Sarah MacLean - Lady Hattie y la Bestia

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Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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—Esta noche sí.

Sus labios se con­vir­t­ie­ron en una lenta y franca son­ri­sa, y Whit no pudo evitar per­der­se en ella. El ca­rr­ua­je co­men­zó a dis­mi­n­uir la ve­lo­ci­dad, y ella apartó la cor­ti­na para aso­mar­se.

—Ya casi hemos lle­ga­do —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de ac­uer­do en que nin­gu­no de no­so­tros tiene in­te­rés en que lo des­cu­bran.

—Mis manos —dijo él, aun cuando las cuer­das ya no ejer­cí­an pre­sión sobre sus mu­ñe­cas.

—No puedo arr­ies­gar­me a que se vengue. —Negó con la cabeza.

Él se en­fren­tó a su mirada sin du­dar­lo.

—Mi ven­gan­za no es un riesgo. Es una cer­te­za.

—No tengo nin­gu­na duda al res­pec­to. Pero no puedo arr­ies­gar­me a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la ma­ni­lla de la puerta, ha­blán­do­le al oído por encima del ruido de las ruedas y de los ca­ba­llos—. Como he dicho…

—Tiene planes —ter­mi­nó, vol­vién­do­se hacia ella, in­ca­paz de re­sis­tir su aroma, como la dulce ten­ta­ción de una tarta de al­men­dras.

—Sí. —Ella lo miró fi­ja­men­te.

—Cuén­te­me su plan y la dejaré ir. —La en­con­tra­ría.

Esa pre­c­io­sa son­ri­sa de nuevo.

—Es usted muy arro­gan­te, señor. ¿Debo re­cor­dar­le que soy yo quien lo está de­jan­do ir?

—¡Dí­ga­me­lo! —Su orden sonó ruda.

Vio que algo cam­b­ia­ba en ella. Vio cómo la in­de­ci­sión se con­ver­tía en cu­r­io­si­dad. En va­len­tía. Y en­ton­ces, como un regalo, su­su­rró:

—Tal vez de­be­ría mos­trár­se­lo.

«¡Dios, sí!».

Ella lo besó, pre­s­io­nan­do sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inex­per­to; sabía como el vino, ten­ta­do­ra como el in­f­ier­no. Le llevó el doble de tiempo li­be­rar sus manos. Quería mos­trar a esta ex­tra­ña y cu­r­io­sa mujer lo que estaba dis­p­ues­to a hacer para co­no­cer sus planes.

Ella lo liberó pri­me­ro. Notó un tirón en sus mu­ñe­cas y las cuer­das se sol­ta­ron con un ligero chas­q­ui­do antes de que Hattie re­ti­ra­ra los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pe­q­ue­ña navaja en su mano. Ella había cam­b­ia­do de opi­nión. Lo había sol­ta­do.

Para que pu­d­ie­ra abra­zar­la. Para re­a­nu­dar el beso. Sin em­bar­go, como le había ad­ver­ti­do, tenía otros planes.

Antes de que pu­d­ie­ra to­car­la, el ca­rr­ua­je se detuvo al doblar una es­q­ui­na, y ella abrió la puerta.

—Adiós.

El ins­tin­to hizo que Whit girara mien­tras caía, agachó la bar­bi­lla, pro­te­gió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:

«Se está es­ca­pan­do… ».

Chocó contra la pared de una ta­ber­na cer­ca­na dis­per­san­do al grupo de hom­bres que había de­lan­te de ella.

—¡Eh! —gritó uno sa­l­ien­do a su en­c­uen­tro—. ¿Todo bien, her­ma­no?

Whit se puso de pie sa­cu­d­ien­do los brazos, echó los hom­bros hacia atrás, se estiró para com­pro­bar mús­cu­los y huesos y se ase­gu­ró de que todo fun­c­io­na­ba bien, antes de sacar dos re­lo­jes de su bol­si­llo y ver qué hora era. Las nueve y media.

—¡Vaya! Nunca he visto a nadie re­cu­pe­rar­se tan rápido de algo así —dijo el hombre, ex­ten­d­ien­do la mano para darle una pal­ma­da en el hombro. Sin em­bar­go, se detuvo antes de llegar a su ob­je­ti­vo, cuando los ojos se po­sa­ron en la cara de Whit, en­san­chán­do­se in­me­d­ia­ta­men­te en señal de re­co­no­ci­m­ien­to. La ca­li­dez se con­vir­tió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.

—Bestia…

Whit le­van­tó la bar­bi­lla al es­cu­char su nombre, la re­a­li­dad lo golpeó. Si aquel hombre lo co­no­cía, si co­no­cía su nombre…

Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle em­pe­dra­da por donde el ca­rr­ua­je había de­sa­pa­re­ci­do junto con su pa­sa­je­ra, en lo más pro­fun­do del la­be­rin­to que era Covent Garden.

Se sintió sa­tis­fe­cho.

