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Sarah MacLean: Lady Hattie y la Bestia

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Sarah MacLean Lady Hattie y la Bestia

Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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—¡No le he ata­ca­do!

Se eq­ui­vo­ca­ba, por su­p­ues­to. Ella en sí era un asalto: desde sus exu­be­ran­tes curvas al fulgor de sus ojos, desde el brillo de su ves­ti­do al olor a al­men­dras, como si aca­ba­ra de salir de una cocina llena de pas­te­les.

Sintió el ataque de esa mujer desde el mo­men­to en que abrió los ojos en el ca­rr­ua­je y la en­con­tró allí, ha­blan­do de cum­ple­a­ños y planes, y del Año de Hattie.

—Hattie… —No había que­ri­do de­cir­lo. O mejor, no había que­ri­do dis­fru­tar di­cién­do­lo.

Los ojos de la joven se hi­c­ie­ron to­da­vía más gran­des detrás de la más­ca­ra.

—¿Cómo sabe mi nombre? —pre­gun­tó ella con una mezcla de pánico e in­dig­na­ción mien­tras se ponía en pie—. Pensé que este lugar era el colmo de la dis­cre­ción.

—¿Qué es el Año de Hattie?

La re­a­li­dad la asaltó de golpe, ella misma había re­ve­la­do su nombre.

—¿Por qué quiere sa­ber­lo? —in­q­ui­rió des­pués de un breve si­len­c­io.

No estaba seguro de la res­p­ues­ta, así que no le con­tes­tó.

Ella rompió el si­len­c­io, como él estaba des­cu­br­ien­do que acos­tum­bra­ba a hacer.

—Su­pon­go que no me dirá su nombre. Sé que no es Nelson.

—Porque soy de­ma­s­ia­do para ser Nelson.

—Porque no cumple mi lista de cua­li­da­des. Es de­ma­s­ia­do ancho de hom­bros y sus pier­nas son de­ma­s­ia­do largas y no es en­can­ta­dor. Y, desde luego, no es nada afable.

—Ha hecho una lista de cua­li­da­des para un sa­b­ue­so, no para un polvo.

No mordió el an­z­ue­lo.

—Y si además con­si­de­ra­mos su cara…

¿Qué de­mo­n­ios le pasaba a su cara? En tr­ein­ta y un años, nunca había tenido una queja, Y esa mujer sal­va­je no iba a cam­b­iar eso.

—¿Mi cara?

—Sí, su cara —res­pon­dió ella atro­pe­lla­da­men­te—. Pedí una cara que no fuera tan…

Whit se man­tu­vo en si­len­c­io. ¿Así que esa mujer de­ci­día dejar de hablar justo en ese mo­men­to?

Hattie negó con la cabeza y él re­sis­tió el im­pul­so de mal­de­cir.

—No im­por­ta. El hecho es que no so­li­ci­té su com­pa­ñía y tam­po­co lo ataqué. No he tenido nada que ver con que apa­re­c­ie­ra in­cons­c­ien­te en mi ca­rr­ua­je. Aunque, para ser sin­ce­ra, em­p­ie­za a pa­re­cer­me la clase de hombre que bien podría me­re­cer un golpe en la cabeza.

—No creo que haya tomado parte en el asalto.

—Bien. Porque yo no asalté su ca­rr­ua­je.

—¿Quién lo hizo?

—No lo sé.

«Men­ti­ra».

Estaba pro­te­g­ien­do a al­g­u­ien. El ca­rr­ua­je per­te­ne­cía a al­g­u­ien en quien con­f­ia­ba o no lo habría usado para ir hasta allí. «¿Su padre?». No, im­po­si­ble. Ni si­q­u­ie­ra aq­ue­lla loca usaría el co­che­ro de su padre para lle­var­la a un burdel en medio de Covent Garden. Los co­che­ros ha­bla­ban.

«¿Un amante?». Por un mo­men­to con­si­de­ró la po­si­bi­li­dad de que ella no solo tra­ba­ja­ra con su ene­mi­go, sino que dur­m­ie­ra con él. A Whit no le hizo gracia el dis­gus­to que le causó la idea antes de que le pu­d­ie­ra la razón.

No. No era un amante. No es­ta­ría en un burdel si tu­v­ie­ra un amante. No lo habría besado a él si tu­v­ie­ra un amante. Y ella lo había besado, suave, dulce e inex­per­ta­men­te.

No había ningún amante. Pero aun así, era leal al ene­mi­go.

—Creo que sabe quién me dejó in­cons­c­ien­te y me retuvo en ese ca­rr­ua­je, Hattie —dijo en voz baja, acer­cán­do­se a ella. Su cuerpo vibró cuando se dio cuenta de que ella era casi de su altura; su pecho su­b­ien­do y ba­jan­do a ritmo de stac­ca­to por encima de la línea de su ves­ti­do, los mús­cu­los de su gar­gan­ta tensos mien­tras lo es­cu­cha­ba—. Y creo que sabe que tengo la in­ten­ción de con­se­g­uir un nombre.

