Sarah MacLean - Lady Hattie y la Bestia

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Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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—Por aquí, milady .

—Pero han lle­ga­do antes que yo —dijo mien­tras la seguía.

—No tienen cita. —Una pe­q­ue­ña son­ri­sa asomó en los car­no­sos labios de aq­ue­lla be­lle­za. La idea de que al­g­u­ien pu­d­ie­ra apa­re­cer en un lugar como este sin previo aviso le pa­re­ció una locura. Des­pués de todo, eso sig­ni­fi­ca­ría que fre­c­uen­ta­ban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía re­gu­lar­men­te? Sig­ni­fi­ca­ría que las veces an­te­r­io­res lo había dis­fru­ta­do.

La emo­ción la re­co­rrió cuando en­tra­ron en la ha­bi­ta­ción de al lado, más grande y ova­la­da, de­co­ra­da con ricas sedas de color rojo in­ten­so y bro­ca­dos do­ra­dos, exu­be­ran­tes ter­c­io­pe­los azules y ban­de­jas de plata car­ga­das de cho­co­la­tes y petits fours .

A Hattie le gruñó el es­tó­ma­go; no había comido antes porque estaba de­ma­s­ia­do ner­v­io­sa.

—¿Le gus­ta­ría tomar un re­fri­ge­r­io? —le pre­gun­tó su her­mo­sa es­col­ta vol­vién­do­se hacia ella.

—No. Me gus­ta­ría ter­mi­nar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…

—Lo en­t­ien­do. Sígame. —La mujer sonrió.

Y la siguió a través de los la­be­rín­ti­cos pa­si­llos del edi­fi­c­io que, desde fuera, pa­re­cía en­ga­ño­sa­men­te pe­q­ue­ño dado lo amplio que era el in­te­r­ior. Su­b­ie­ron una gran es­ca­le­ra, y Hattie no pudo re­sis­tir­se a pasar los dedos por los re­ves­ti­m­ien­tos de las pa­re­des de seda color zafiro pro­fun­do con re­l­ie­ves de vides bor­da­dos en hilo de plata. Todo el lugar des­ti­la­ba lujo, aunque no de­be­ría ha­ber­se sor­pren­di­do por ello, ya que, des­pués de todo, había pagado una for­tu­na por dis­fru­tar del pri­vi­le­g­io de una cita.

En aquel mo­men­to había pen­sa­do que estaba pa­gan­do por el se­cre­to, no por la ex­tra­va­gan­c­ia. Sin em­bar­go, estaba claro que ambos es­ta­ban in­cl­ui­dos en el precio.

—¿Eres Dahlia? —dijo mien­tras miraba a su acom­pa­ñan­te llegar al final de la es­ca­le­ra y bajar por un pa­si­llo bien ilu­mi­na­do donde todas las puer­tas es­ta­ban ce­rra­das.

El 72 de Shel­ton Street era pro­p­ie­dad de una mis­te­r­io­sa mujer, co­no­ci­da por las damas de la aris­to­cra­c­ia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había man­te­ni­do co­rres­pon­den­c­ia du­ran­te varias noches. La que le había hecho un montón de pre­gun­tas sobre sus deseos y pre­fe­ren­c­ias, pre­gun­tas que Hattie apenas había podido res­pon­der por el ardor de sus me­ji­llas. Des­pués de todo, las mu­je­res como ella rara vez tenían la opor­tu­ni­dad de ex­plo­rar el deseo o tener pre­fe­ren­c­ias.

«Ahora tengo pre­fe­ren­c­ias».

El pen­sa­m­ien­to llegó con una imagen; la del hombre del ca­rr­ua­je, guapo, in­cons­c­ien­te y, luego, ya des­p­ier­to, in­ne­ga­ble­men­te bello. Aq­ue­llos ojos color ámbar que la habían eva­l­ua­do y es­tu­d­ia­do pa­re­cía que veían dentro de ella. No pudo evitar re­cor­dar la on­du­la­ción de sus mús­cu­los mien­tras lu­cha­ba contra las ata­du­ras. Y su beso…

«Lo besé yo».

¿En qué había estado pen­san­do?

Sen­ci­lla­men­te no había estado pen­san­do.

Y aun así…, estaba agra­de­ci­da por el re­c­uer­do, por el eco de su aguda inha­la­ción cuando ella pre­s­io­nó los labios contra los suyos, por ese suave gru­ñi­do que había se­g­ui­do, ese sonido que ella ate­so­ra­ba, porque era la señal de apro­ba­ción que él se había dado a sí mismo. Como si se hu­b­ie­se so­me­ti­do a su deseo. Como si se hu­b­ie­se con­ver­ti­do en su pre­fe­ren­c­ia.

