decía a Paco mientras movía la melena y ponía morritos al espejo; después, en plena exhibición, colocó su pierna derecha sobre un pequeño taburete y sensualmente se alisó la media con las dos manos hasta llegar a los corchetes del liguero y repitiendo la operación con la izquierda; no estimando suficiente la provocación elevó con ambas manos los pechos dejando aún más atolondrados a los dos adolescentes. La pelirroja, Emilia era su nombre, no se besaba porque no podía. Paco había aprendido, posiblemente de sus hermanas, a masajear las chicas frotando el cuello con una botella de champán hasta que el corcho saltaba solo: «¡Sigue, sigue…! —gemía Emilia—, ¡jamás me habían masajeado así! Necesito una ducha»; pidió a gritos una toalla y Lydia le ofreció una minúscula para que al salir con ella anudada a la cintura se le viese todo. «¡Qué! ¿Os gusto? Es que yo soy muy femenina y necesito sentirme guapa, no entiendo a esas mujeres que se esfuerzan en parecer que no van maquilladas, me gusta vestir bien, ir a los mejores modistos… Voy por la vida rescatando la belleza que me sale al paso, vosotros sois un ejemplo; ya me casé una vez con un arquitecto y me descasé muy pronto, no me seguía; además soy muy enamoradiza, me encanta obnubilarme y él no lo llevaba bien». La morena, Lydia, dueña de la casa, no desmerecía a Emilia; al parecer había trabajado en la sala de fiestas Pasapoga —Gran Vía—, de la que fue «liberada» por su marido, pero la cabra siempre tira al monte y lo cierto es que ambas se complementaban y rivalizaban en belleza y descaro, un clásico: mujeres ahogadas en la soledad, cuando no en alcohol, que se envuelven en una sensualidad agresiva si la vida les da la espalda. Lydia intentó suavizar la exhibición de su amiga:

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