Ignorando esa tonta ocurrencia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel desaparecía debajo de la camisa, donde estaba la clavícula y la pendiente de… el resto de él, y se encontró con una fascinante hendidura.
—¿Y ahora qué estás…?
—Silencio. —Hattie contuvo la respiración. Nada. Sacudió la cabeza.
—¡Jesús! —No había nada religioso en aquella expresión.
Hattie no podría estar más de acuerdo. Pero de repente…
«Aquí está».
Una pequeña palpitación. Presionó con más firmeza. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acompasado.
—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —repitió antes de suspirar profundamente aliviada—. No está muerto.
—Excelente. Pero eso no cambia el hecho de que está inconsciente y en nuestro carruaje, y que tú tendrías que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. Deberíamos dejarlo aquí y usar el tílburi.
Hattie había estado planeando la excursión de esa noche durante tres meses. La noche en que comenzaría su vigésimo noveno año. El año en que su vida pasaría a ser suya de verdad. El año en que se convertiría en ella misma. Y tenía un plan muy específico en un lugar muy específico a una hora muy específica, para lo cual se había puesto una vestimenta muy específica. Y, aun así, mientras contemplaba al hombre desmayado en su carruaje, esos detalles no parecían ser importantes.
Lo realmente importante era verle la cara.
Aferrándose a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la linterna de la esquina superior trasera del carruaje antes de girarse hacia Nora, cuya mirada se clavó inmediatamente en el interior del vehículo.
Nora inclinó la cabeza a un lado.
—Hattie, déjalo. Nos llevaremos el tílburi.
—Solo quiero echarle un vistazo —respondió Hattie.
La inclinación se convirtió en una lenta sacudida.
—Si lo miras, te arrepentirás.
—Tengo que echarle un vistazo —insistió Hattie, buscando una razón coherente, porque no podía decirle la verdad a su amiga—. Tengo que desatarlo.
—Eso no es necesario —indicó Nora—. Alguien ha pensado que era mejor dejarlo atado y, ¿quiénes somos nosotras para no estar de acuerdo? —Hattie ya estaba buscando un pedernal en el bolsillo de la puerta del carruaje—. ¿Y tus planes?
Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.
—Solo le echaré un vistazo —repitió. Cuando el aceite de la linterna prendió, cerró la puerta y se volvió hacia el carruaje, la levantó para iluminar con un hermoso brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!
—Parece que no es un mal regalo después de todo. —Nora ahogó la risa.
El hombre tenía el rostro más hermoso que Hattie había visto nunca. El rostro más hermoso que nadie hubiera visto nunca. Se acercó más, disfrutando de la cálida y bronceada piel, de los pómulos elevados, de la nariz larga y recta, de las líneas oscuras de sus cejas y de las pestañas inexplicablemente largas que arrojaban sombras, como un pecado, contra sus mejillas.
—¿Qué clase de hombre…? —se interrumpió y negó con la cabeza.
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto?
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto y, de manera sorprendente, aterrizaba en el carruaje de Hattie Sedley, una joven que no estaba acostumbrada a estar cerca de hombres que tenían ese aspecto?
—Me estás dando vergüenza ajena —dijo Nora—. Lo estás mirando fijamente y con la boca abierta.
Hattie cerró la boca, pero no dejó de mirarlo.
—Hattie, tenemos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cambiado de opinión?
La pregunta la trajo de vuelta a la realidad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la linterna.
—No, no lo he hecho.
Nora suspiró y puso los brazos en jarras, mirando más allá de Hattie, al interior del carruaje.
—Entonces, ¿tú le sacas el trasero y yo me encargo de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las sombras que había a su espalda—. Puede recuperar la conciencia ahí.
—No podemos dejarlo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el corazón.
—¿No podemos?
—No.
Nora le echó un vistazo.
—Hattie, no podemos llevarlo con nosotras solo porque parezca una estatua romana.
Hattie se sonrojó en la oscuridad.
—No me había dado cuenta.
—Pues te has quedado sin palabras.
—No podemos dejarlo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie aclarándose la garganta
—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora formaron una perfecta línea recta.
—Puedo… —aseguró Hattie, sosteniendo la linterna cerca de la cuerda que maniataba las muñecas del hombre y haciendo un barrido hasta los tobillos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Carrick decente, y me temo que si dejamos a este hombre aquí, se liberará e irá directamente a por el inútil de mi hermano.
Eso, y que si no liberaban al extraño, quién sabía lo que Augie le haría. Su hermano era tan tonto como temerario, una combinación que requería de la intervención de Hattie con cierta asiduidad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su decisión de reclamar su vigésimo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su infernal hermano estropeándolo todo.
—Inconsciente desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pierden en una pelea.
El eufemismo no se le escapó a Hattie. Suspiró, alargó la mano para colgar la linterna encendida en el gancho correspondiente y aprovechó la oportunidad para echar una larga y prolongada mirada al hombre.
Hattie Sedley había aprendido algo más en sus veintiocho años y trescientos sesenta y cuatro días: si una mujer tenía un problema, lo mejor era que lo resolviera ella misma.
Se subió al carruaje, pasando con cuidado por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mientras permanecía en la acera con los ojos muy abiertos.
—Venga, vamos. Nos desharemos de él por el camino.
Lo último que recordaba era el golpe en la cabeza.
Estaba esperando el ataque sorpresa. Por eso era él quien iba conduciendo en la plataforma: seis raudos caballos tirando de un enorme carro de transporte con un contenedor de acero cargado de licor, cartas y tabaco, destinado a Mayfair. Acababa de cruzar Oxford Street cuando oyó el disparo, seguido del grito de dolor de uno de sus escoltas.
Se detuvo para ver cómo estaban sus hombres. Para protegerlos. Para castigar a los que los atacaban.
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