Se le ca­len­ta­ron de nuevo las me­ji­llas. Se aclaró la gar­gan­ta y miró a su acom­pa­ñan­te, cuyos labios car­no­sos se cur­va­ban en una son­ri­sa se­cre­ta.

—Soy Zeva, milady . Dahlia no está en la re­si­den­c­ia esta noche, pero no se pre­o­cu­pe. Hemos pre­pa­ra­do todo para usted a pesar de su au­sen­c­ia —con­ti­nuó la be­lle­za—. Cre­e­mos que en­con­tra­rá todo a su gusto.

Zeva abrió una puerta in­vi­tán­do­la a entrar.

El co­ra­zón empezó a la­tir­le con fuerza mien­tras miraba la ha­bi­ta­ción. Se le formó un nudo en la gar­gan­ta e in­ten­tó re­pri­mir que los ner­v­ios la do­mi­na­ran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea des­ca­be­lla­da, se había con­ver­ti­do en algo con­cre­to.

Aq­ue­lla no era una ha­bi­ta­ción cual­q­u­ie­ra. Era un dor­mi­to­r­io.

Un dor­mi­to­r­io be­lla­men­te de­co­ra­do, con sedas y satén y un cu­bre­ca­ma de ter­c­io­pe­lo de color azul vi­bran­te que bri­lla­ba contra los ela­bo­ra­dos postes ta­lla­dos de la pieza cen­tral de la ha­bi­ta­ción: una cama de ébano.

El hecho de que las camas fueran siem­pre el punto de re­fe­ren­c­ia de los dor­mi­to­r­ios pa­re­cía, de re­pen­te, algo com­ple­ta­men­te irre­le­van­te, y Hattie estaba segura de que nunca en su vida había visto una cama así. Lo que ex­pli­ca­ba por qué no podía dejar de mi­rar­la.

—¿Hay algún pro­ble­ma, milady ? —Era im­po­si­ble ig­no­rar la di­ver­sión que trans­mi­tía la voz de Zeva cuando le pre­gun­tó.

—¡No! —dijo Hattie, sin querer re­co­no­cer que aquel tono agudo solo los usaba con sus sa­b­ue­sos. Se aclaró la gar­gan­ta, el cor­pi­ño de su ves­ti­do le pa­re­ció de re­pen­te de­ma­s­ia­do apre­ta­do y se palpó—. No. No. Todo es per­fec­to. Todo es como lo había es­pe­ra­do. Como lo había ima­gi­na­do. —Se aclaró la gar­gan­ta de nuevo, to­da­vía fas­ci­na­da por la cama—. Gra­c­ias.

—¿Que­rría, quizás, un mo­men­to de in­ti­mi­dad antes de que Nelson se una a usted? —le pre­gun­tó Zeva a su es­pal­da.

«Nelson».

Hattie se giró para mirar a la otra mujer.

—¿Nelson? ¿Como el héroe de guerra?

—Así es. Es uno de los me­jo­res.

—Y por «uno de los me­jo­res» se re­f­ie­re a…

—Además de las cua­li­da­des que pidió, es en­can­ta­dor, ex­pe­ri­men­ta­do y su­ma­men­te mi­nu­c­io­so. —Zeva arqueó las cejas.

«Ha que­ri­do decir que es su­ma­men­te mi­nu­c­io­so en la cama», pensó.

Hattie se ahogó con la arena que pa­re­cía al­ber­gar en su gar­gan­ta.

—Ya veo. Bueno… ¿Qué más se puede pedir?

—¿Por qué no le dejo unos mo­men­tos para fa­mi­l­ia­ri­zar­se con la ha­bi­ta­ción? —Zeva apretó los labios.

«Ha que­ri­do decir con la cama».

—Toque la cam­pa­na cuando esté dis­p­ues­ta. —Con un ligero mo­vi­m­ien­to de la mano señaló un ti­ra­dor en la pared.

«Ha que­ri­do decir para la cama».

—Sí. Eso suena bien —asin­tió Hattie.

Zeva salió flo­tan­do de la ha­bi­ta­ción, el si­len­c­io­so chas­q­ui­do de la puerta fue la única evi­den­c­ia de que había estado allí.

Hattie res­pi­ró hondo y se giró hacia la ha­bi­ta­ción vacía. Exa­mi­nó el resto sola: el bri­llan­te papel dorado, la chi­me­nea de azu­le­jos y los gran­des ven­ta­na­les que, sin duda, re­ve­la­ban la red de te­ja­dos de Covent Garden du­ran­te el día, pero ahora, en la noche, eran es­pe­jos en la os­cu­ri­dad, que re­fle­ja­ban la luz de las velas de la ha­bi­ta­ción y a ella en el centro.

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