Sarah MacLean - Lady Hattie y la Bestia

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Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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«Pero no por mucho tiempo».

Aq­ue­lla mujer lo lle­va­ría hasta su ene­mi­go, un ad­ver­sa­r­io que los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le lle­va­ban meses bus­can­do.

Si Whit estaba en lo cierto, se tra­ta­ba de un ene­mi­go que co­no­cí­an desde hacía años.

No le mo­les­ta­ba que sus chicos es­tu­v­ie­ran vi­gi­lan­do todas las en­tra­das al burdel. Des­pués de todo, un her­ma­no pro­te­gía a una her­ma­na, in­clu­so cuando la her­ma­na en cues­tión era lo su­fi­c­ien­te­men­te po­de­ro­sa como para poner a una ciudad de ro­di­llas. In­clu­so cuando su her­ma­na se es­con­día de lo único que podía des­po­jar­la de ese poder.

Whit había en­con­tra­do sin pro­ble­mas el camino al burdel y se cruzó con Zeva, sin apenas de­te­ner­se, solo lo ne­ce­sa­r­io para des­cu­brir dónde se en­con­tra­ba aq­ue­lla mujer sin ni si­q­u­ie­ra nom­brar­la. Sabía que ella no lo haría. El éxito del 72 de Shel­ton Street se debía a su dis­cre­ción in­fle­xi­ble: guar­da­ban los se­cre­tos de todos y no los re­ve­la­ban a nadie, ni si­q­u­ie­ra a los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le.

Por eso no pre­s­io­nó a Zeva. En su lugar, la empujó, ig­no­ran­do cómo se ar­q­ue­a­ron sus cejas os­cu­ras, con si­len­c­io­sa sor­pre­sa. Si­len­c­io­sa por el mo­men­to; Zeva era la mejor de los lu­gar­te­n­ien­tes y sabía guar­dar se­cre­tos…, pero no ocul­ta­ba nada a su jefa. Y cuando Grace, co­no­ci­da en todo Lon­dres como Dahlia, re­cu­pe­ra­ra su le­gí­ti­mo puesto como dueña de aquel lugar, sabría lo que había pasado. Y no du­da­ría en pedir ex­pli­ca­c­io­nes al res­pec­to.

No había cu­r­io­si­dad tan im­pla­ca­ble como la de una her­ma­na. Pero, por ahora, Grace no lo mo­les­ta­ría. Solo exis­tía la mis­te­r­io­sa mujer del ca­rr­ua­je, con toda la in­for­ma­ción, la última pieza del me­ca­nis­mo de re­lo­je­ría que había estado es­pe­ran­do a po­ner­se en marcha. El último re­sor­te. Ella sabía los nom­bres de los hom­bres que habían dis­pa­ra­do a su car­ga­men­to, de los que habían dis­pa­ra­do a sus mu­cha­chos. Los nom­bres de los hom­bres que es­ta­ban ro­ban­do a los Bas­tar­dos. Los nom­bres de los hom­bres que tra­ba­ja­ban para su her­ma­no de­sa­pa­re­ci­do. Su ene­mi­go. Y ella estaba allí, en el burdel de su her­ma­na, en un te­rri­to­r­io que per­te­ne­cía al propio Whit.

Es­pe­ran­do a que un hombre la com­pla­c­ie­se.

Ignoró el tor­be­lli­no de ex­ci­ta­ción que lo re­co­rría al pen­sar­lo y el hilo de irri­ta­ción que lo seguía. Se tra­ta­ba de tra­ba­jo, no de placer. Era el mo­men­to de los ne­go­c­ios.

La vio nada más entrar, sus ojos la en­con­tra­ron posada en el borde de la cama, aga­rra­da a un poste en la os­cu­ri­dad. Al dejar que la puerta se ce­rra­ra tras él, le con­su­mió una idea sin­gu­lar: allí sen­ta­da, en uno de los bur­de­les más ex­tra­va­gan­tes de la ciudad, di­se­ña­do para fé­mi­nas de gusto exi­gen­te, un burdel que pro­me­tía la máxima dis­cre­ción, aq­ue­lla mujer no podía pa­re­cer más fuera de lugar.

Debía sen­tir­se como en casa, te­n­ien­do en cuenta que lo había ex­ci­ta­do, que había man­te­ni­do una con­ver­sa­ción con él como si fuera algo com­ple­ta­men­te normal y, luego, lo había arro­ja­do a la calle desde un ca­rr­ua­je en marcha. Des­pués de be­sar­lo.

