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Sarah MacLean: Lady Hattie y la Bestia

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Sarah MacLean Lady Hattie y la Bestia

Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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Ig­no­ran­do esa tonta ocu­rren­c­ia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel de­sa­pa­re­cía debajo de la camisa, donde estaba la cla­ví­cu­la y la pen­d­ien­te de… el resto de él, y se en­con­tró con una fas­ci­nan­te hen­di­du­ra.

—¿Y ahora qué estás…?

—Si­len­c­io. —Hattie con­tu­vo la res­pi­ra­ción. Nada. Sa­cu­dió la cabeza.

—¡Jesús! —No había nada re­li­g­io­so en aq­ue­lla ex­pre­sión.

Hattie no podría estar más de ac­uer­do. Pero de re­pen­te…

«Aquí está».

Una pe­q­ue­ña pal­pi­ta­ción. Pre­s­io­nó con más fir­me­za. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acom­pa­sa­do.

—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —re­pi­tió antes de sus­pi­rar pro­fun­da­men­te ali­v­ia­da—. No está muerto.

—Ex­ce­len­te. Pero eso no cambia el hecho de que está in­cons­c­ien­te y en nues­tro ca­rr­ua­je, y que tú ten­drí­as que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. De­be­rí­a­mos de­jar­lo aquí y usar el tíl­bu­ri.

Hattie había estado pla­ne­an­do la ex­cur­sión de esa noche du­ran­te tres meses. La noche en que co­men­za­ría su vi­gé­si­mo noveno año. El año en que su vida pa­sa­ría a ser suya de verdad. El año en que se con­ver­ti­ría en ella misma. Y tenía un plan muy es­pe­cí­fi­co en un lugar muy es­pe­cí­fi­co a una hora muy es­pe­cí­fi­ca, para lo cual se había puesto una ves­ti­men­ta muy es­pe­cí­fi­ca. Y, aun así, mien­tras con­tem­pla­ba al hombre des­m­a­ya­do en su ca­rr­ua­je, esos de­ta­lles no pa­re­cí­an ser im­por­tan­tes.

Lo re­al­men­te im­por­tan­te era verle la cara.

Afe­rrán­do­se a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la lin­ter­na de la es­q­ui­na su­pe­r­ior tra­se­ra del ca­rr­ua­je antes de gi­rar­se hacia Nora, cuya mirada se clavó in­me­d­ia­ta­men­te en el in­te­r­ior del vehí­cu­lo.

Nora in­cli­nó la cabeza a un lado.

—Hattie, déjalo. Nos lle­va­re­mos el tíl­bu­ri.

—Solo quiero echar­le un vis­ta­zo —res­pon­dió Hattie.

La in­cli­na­ción se con­vir­tió en una lenta sa­cu­di­da.

—Si lo miras, te arre­pen­ti­rás.

—Tengo que echar­le un vis­ta­zo —in­sis­tió Hattie, bus­can­do una razón co­he­ren­te, porque no podía de­cir­le la verdad a su amiga—. Tengo que de­sa­tar­lo.

—Eso no es ne­ce­sa­r­io —indicó Nora—. Al­g­u­ien ha pen­sa­do que era mejor de­jar­lo atado y, ¿quié­nes somos no­so­tras para no estar de ac­uer­do? —Hattie ya estaba bus­can­do un pe­der­nal en el bol­si­llo de la puerta del ca­rr­ua­je—. ¿Y tus planes?

Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.

—Solo le echaré un vis­ta­zo —re­pi­tió. Cuando el aceite de la lin­ter­na pren­dió, cerró la puerta y se volvió hacia el ca­rr­ua­je, la le­van­tó para ilu­mi­nar con un her­mo­so brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!

—Parece que no es un mal regalo des­pués de todo. —Nora ahogó la risa.

El hombre tenía el rostro más her­mo­so que Hattie había visto nunca. El rostro más her­mo­so que nadie hu­b­ie­ra visto nunca. Se acercó más, dis­fru­tan­do de la cálida y bron­ce­a­da piel, de los pó­mu­los ele­va­dos, de la nariz larga y recta, de las líneas os­cu­ras de sus cejas y de las pes­ta­ñas inex­pli­ca­ble­men­te largas que arro­ja­ban som­bras, como un pecado, contra sus me­ji­llas.

