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Sarah MacLean: Lady Hattie y la Bestia

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Sarah MacLean Lady Hattie y la Bestia

Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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A Nora le gus­ta­ba decir que una mujer que tomaba las rien­das de su propio ca­rr­ua­je era una mujer que tomaba las rien­das de su propio des­ti­no.

Hattie no estaba del todo segura de eso, pero no negaba que valía la pena tener una amiga con una es­pe­c­ial ha­bi­li­dad para con­du­cir, sobre todo en las noches en las que no de­se­a­ba que los co­che­ros ha­bla­ran, algo que haría cual­q­u­ier co­che­ro si con­du­cía a dos hijas sol­te­ras de la aris­to­cra­c­ia hasta el ex­te­r­ior del 72 de Shel­ton Street. No im­por­ta­ba que el 72 de Shel­ton Street no pa­re­c­ie­ra, a pri­me­ra vista, un burdel.

«¿Se­g­ui­rí­an lla­mán­do­se bur­de­les si eran para mu­je­res?».

Hattie supuso que eso tam­po­co im­por­ta­ba mucho; el her­mo­so edi­fi­c­io no se pa­re­cía en nada a lo que ella ima­gi­na­ba que debían de ser sus ho­mó­lo­gos mas­cu­li­nos. De hecho, pa­re­cía cálido y aco­ge­dor, bri­lla­ba como un faro, con ven­ta­nas llenas de luz dorada y ma­ce­tas que col­ga­ban a cada lado de la puerta y arriba, en ma­ce­te­ros, en cada al­féi­zar, en las que ex­plo­ta­ban todos los co­lo­res oto­ña­les.

A Hattie no se le es­ca­pa­ba que las ven­ta­nas es­ta­ban cu­b­ier­tas, algo bas­tan­te ra­zo­na­ble, ya que lo que su­ce­día dentro era de na­tu­ra­le­za pri­va­da.

Le­van­tó una mano y com­pro­bó la po­si­ción de su más­ca­ra una vez más.

—Si hu­bié­ra­mos venido en el tíl­bu­ri, nos ha­brí­an visto.

—Su­pon­go que tienes razón. —Nora se en­co­gió de hom­bros y le brindó a Hattie una son­ri­sa—. Bueno, en­ton­ces, lo em­pu­jas­te fuera del ca­rr­ua­je…

—No de­be­ría ha­ber­lo hecho. —Hattie se rio.

—No vamos a volver para dis­cul­par­nos —dijo Nora, se­ña­lan­do la puerta con una mano—. ¿En­ton­ces? ¿Vas a entrar?

Hattie res­pi­ró hondo y se volvió hacia su amiga.

—¿Es una locura?

—Ab­so­lu­ta­men­te —res­pon­dió Nora.

—¡Nora!

—Es una locura de las buenas. Tienes planes, Hattie. Y así es como se al­can­zan. Una vez que se llevan a cabo, no hay vuelta atrás. Y, fran­ca­men­te, te lo me­re­ces.

—Tú tam­bién tienes planes, pero no has hecho nada así. —La voz de Hattie trans­mi­tía una ligera va­ci­la­ción.

—No he tenido que ha­cer­lo. —Nora guardó si­len­c­io y se en­co­gió de hom­bros.

El uni­ver­so había dotado a Nora de ri­q­ue­za, pri­vi­le­g­ios y de una fa­mi­l­ia a la que no pa­re­cía im­por­tar­le que usara ambos para coger la vida por los cuer­nos.

Hattie no había tenido tanta suerte. No era el tipo de mujer de la que se es­pe­ra­ba que di­ri­g­ie­ra su propio des­ti­no. Pero, des­pués de esa noche, pre­ten­día mos­trar al mundo que tenía la in­ten­ción de ha­cer­lo. Aunque antes debía desha­cer­se de la única cosa que la re­te­nía.

Así que, allí estaba. Se volvió hacia Nora.

—Estás segura de que esto es… —dijo.

Un ca­rr­ua­je que se acer­ca­ba la in­te­rrum­pió, los ca­ba­llos y el ruido de las ruedas re­tum­ba­ron en sus oídos mien­tras se de­te­nía. Un trío de ri­s­ue­ñas mu­je­res des­cen­dió con her­mo­sos ves­ti­dos de seda, que bri­lla­ban como joyas, y más­ca­ras de ar­lequín casi idén­ti­cas a la de Hattie. Po­se­í­an un cuello largo y una cin­tu­ra es­tre­cha, así como bri­llan­tes son­ri­sas, era fácil decir que eran her­mo­sas.

Hattie no lo era.

Dio un paso atrás, cho­can­do contra el la­te­ral del ca­rr­ua­je.

