Había un cuerpo ensangrentado tirado en la calle, justo debajo de él. Acababa de enviar al segundo de sus hombres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su espalda. Se había girado cuchillo en mano. Lo lanzó. Escuchó el grito en la oscuridad y localizó su origen.
Luego, un golpe en la cabeza. Y después… nada.
No hubo nada hasta que un insistente golpeteo en su mejilla le devolvió la conciencia; era demasiado suave para doler, aunque lo suficientemente firme para ser irritante.
No abrió los ojos, los años de entrenamiento le permitieron fingir que seguía inconsciente mientras se orientaba. Tenía los pies atados. También las manos, detrás de la espalda. Las ataduras le tiraban tanto de los músculos del pecho como para notar que le faltaban sus cuchillos, ocho hojas de acero montadas en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Resistió el impulso de tensarse. De enfurecerse. Pero Saviour Whittington, conocido en las calles más oscuras de Londres como Bestia, no se enfadaba: castigaba. De un modo rápido y devastador, sin emoción.
Y si le habían quitado la vida a uno de sus hombres, a alguien que estaba bajo su protección, nunca conocerían la paz. Pero primero necesitaba recuperar la libertad.
Estaba en el suelo de un carruaje en movimiento. Uno bien equipado, teniendo en cuenta el suave cojín que rozaba su mejilla, y que se desplazaba por un vecindario decente, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los adoquines.
«¿Qué hora es?».
Consideró su siguiente paso, imaginando cómo reduciría a su captor a pesar de las ataduras. Se imaginó rompiéndole la nariz usando la frente como arma. Utilizando las piernas atadas para noquear al hombre.
El golpeteo en su mejilla comenzó de nuevo. Luego un suave susurro.
—Señor…
Whit abrió los ojos de golpe.
Su captor no era un hombre.
El baño de luz dorada en el carruaje le jugó una mala pasada; le pareció que emanaba de la mujer y no de la linterna que se balanceaba suavemente en la esquina.
Sentada en el banco, no se parecía en nada al tipo de enemigo que noquearía a un hombre y lo ataría dentro de un carruaje. De hecho, parecía que iba de camino a un baile. Perfectamente lista, perfectamente peinada, perfectamente maquillada —su piel lisa, sus ojos delineados con kohl , sus labios carnosos y pintados lo suficiente como para que un hombre prestase atención. Y eso fue antes de que viera el vestido azul, del color de un cielo de verano y muy ajustado a su figura.
No debería estar fijándose en nada de eso, considerando que ella lo tenía atado en un carruaje. No debería fijarse en sus curvas suaves y acogedoras en la cintura, en la línea de su corpiño. No debería fijarse en el destello de la suave y dorada piel de su hombro redondeado a la luz de la linterna. No debería fijarse en la bonita suavidad de su cara o en la plenitud de sus labios pintados de rojo.
Ella no estaba allí para que él la admirara.
Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era posible que fueran violetas? ¿Qué clase de persona tenía ojos de color violeta? Y estaban abiertos de par en par.
«Bien. Si esa mirada es un indicio de su temperamento, no es de extrañar que esté atado», pensó mientras veía que ella inclinaba la cabeza a un lado.
—¿Quién le ha atado?
Whit no respondió. Seguro que ella sabía la respuesta.
—¿Por qué está atado?
Otra vez silencio.
Sus labios marcaron una línea recta y murmuró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:
—El asunto es que usted es un inconveniente, puesto que necesito el carruaje esta noche.
—¿Un inconveniente? —No quería responder y las palabras los sorprendieron a ambos.
—En efecto. Es el Año de Hattie —asintió ella.
—¿El qué?
La chica agitó una mano como para alejar la pregunta. Como si no fuera importante. Excepto que Whit imaginó que sí lo era.
—Mañana es mi cumpleaños —continuó ella—. Tengo planes. Planes que no incluyen… lo que sea esto. —El silencio se extendió entre ellos—. La mayoría de la gente me desearía un feliz cumpleaños en esta situación. —Whit no picó el anzuelo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dispuesta a ayudarlo.
—No necesito su ayuda.
—Es bastante rudo, ¿sabe?
Se resistió a quedarse boquiabierto.
—Me han noqueado, me han atado y he despertado en un carruaje desconocido.
—Sí, pero debe admitir que los acontecimientos han tomado un giro interesante, ¿no? —Ella sonrió, el hoyuelo de su mejilla derecha era imposible de ignorar.
—Bien —añadió ella viendo que él no respondía—, entonces, me parece que está en un aprieto, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo divertida que puedo llegar a ser, incluso en un aprieto? —añadió.
Mientras, él manipulaba las cuerdas de sus muñecas. Apretadas, pero ya estaban aflojándose. Eludibles.
—Veo lo imprudente que puede ser.
—Algunos me encuentran encantadora.
—No encuentro nada encantador en esta situación —contestó mientras continuaba manipulando las cuerdas, preguntándose qué le llevaba a discutir con aquella charlatana.
—Es una lástima. —Parecía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocurriera qué responder, ella siguió hablando—. No importa. Aunque no lo admita, necesita ayuda y, como está atado y yo soy su compañera de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera perfectamente normal, y desató las cuerdas con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bastante buena con los nudos.
Gruñó su aprobación, estirando las piernas en el reducido espacio cuando se notó liberado.
—Y tiene otros planes para su cumpleaños.
Dudó. Se ruborizó ante aquellas palabras.
—Sí.
—¿Qué clase de planes? —White nunca entendería qué le hacía seguir presionándola.
Los ridículos ojos, de un color imposible y demasiado grandes para su cara, se entrecerraron.
—Planes que, por una vez, no implican arreglar el desastre que lo haya dejado aquí atado.
—La próxima vez que me dejen inconsciente, trataré que sea en un lugar que no se interponga en su camino.
Ella sonrió, el hoyuelo en la mejilla apareció como una broma privada.
—Bien pensado. —Y ella continuó antes de que pudiera responderle—. Aunque supongo que no será un problema en el futuro. Claramente no nos movemos en los mismos círculos.
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