—¿Qué clase de hombre…? —se in­te­rrum­pió y negó con la cabeza.

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to?

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to y, de manera sor­pren­den­te, ate­rri­za­ba en el ca­rr­ua­je de Hattie Sedley, una joven que no estaba acos­tum­bra­da a estar cerca de hom­bres que tenían ese as­pec­to?

—Me estás dando ver­güen­za ajena —dijo Nora—. Lo estás mi­ran­do fi­ja­men­te y con la boca ab­ier­ta.

Hattie cerró la boca, pero no dejó de mi­rar­lo.

—Hattie, te­ne­mos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cam­b­ia­do de opi­nión?

La pre­gun­ta la trajo de vuelta a la re­a­li­dad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la lin­ter­na.

—No, no lo he hecho.

Nora sus­pi­ró y puso los brazos en jarras, mi­ran­do más allá de Hattie, al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je.

—En­ton­ces, ¿tú le sacas el tra­se­ro y yo me en­car­go de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las som­bras que había a su es­pal­da—. Puede re­cu­pe­rar la con­c­ien­c­ia ahí.

—No po­de­mos de­jar­lo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el co­ra­zón.

—¿No po­de­mos?

—No.

Nora le echó un vis­ta­zo.

—Hattie, no po­de­mos lle­var­lo con no­so­tras solo porque pa­rez­ca una es­ta­t­ua romana.

Hattie se son­ro­jó en la os­cu­ri­dad.

—No me había dado cuenta.

—Pues te has que­da­do sin pa­la­bras.

—No po­de­mos de­jar­lo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie acla­rán­do­se la gar­gan­ta

—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora for­ma­ron una per­fec­ta línea recta.

—Puedo… —ase­gu­ró Hattie, sos­te­n­ien­do la lin­ter­na cerca de la cuerda que ma­n­ia­ta­ba las mu­ñe­cas del hombre y ha­c­ien­do un ba­rri­do hasta los to­bi­llos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Ca­rrick de­cen­te, y me temo que si de­ja­mos a este hombre aquí, se li­be­ra­rá e irá di­rec­ta­men­te a por el inútil de mi her­ma­no.

Eso, y que si no li­be­ra­ban al ex­tra­ño, quién sabía lo que Augie le haría. Su her­ma­no era tan tonto como te­me­ra­r­io, una com­bi­na­ción que re­q­ue­ría de la in­ter­ven­ción de Hattie con cierta asi­d­ui­dad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su de­ci­sión de re­cla­mar su vi­gé­si­mo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su in­fer­nal her­ma­no es­tro­peán­do­lo todo.

—In­cons­c­ien­te desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pier­den en una pelea.

El eu­fe­mis­mo no se le escapó a Hattie. Sus­pi­ró, alargó la mano para colgar la lin­ter­na en­cen­di­da en el gancho co­rres­pon­d­ien­te y apro­ve­chó la opor­tu­ni­dad para echar una larga y pro­lon­ga­da mirada al hombre.

Hattie Sedley había apren­di­do algo más en sus vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días: si una mujer tenía un pro­ble­ma, lo mejor era que lo re­sol­v­ie­ra ella misma.

Se subió al ca­rr­ua­je, pa­san­do con cui­da­do por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mien­tras per­ma­ne­cía en la acera con los ojos muy ab­ier­tos.

—Venga, vamos. Nos desha­re­mos de él por el camino.

Capítulo 2

Lo último que re­cor­da­ba era el golpe en la cabeza.

Estaba es­pe­ran­do el ataque sor­pre­sa. Por eso era él quien iba con­du­c­ien­do en la pla­ta­for­ma: seis raudos ca­ba­llos ti­ran­do de un enorme carro de trans­por­te con un con­te­ne­dor de acero car­ga­do de licor, cartas y tabaco, des­ti­na­do a May­f­air. Aca­ba­ba de cruzar Oxford Street cuando oyó el dis­pa­ro, se­g­ui­do del grito de dolor de uno de sus es­col­tas.

Se detuvo para ver cómo es­ta­ban sus hom­bres. Para pro­te­ger­los. Para cas­ti­gar a los que los ata­ca­ban.

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