—Bueno, ahora sí estoy segura de que este es el lugar —dijo Nora se­ca­men­te.

—Pero ¿por qué…? —Hattie miró a su amiga.

—¿Por qué lo hacen? —com­ple­tó Nora.

—Es que po­drí­an tener a… —«Cual­q­u­ie­ra que les gus­ta­ra».

—Tú tam­bién po­drí­as. —Nora la miró ar­q­ue­an­do una de sus os­cu­ras cejas.

No era cierto, por su­p­ues­to. Los hom­bres no la re­cla­ma­ban. Aunque dis­fru­ta­ban de su com­pa­ñía, eso sí. Des­pués de todo, le gus­ta­ban los barcos y los ca­ba­llos y tenía cabeza para los ne­go­c­ios y era lo su­fi­c­ien­te­men­te lista para di­ver­tir­se du­ran­te una cena o un baile. Pero cuando una mujer miraba y ha­bla­ba como lo hacía ella, los hom­bres eran más pro­pen­sos a darle pal­ma­di­tas en el hombro que a abra­zar­la apa­s­io­na­da­men­te. La buena y vieja Hattie, y había sido así in­clu­so cuando dis­fru­ta­ba de su pri­me­ra tem­po­ra­da y no era vieja en ab­so­lu­to.

No dijo nada; Nora rompió el si­len­c­io.

—Tal vez ellas tam­bién están bus­can­do algo… sin ata­du­ras. —Vieron a las mu­je­res gol­pe­ar en la puerta del 72 de Shel­ton Street, donde una pe­q­ue­ña ven­ta­na se abrió y se cerró antes de que lo hi­c­ie­ra la puerta, y ellas de­sa­pa­re­c­ie­ran dentro, de­jan­do la calle en si­len­c­io una vez más—. Tal vez esas mu­je­res tam­bién están in­ten­tan­do di­ri­gir sus pro­p­ios des­ti­nos.

Un rui­se­ñor cantó y fue res­pon­di­do casi in­me­d­ia­ta­men­te por otro, a dis­tan­c­ia.

«El Año de Hattie».

—Muy bien, en­ton­ces de ac­uer­do.

—Per­fec­to. —Su amiga sonrió.

—¿Estás segura de que no deseas entrar?

—¿Para hacer qué? —pre­gun­tó Nora con una risa—. Dentro no hay nada que me in­te­re­se. He pen­sa­do en dar una vuelta en el ca­rr­ua­je para ver si puedo su­pe­rar mi marca en Hyde Park.

—¿Vuel­ves dentro de dos horas?

—Aquí estaré. —Nora in­cli­nó la gorra de co­che­ro en un saludo y sonrió a Hattie—. Dis­fru­te, milady .

Aquel había sido el plan de Hattie desde hacía meses, ¿no? Dis­fru­tar la pri­me­ra noche del resto de su vida, cerrar la puerta al pasado y atra­par el futuro con las manos. Des­pués de ha­cer­le un guiño a su amiga, se acercó al edi­fi­c­io con los ojos cla­va­dos en la pe­q­ue­ña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el mo­men­to en el que llamó, por donde apa­re­c­ie­ron un par de ojos os­cu­ros que la eva­l­ua­ron al ins­tan­te.

—¿Con­tra­se­ña?

—Regina.

La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.

Le llevó un mo­men­to ajus­tar sus ojos al oscuro in­te­r­ior del edi­fi­c­io, un cambio bas­tan­te brusco, pues el ex­te­r­ior estaba bien ilu­mi­na­do, algo que ins­tin­ti­va­men­te le hizo to­car­se la más­ca­ra.

—Si se la quita, no podrá que­dar­se —le ad­vir­tió la mujer que le había ab­ier­to la puerta. Era alta, es­bel­ta y her­mo­sa, con el pelo oscuro, los ojos más os­cu­ros to­da­vía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.

—Soy… —Bajó la mano de la más­ca­ra.

—Sa­be­mos quién es usted, milady . No hay ne­ce­si­dad de nom­bres. Su ano­ni­ma­to es una pr­io­ri­dad para no­so­tros. —La mujer sonrió.

Hattie pensó que era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien le decía que ella era una pr­io­ri­dad. Y le gustó bas­tan­te.

—Oh… —res­pon­dió sin saber qué añadir—. Qué amable…

La mujer se dio la vuelta, atra­ve­só una gruesa cor­ti­na y entró en la sala prin­ci­pal, donde estaba la re­cep­ción. Las tres mu­je­res que Hattie había visto fuera de­ja­ron de char­lar para es­tu­d­iar­la. Hattie co­men­zó a mo­ver­se hacia un sofá cer­ca­no que estaba vacío, pero su es­col­ta la detuvo para gu­iar­la a través de otra puerta.

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