«No se le iba a es­ca­par des­pués de todo».

Capítulo 3

—¿Lo has em­pu­ja­do a la calle? —La sor­pre­sa de Nora fue evi­den­te tras aso­mar­se al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je, vacío des­pués de que Hattie se bajara—. Creía que no de­seá­ba­mos su muerte.

Hattie posó los dedos sobre la más­ca­ra de seda que se aca­ba­ba de poner.

—No está muerto.

Se había aso­ma­do por la puerta del ca­rr­ua­je el tiempo su­fi­c­ien­te para ase­gu­rar­se de ello, el tiempo pre­ci­so para ma­ra­vi­llar­se por la forma en que había rodado antes de po­ner­se en pie, como si es­tu­v­ie­ra ha­bi­t­ua­do a ser ex­pul­sa­do a em­pu­jo­nes de todo tipo de ca­rr­ua­jes.

Supuso que podría ser una prác­ti­ca ha­bi­t­ual en él. No obs­tan­te, lo había mirado con­te­n­ien­do la res­pi­ra­ción hasta que se le­van­tó ileso.

—¿Se des­per­tó, en­ton­ces? —pre­gun­tó Nora.

Hattie asin­tió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sen­sa­ción de su firme y suave beso era un eco per­sis­ten­te, junto con el sabor de algo… ¿limón?

—¿Y?

—¿Y qué? —dijo mi­ran­do a su amiga.

—¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.

—No lo dijo.

—No, su­pon­go que no lo hizo.

«No, pero daría cual­q­u­ier cosa por sa­ber­lo».

—De­be­rí­as pre­gun­tar­le a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había ha­bla­do en voz alta? Nora sonrió—. ¿Ol­vi­das que co­noz­co tu mente tan bien como la mía?

Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos ju­gan­do debajo de la mesa en su jardín tra­se­ro, con­tán­do­se se­cre­tos. Eli­sa­beth Ma­de­well, du­q­ue­sa de Holy­mo­or, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no per­te­ne­cí­an aún a la aris­to­cra­c­ia. A nin­gu­na de las dos les habían dado una cálida bien­ve­ni­da, ya que el des­ti­no había in­ter­ve­ni­do para con­ver­tir a una actriz ir­lan­de­sa y a una de­pen­d­ien­ta de Bris­tol en du­q­ue­sa y con­de­sa, res­pec­ti­va­men­te. Así que ambas mu­je­res habían estado des­ti­na­das a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie re­ci­b­ie­ra su título vi­ta­li­c­io. Eran dos almas in­se­pa­ra­bles que lo hacían todo juntas, in­clu­yen­do a sus hijas, Nora y Hattie, que na­ci­das con se­ma­nas de di­fe­ren­c­ia y cr­ia­das como si fueran her­ma­nas, nunca tu­v­ie­ron la opor­tu­ni­dad de no amarse como tales.

—Diré dos cosas —añadió Nora.

—¿Solo dos?

—Está bien. Dos por ahora. Me re­ser­va­ré el de­re­cho a decir más —rec­ti­fi­có Nora—: Pri­me­ro, espero que tengas razón y que no ha­ya­mos matado a ese hombre por ac­ci­den­te.

—No lo hi­ci­mos —dijo Hattie.

—Y, en se­gun­do lugar —Nora con­ti­nuó sin pausa—, la pró­xi­ma vez que su­g­ie­ra que de­je­mos a un hombre in­cons­c­ien­te en el bir­lo­cho y usemos mi tíl­bu­ri, usa­re­mos el mal­di­to tíl­bu­ri.

—Si hu­bié­ra­mos uti­li­za­do tu tíl­bu­ri, po­drí­a­mos haber muerto —se burló Hattie—. Lo con­du­ces de­ma­s­ia­do rápido.

—Siem­pre tengo con­trol total sobre el ca­rr­ua­je.

Cuando sus madres mu­r­ie­ron con meses de di­fe­ren­c­ia —in­clu­so en eso iban a la par—, Nora acudió a ella en busca del con­s­ue­lo que no pudo en­con­trar en su padre ni en su her­ma­no mayor, pues eran hom­bres de­ma­s­ia­do aris­to­crá­ti­cos para per­mi­tir­se el lujo del dolor. Pero los Sedley, per­so­nas co­mu­nes que habían as­cen­di­do en la escala social, no se con­si­de­ra­ban para nada aris­to­crá­ti­cos y no tenían tal pro­ble­ma. Le habían hecho un hueco a Nora en su casa y en su mesa, y poco tiempo des­pués, ella empezó a pasar más noches en Sedley House que en su propia casa, algo que su padre y su her­ma­no no pa­re­c­ie­ron notar; del mismo modo que no se dieron cuenta de que empezó a gastar su dinero en bir­lo­chos y tíl­bu­ris para ri­va­li­zar con los con­du­ci­dos por los dandis más os­ten­to­sos de la so­c­ie­dad.

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