Sarah MacLean - Lady Hattie y la Bestia

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Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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Había un cuerpo en­san­gren­ta­do tirado en la calle, justo debajo de él. Aca­ba­ba de enviar al se­gun­do de sus hom­bres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su es­pal­da. Se había girado cu­chi­llo en mano. Lo lanzó. Es­cu­chó el grito en la os­cu­ri­dad y lo­ca­li­zó su origen.

Luego, un golpe en la cabeza. Y des­pués… nada.

No hubo nada hasta que un in­sis­ten­te gol­pe­teo en su me­ji­lla le de­vol­vió la con­c­ien­c­ia; era de­ma­s­ia­do suave para doler, aunque lo su­fi­c­ien­te­men­te firme para ser irri­tan­te.

No abrió los ojos, los años de en­tre­na­m­ien­to le per­mi­t­ie­ron fingir que seguía in­cons­c­ien­te mien­tras se or­ien­ta­ba. Tenía los pies atados. Tam­bién las manos, detrás de la es­pal­da. Las ata­du­ras le ti­ra­ban tanto de los mús­cu­los del pecho como para notar que le fal­ta­ban sus cu­chi­llos, ocho hojas de acero mon­ta­das en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Re­sis­tió el im­pul­so de ten­sar­se. De en­fu­re­cer­se. Pero Sa­v­i­our Whit­ting­ton, co­no­ci­do en las calles más os­cu­ras de Lon­dres como Bestia, no se en­fa­da­ba: cas­ti­ga­ba. De un modo rápido y de­vas­ta­dor, sin emo­ción.

Y si le habían qui­ta­do la vida a uno de sus hom­bres, a al­g­u­ien que estaba bajo su pro­tec­ción, nunca co­no­ce­rí­an la paz. Pero pri­me­ro ne­ce­si­ta­ba re­cu­pe­rar la li­ber­tad.

Estaba en el suelo de un ca­rr­ua­je en mo­vi­m­ien­to. Uno bien eq­ui­pa­do, te­n­ien­do en cuenta el suave cojín que rozaba su me­ji­lla, y que se des­pla­za­ba por un ve­cin­da­r­io de­cen­te, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los ado­q­ui­nes.

«¿Qué hora es?».

Con­si­de­ró su si­g­u­ien­te paso, ima­gi­nan­do cómo re­du­ci­ría a su captor a pesar de las ata­du­ras. Se ima­gi­nó rom­pién­do­le la nariz usando la frente como arma. Uti­li­zan­do las pier­nas atadas para no­q­ue­ar al hombre.

El gol­pe­teo en su me­ji­lla co­men­zó de nuevo. Luego un suave su­su­rro.

—Señor…

Whit abrió los ojos de golpe.

Su captor no era un hombre.

El baño de luz dorada en el ca­rr­ua­je le jugó una mala pasada; le pa­re­ció que ema­na­ba de la mujer y no de la lin­ter­na que se ba­lan­ce­a­ba sua­ve­men­te en la es­q­ui­na.

Sen­ta­da en el banco, no se pa­re­cía en nada al tipo de ene­mi­go que no­q­ue­a­ría a un hombre y lo ataría dentro de un ca­rr­ua­je. De hecho, pa­re­cía que iba de camino a un baile. Per­fec­ta­men­te lista, per­fec­ta­men­te pei­na­da, per­fec­ta­men­te ma­q­ui­lla­da —su piel lisa, sus ojos de­li­ne­a­dos con kohl , sus labios car­no­sos y pin­ta­dos lo su­fi­c­ien­te como para que un hombre pres­ta­se aten­ción. Y eso fue antes de que viera el ves­ti­do azul, del color de un cielo de verano y muy ajus­ta­do a su figura.

No de­be­ría estar fi­ján­do­se en nada de eso, con­si­de­ran­do que ella lo tenía atado en un ca­rr­ua­je. No de­be­ría fi­jar­se en sus curvas suaves y aco­ge­do­ras en la cin­tu­ra, en la línea de su cor­pi­ño. No de­be­ría fi­jar­se en el des­te­llo de la suave y dorada piel de su hombro re­don­de­a­do a la luz de la lin­ter­na. No de­be­ría fi­jar­se en la bonita sua­vi­dad de su cara o en la ple­ni­tud de sus labios pin­ta­dos de rojo.

Ella no estaba allí para que él la ad­mi­ra­ra.

Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era po­si­ble que fueran vio­le­tas? ¿Qué clase de per­so­na tenía ojos de color vio­le­ta? Y es­ta­ban ab­ier­tos de par en par.