El hecho de que se di­ri­g­ie­ra allí pa­re­cía estar en con­so­nan­c­ia con el resto de aq­ue­lla noche sal­va­je. Pero algo no cua­dra­ba. No era el ves­ti­do, aunque la lujosa falda de seda que on­de­a­ba en la os­cu­ri­dad en sal­va­jes ole­a­das tur­q­ue­sas, su­ge­ría una mo­dis­ta de gran ha­bi­li­dad. Tam­po­co eran los za­pa­tos a juego ni los dedos que aso­ma­ban por debajo del do­bla­di­llo.

No era la forma en que el cor­pi­ño bri­lla­ba en la os­cu­ri­dad, abra­zan­do las curvas de su torso y mos­tran­do unas en­can­ta­do­ras formas debajo de él… No, eso casaba a la per­fec­ción con Shel­ton Street.

Ni si­q­u­ie­ra era la sombra de su cara, apenas re­co­no­ci­ble en la os­cu­ri­dad, pero lo su­fi­c­ien­te­men­te vi­si­ble como para re­ve­lar que tenía la boca ab­ier­ta por la sor­pre­sa. Otro hombre podría en­con­trar ri­dí­cu­la esa ex­pre­sión, pero Whit no. Sabía lo que sabía. Cómo se sua­vi­za­ban y cedían esos labios car­no­sos. Y no había nada re­mo­ta­men­te fuera de lugar en eso.

El 72 de Shel­ton Street era un lugar más que aco­ge­dor para cuer­pos y labios llenos, para mu­je­res que sabían cómo usar­los. Pero esta mujer no sabía cómo usar­los. En ese mo­men­to estaba tiesa como un palo, afe­rra­da al poste de la cama con los nu­di­llos de una mano blan­cos y sos­te­n­ien­do en la otra una copa de cham­pán vacía, que in­cli­na­ba en un ángulo ex­tra­ño. Sí, estaba to­tal­men­te fuera de lugar.

Más aún, cuando se en­de­re­zó de manera for­za­da.

—Le ruego que me per­do­ne, señor —dijo—. Estoy es­pe­ran­do a al­g­u­ien.

—Mmm… —Se in­cli­nó hacia atrás ap­o­yán­do­se en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no es­tu­v­ie­ra en las som­bras—. Espera a Nelson.

—Co­rrec­to. Y como usted no es él… —Asin­tió con la cabeza, en un mo­vi­m­ien­to que pa­re­cía el me­ca­nis­mo de un reloj.

—¿Cómo lo sabe?

Si­len­c­io. Whit re­sis­tió el im­pul­so de son­re­ír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de re­tro­ce­der, lo que lo pon­dría en una po­si­ción de poder. Le daría la in­for­ma­ción que de­se­a­ba en mi­nu­tos, como si fuera un niño, a cambio de go­lo­si­nas.

Salvo que ella dijo:

—No cumple mi lista de re­q­ui­si­tos.

«¿Qué de­mo­n­ios… ? ¿Qué re­q­ui­si­tos?».

De alguna manera, por puro mi­la­gro, evitó hacer la pre­gun­ta di­rec­ta­men­te. Sin em­bar­go, aq­ue­lla char­la­ta­na le pro­por­c­io­nó in­for­ma­ción adi­c­io­nal.

—Pedí es­pe­cí­fi­ca­men­te a al­g­u­ien menos… —Se calló.

Whit estaba dis­p­ues­to a hacer casi cual­q­u­ier cosa para que ella ter­mi­na­ra esa frase. Cuando agitó una mano en su di­rec­ción, él no pudo de­te­ner­se.

—¿Menos… ?

—Pre­ci­sa­men­te. Menos —dijo ella frun­c­ien­do el ceño.

Algo sos­pe­cho­sa­men­te pa­re­ci­do al or­gu­llo es­ta­lló en el in­te­r­ior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó si­len­c­io.

—Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo ex­pul­sé del ca­rr­ua­je, me dis­cul­po por ello, por cierto. Espero que no se haya ma­gu­lla­do de­ma­s­ia­do en la caída.

—¿Mucho qué? —Ignoró las dis­cul­pas.

—Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la vo­lu­mi­no­sa tela de sus faldas y ex­tra­jo un trozo de papel, con­sul­tán­do­lo—. Altura media. Cons­ti­tu­ción media. —Lo miró de arriba abajo, eva­luán­do­lo—. Usted no es nin­gu­na de esas cosas.

No tenía que pa­re­cer de­cep­c­io­na­da por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?

—No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reu­ni­mos antes.

—¿Es así como lo llama? ¿Una reu­nión?

In­cli­nó la cabeza con­si­de­rán­do­lo.

—¿Tiene un tér­mi­no mejor?

—Un ataque.

Ella abrió los ojos de par en par detrás de la más­ca­ra y se puso de pie, des­ve­lan­do una altura que él no había ima­gi­na­do en el ca­rr­ua­je.

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