Ella, lista para comenzar su vida de nuevo.
Se acercó a una gran ventana tratando de ignorar su reflejo e intentando, en cambio, vislumbrar algo en la oscuridad que la rodeaba, ilimitada, como sus planes. Sus deseos. La decisión de dejar de esperar a que su padre se diera cuenta de su potencial y, en su lugar, tomar lo que ella quería. Probarse a sí misma que era lo suficientemente fuerte, lo suficientemente inteligente, lo suficientemente libre.
Y tal vez un poco imprudente.
Pero ¿qué era el camino al éxito sin un poco de imprudencia?
Esa imprudencia la descartaría de la carrera hacia el matrimonio con cualquier hombre decente y haría imposible que su padre le negara lo que realmente quería.
Un negocio propio. Una vida propia. Un futuro propio.
Respiró hondo y se volvió hacia una mesa cercana, cargada con suficientes manjares como para alimentar a un ejército: sándwiches de té, canapés y petits fours . Una botella de champán y dos copas colocadas junto a la comida. No debería sorprenderse, la encuesta sobre sus preferencias para la noche había sido bastante completa, y había pedido un refrigerio así, porque le gustaba el champán y la comida deliciosa —¿a quién no?— y, además, porque sentía que era el tipo de cosas que una mujer con experiencia haría en una ocasión como esta.
Y por eso, esperaba a su pareja ante una mesa engalanada, como si aquel lugar fuera una posada en el Gran Camino al Norte y la habitación hubiera sido preparada para unos recién casados. Hattie sonrió con aquella tonta y romántica idea. Pero esa era la mercancía que se vendía en el 72 de Shelton Street, ¿no? El romance a la carta, comprado y envasado.
Champán y petis fours y una cama de cuatro postes.
De repente todo parecía muy absurdo.
Rio por lo bajo de manera nerviosa. No había forma de que comiera canapés o petis fours . Su estómago hambriento los vomitaría al instante. Pero el champán… tal vez el champán era justo lo que necesitaba.
Se sirvió una copa y se la bebió como si fuera limonada. El calor la invadió más rápido de lo que esperaba, suministrándole el coraje suficiente para impulsarla a cruzar la habitación y tirar de la campana para invocar a Nelson. Nelson, el héroe de guerra más completo que existía.
Supuso que había peores nombres para el hombre que la libraría de su virginidad.
Hattie tiró de la campana —que no se oyó en la habitación, pero que sonó en algún lugar lejano del misterioso edificio— e imaginó un montón de hombres guapos que esperaban para proporcionar una minuciosidad minuciosa, como los caballos en la salida de una carrera. Sonrió ante aquella imagen salvaje, viendo a un Nelson sin rostro vestido con un uniforme completo y un sombrero de almirante, no podía quejarse de no tener una imaginación creativa; lo vio poniéndose en movimiento al oír el sonido, corriendo, largas piernas subiendo las escaleras de dos en dos, quizás tres a la vez, perdiendo el aliento en la carrera para llegar hasta ella.
¿Cómo debería estar dispuesta cuando él llegara? ¿Debería esperar en la ventana? ¿Querría verla de pie para evaluarla mejor? No le entusiasmaba esa idea.
¿Y si ponía una silla junto a la chimenea o junto la cama?
Dudaba mucho que él quisiera conversar. De hecho, estaba segura de que no le interesaría conversar con ella. Después de todo, era un medio para un fin.
Así que… La cama estaba allí.
«¿Debo acostarme en ella?».
Eso parecía bastante atrevido, aunque, la verdad, ya no había marcha atrás después de que, meses atrás hubiera buscado el 72 de Shelton Street y hubiera enganchado el birlocho esa noche. A eso se añadía que había cruzado cualquier límite al besar a un desconocido en el carruaje.
Por un momento salvaje, no fue un almirante sin rostro el que corría hacia ella. Fue un tipo de hombre completamente diferente. Con una cara hermosa. Con rasgos perfectos, ojos de ámbar, cejas oscuras y labios que eran más suaves de lo que ella había imaginado que podían ser unos labios.
Se aclaró la garganta y apartó esa idea, volviendo a la pregunta en cuestión. Acostarse sería un error, al igual que sentarse con los tobillos cruzados en esa cama. ¿Quizás había un punto medio? ¿Una pose seductora de algún tipo?
Argg…, si no había sido seductora en su vida…
Se situó en la esquina menos iluminada de la cama y se reclinó hacia atrás, rodeando el poste con un brazo para mantenerse firme, deseando parecerse al tipo de mujer que hacía este tipo de cosas de forma habitual. Una seductora que conocía sus deseos y sus preferencias. Alguien que entendía expresiones como «sumamente minucioso».
Y, entonces, la puerta se abrió y el corazón latió con fuerza cuando entró una gran figura envuelta en sombras; no llevaba sombrero de almirante ni uniforme. Nada tan remotamente seductor. Iba vestido de negro. De pies a cabeza.
Ya dentro, la luz iluminó su rostro perfecto con un cálido y dorado resplandor.
Su corazón se detuvo y se puso rígida de golpe, perdiendo el equilibrio hasta casi caerse de la cama.
Él se movía con gracia singular, como si no hubiera estado inconsciente en el carruaje una hora antes. Como si ella no lo hubiera empujado a la calle. Hattie posó la mirada en él, buscando rasguños o moratones, dolores o molestias por la caída. Nada.
—Tú no eres Nelson —dijo, tragando saliva con dificultad y agradecida por la poca luz.
Él no respondió. La puerta se cerró a su espalda.
Estaban solos.
Encontrarla debería de haber sido como dar con una aguja en un pajar. Ella debería haber desaparecido.
Tendría que haber sido sido una más entre las miles de mujeres, en miles carruajes, corriendo como escorpiones por los rincones más oscuros de Londres, oculta a la vista de los hombres ordinarios.
Y lo habría sido, si no fuera porque Whit no era un hombre ordinario. Era un Bastardo Bareknuckle, un rey de las sombras de Londres, con decenas de espías apostados en la oscuridad, y en su territorio no ocurría nada sin que él lo supiera. Había sido ridículamente fácil para su amplia red de vigías encontrar el único carruaje negro que se dirigía hacia la oscuridad.
Lo habían estado siguiendo antes de que él se subiera a los tejados. Obtuvieron su ubicación tan rápido como él pidió la información. El cargamento que conducía había desaparecido, los escoltas que habían sido atacados estaban vivos, y sus atacantes se habían esfumado. Sin identificar.
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