—¿Es eso una ame­na­za? —Lo miró en­tre­ce­rran­do los ojos. Él no res­pon­dió, y en el si­len­c­io, ella pa­re­ció cal­mar­se; su res­pi­ra­ción se hizo más tran­q­ui­la mien­tras sus hom­bros se en­de­re­za­ban—. No me gustan las ame­na­zas. Es la se­gun­da vez que in­te­rrum­pe mi noche, señor. Haría bien en re­cor­dar que fui yo quien le salvó el pe­lle­jo antes.

—Casi me mata. —Ella ex­pe­ri­men­tó un cambio no­ta­ble.

—Por favor, ha sido usted muy ágil —se burló—. Lo vi ate­rri­zar en el suelo como si no fuera la pri­me­ra vez que lo lanzan de un ca­rr­ua­je—. Hizo una pausa—. No lo fue, ¿o sí?

—Eso no sig­ni­fi­ca que desee con­ver­tir­lo en un hábito.

—El punto es que, sin mí, podría estar muerto en una zanja. Un ca­ba­lle­ro ra­zo­na­ble me lo agra­de­ce­ría ama­ble­men­te y se iría a otro lugar ahora mismo.

—Tiene mala suerte, en­ton­ces, de que yo no lo sea.

—¿Ra­zo­na­ble?

—Un ca­ba­lle­ro.

Se rio un poco sor­pren­di­da por eso.

—Bueno, como es­ta­mos en un burdel, creo que nin­gu­no de los dos puede re­cla­mar mucha gen­ti­le­za.

—¿Eso no estaba en su lista de re­q­ui­si­tos?

—Oh, lo estaba —dijo—, pero es­pe­ra­ba más una apro­xi­ma­ción a la ca­ba­lle­ro­si­dad que la ca­ba­lle­ro­si­dad misma. Y ahí está el pro­ble­ma: tengo planes, mal­di­ción, y no voy a per­mi­tir que los arr­ui­ne.

—Los planes de los que habló antes de ti­rar­me del ca­rr­ua­je.

—Yo no lo tiré. —Cuando él no res­pon­dió, ella le dijo—: Está bien, lo eché. Pero todo ha ido bien.

—No gra­c­ias a usted.

—No tengo la in­for­ma­ción que quiere.

—No la creo.

Abrió la boca y la cerró.

—¡Qué gro­se­ro!

—Quí­te­se la más­ca­ra.

—No.

—¿Qué es el Año de Hattie? —pre­gun­tó ante el no ta­jan­te.

Ella le­van­tó la bar­bi­lla de­sa­f­ian­te, pero se quedó en si­len­c­io. Whit gruñó y se di­ri­gió al cham­pán y se sirvió una copa. Cuando ter­mi­nó, de­vol­vió la bo­te­lla a su sitio y se apoyó en el al­féi­zar de la ven­ta­na ob­ser­van­do cómo ella se movía.

Siem­pre estaba en mo­vi­m­ien­to, ali­sán­do­se las faldas o ju­gan­do con la manga; él bebía hip­no­ti­za­do por la larga línea del ves­ti­do, por la forma en que este en­vol­vía sus curvas re­bel­des y hacía pro­me­sas que un hombre de­se­a­ba que cum­pl­ie­ra. La luz de las velas se re­fle­ja­ba en su piel, do­rán­do­la. No era una mujer que tomara té. Era una mujer que tomaba el sol.

Tenía dinero, sal­ta­ba a la vista. Y poder. Una mujer ne­ce­si­ta­ba de ambos para entrar en el 72 de Shel­ton Street. In­clu­so sa­b­ien­do que el lugar exis­tía, ne­ce­si­ta­ba con­tac­tos que no eran fá­ci­les de con­se­g­uir. Había miles de ra­zo­nes por las que ella podría estar allí, y Whit las había es­cu­cha­do todas: abu­rri­m­ien­to, in­sa­tis­fac­ción, im­pru­den­c­ia. Pero no de­tec­ta­ba nin­gu­na de ellas en Hattie. No era una chica im­pe­t­uo­sa, era lo su­fi­c­ien­te­men­te mayor para ser ra­zo­na­ble y tomar sus de­ci­s­io­nes. Tam­po­co era simple o su­per­fi­c­ial.

Se acercó a ella len­ta­men­te de forma de­li­be­ra­da.

—No me dejaré in­ti­mi­dar. —Se puso rígida. Agarró con fuerza el papel que tenía en la mano.

—Él me ha robado algo y quiero que me lo de­v­uel­va.

Pero eso no era todo.

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