«Pero no por mucho tiempo».
Aquella mujer lo llevaría hasta su enemigo, un adversario que los Bastardos Bareknuckle llevaban meses buscando.
Si Whit estaba en lo cierto, se trataba de un enemigo que conocían desde hacía años.
No le molestaba que sus chicos estuvieran vigilando todas las entradas al burdel. Después de todo, un hermano protegía a una hermana, incluso cuando la hermana en cuestión era lo suficientemente poderosa como para poner a una ciudad de rodillas. Incluso cuando su hermana se escondía de lo único que podía despojarla de ese poder.
Whit había encontrado sin problemas el camino al burdel y se cruzó con Zeva, sin apenas detenerse, solo lo necesario para descubrir dónde se encontraba aquella mujer sin ni siquiera nombrarla. Sabía que ella no lo haría. El éxito del 72 de Shelton Street se debía a su discreción inflexible: guardaban los secretos de todos y no los revelaban a nadie, ni siquiera a los Bastardos Bareknuckle.
Por eso no presionó a Zeva. En su lugar, la empujó, ignorando cómo se arquearon sus cejas oscuras, con silenciosa sorpresa. Silenciosa por el momento; Zeva era la mejor de los lugartenientes y sabía guardar secretos…, pero no ocultaba nada a su jefa. Y cuando Grace, conocida en todo Londres como Dahlia, recuperara su legítimo puesto como dueña de aquel lugar, sabría lo que había pasado. Y no dudaría en pedir explicaciones al respecto.
No había curiosidad tan implacable como la de una hermana. Pero, por ahora, Grace no lo molestaría. Solo existía la misteriosa mujer del carruaje, con toda la información, la última pieza del mecanismo de relojería que había estado esperando a ponerse en marcha. El último resorte. Ella sabía los nombres de los hombres que habían disparado a su cargamento, de los que habían disparado a sus muchachos. Los nombres de los hombres que estaban robando a los Bastardos. Los nombres de los hombres que trabajaban para su hermano desaparecido. Su enemigo. Y ella estaba allí, en el burdel de su hermana, en un territorio que pertenecía al propio Whit.
Esperando a que un hombre la complaciese.
Ignoró el torbellino de excitación que lo recorría al pensarlo y el hilo de irritación que lo seguía. Se trataba de trabajo, no de placer. Era el momento de los negocios.
La vio nada más entrar, sus ojos la encontraron posada en el borde de la cama, agarrada a un poste en la oscuridad. Al dejar que la puerta se cerrara tras él, le consumió una idea singular: allí sentada, en uno de los burdeles más extravagantes de la ciudad, diseñado para féminas de gusto exigente, un burdel que prometía la máxima discreción, aquella mujer no podía parecer más fuera de lugar.
Debía sentirse como en casa, teniendo en cuenta que lo había excitado, que había mantenido una conversación con él como si fuera algo completamente normal y, luego, lo había arrojado a la calle desde un carruaje en marcha. Después de besarlo.
El hecho de que se dirigiera allí parecía estar en consonancia con el resto de aquella noche salvaje. Pero algo no cuadraba. No era el vestido, aunque la lujosa falda de seda que ondeaba en la oscuridad en salvajes oleadas turquesas, sugería una modista de gran habilidad. Tampoco eran los zapatos a juego ni los dedos que asomaban por debajo del dobladillo.
No era la forma en que el corpiño brillaba en la oscuridad, abrazando las curvas de su torso y mostrando unas encantadoras formas debajo de él… No, eso casaba a la perfección con Shelton Street.
Ni siquiera era la sombra de su cara, apenas reconocible en la oscuridad, pero lo suficientemente visible como para revelar que tenía la boca abierta por la sorpresa. Otro hombre podría encontrar ridícula esa expresión, pero Whit no. Sabía lo que sabía. Cómo se suavizaban y cedían esos labios carnosos. Y no había nada remotamente fuera de lugar en eso.
El 72 de Shelton Street era un lugar más que acogedor para cuerpos y labios llenos, para mujeres que sabían cómo usarlos. Pero esta mujer no sabía cómo usarlos. En ese momento estaba tiesa como un palo, aferrada al poste de la cama con los nudillos de una mano blancos y sosteniendo en la otra una copa de champán vacía, que inclinaba en un ángulo extraño. Sí, estaba totalmente fuera de lugar.
Más aún, cuando se enderezó de manera forzada.
—Le ruego que me perdone, señor —dijo—. Estoy esperando a alguien.
—Mmm… —Se inclinó hacia atrás apoyándose en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no estuviera en las sombras—. Espera a Nelson.
—Correcto. Y como usted no es él… —Asintió con la cabeza, en un movimiento que parecía el mecanismo de un reloj.
—¿Cómo lo sabe?
Silencio. Whit resistió el impulso de sonreír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de retroceder, lo que lo pondría en una posición de poder. Le daría la información que deseaba en minutos, como si fuera un niño, a cambio de golosinas.
Salvo que ella dijo:
—No cumple mi lista de requisitos.
«¿Qué demonios… ? ¿Qué requisitos?».
De alguna manera, por puro milagro, evitó hacer la pregunta directamente. Sin embargo, aquella charlatana le proporcionó información adicional.
—Pedí específicamente a alguien menos… —Se calló.
Whit estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para que ella terminara esa frase. Cuando agitó una mano en su dirección, él no pudo detenerse.
—¿Menos… ?
—Precisamente. Menos —dijo ella frunciendo el ceño.
Algo sospechosamente parecido al orgullo estalló en el interior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó silencio.
—Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo expulsé del carruaje, me disculpo por ello, por cierto. Espero que no se haya magullado demasiado en la caída.
—¿Mucho qué? —Ignoró las disculpas.
—Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la voluminosa tela de sus faldas y extrajo un trozo de papel, consultándolo—. Altura media. Constitución media. —Lo miró de arriba abajo, evaluándolo—. Usted no es ninguna de esas cosas.
No tenía que parecer decepcionada por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?
—No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reunimos antes.
—¿Es así como lo llama? ¿Una reunión?
Inclinó la cabeza considerándolo.
—¿Tiene un término mejor?
—Un ataque.
Ella abrió los ojos de par en par detrás de la máscara y se puso de pie, desvelando una altura que él no había imaginado en el carruaje.
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