«Bien. Si esa mirada es un in­di­c­io de su tem­pe­ra­men­to, no es de ex­tra­ñar que esté atado», pensó mien­tras veía que ella in­cli­na­ba la cabeza a un lado.

—¿Quién le ha atado?

Whit no res­pon­dió. Seguro que ella sabía la res­p­ues­ta.

—¿Por qué está atado?

Otra vez si­len­c­io.

Sus labios mar­ca­ron una línea recta y mur­mu­ró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:

—El asunto es que usted es un in­con­ve­n­ien­te, puesto que ne­ce­si­to el ca­rr­ua­je esta noche.

—¿Un in­con­ve­n­ien­te? —No quería res­pon­der y las pa­la­bras los sor­pren­d­ie­ron a ambos.

—En efecto. Es el Año de Hattie —asin­tió ella.

—¿El qué?

La chica agitó una mano como para alejar la pre­gun­ta. Como si no fuera im­por­tan­te. Ex­cep­to que Whit ima­gi­nó que sí lo era.

—Mañana es mi cum­ple­a­ños —con­ti­nuó ella—. Tengo planes. Planes que no in­clu­yen… lo que sea esto. —El si­len­c­io se ex­ten­dió entre ellos—. La ma­yo­ría de la gente me de­se­a­ría un feliz cum­ple­a­ños en esta si­t­ua­ción. —Whit no picó el an­z­ue­lo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dis­p­ues­ta a ayu­dar­lo.

—No ne­ce­si­to su ayuda.

—Es bas­tan­te rudo, ¿sabe?

Se re­sis­tió a que­dar­se bo­q­u­ia­b­ier­to.

—Me han no­q­ue­a­do, me han atado y he des­per­ta­do en un ca­rr­ua­je des­co­no­ci­do.

—Sí, pero debe ad­mi­tir que los acon­te­ci­m­ien­tos han tomado un giro in­te­re­san­te, ¿no? —Ella sonrió, el ho­y­ue­lo de su me­ji­lla de­re­cha era im­po­si­ble de ig­no­rar.

—Bien —añadió ella viendo que él no res­pon­día—, en­ton­ces, me parece que está en un apr­ie­to, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo di­ver­ti­da que puedo llegar a ser, in­clu­so en un apr­ie­to? —añadió.

Mien­tras, él ma­ni­pu­la­ba las cuer­das de sus mu­ñe­cas. Apre­ta­das, pero ya es­ta­ban aflo­ján­do­se. Elu­di­bles.

—Veo lo im­pru­den­te que puede ser.

—Al­gu­nos me en­c­uen­tran en­can­ta­do­ra.

—No en­c­uen­tro nada en­can­ta­dor en esta si­t­ua­ción —con­tes­tó mien­tras con­ti­n­ua­ba ma­ni­pu­lan­do las cuer­das, pre­gun­tán­do­se qué le lle­va­ba a dis­cu­tir con aq­ue­lla char­la­ta­na.

—Es una lás­ti­ma. —Pa­re­cía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocu­rr­ie­ra qué res­pon­der, ella siguió ha­blan­do—. No im­por­ta. Aunque no lo admita, ne­ce­si­ta ayuda y, como está atado y yo soy su com­pa­ñe­ra de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera per­fec­ta­men­te normal, y desató las cuer­das con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bas­tan­te buena con los nudos.

Gruñó su apro­ba­ción, es­ti­ran­do las pier­nas en el re­du­ci­do es­pa­c­io cuando se notó li­be­ra­do.

—Y tiene otros planes para su cum­ple­a­ños.

Dudó. Se ru­bo­ri­zó ante aq­ue­llas pa­la­bras.

—Sí.

—¿Qué clase de planes? —White nunca en­ten­de­ría qué le hacía seguir pre­s­io­nán­do­la.

Los ri­dí­cu­los ojos, de un color im­po­si­ble y de­ma­s­ia­do gran­des para su cara, se en­tre­ce­rra­ron.

—Planes que, por una vez, no im­pli­can arre­glar el de­sas­tre que lo haya dejado aquí atado.

—La pró­xi­ma vez que me dejen in­cons­c­ien­te, tra­ta­ré que sea en un lugar que no se in­ter­pon­ga en su camino.

Ella sonrió, el ho­y­ue­lo en la me­ji­lla apa­re­ció como una broma pri­va­da.

—Bien pen­sa­do. —Y ella con­ti­nuó antes de que pu­d­ie­ra res­pon­der­le—. Aunque su­pon­go que no será un pro­ble­ma en el futuro. Cla­ra­men­te no nos mo­ve­mos en los mismos cír­cu­los.

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