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Sarah MacLean: Lady Hattie y la Bestia

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Sarah MacLean Lady Hattie y la Bestia

Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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Estaba lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca como para to­car­la. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para medir la altura que ya había notado antes, casi igual a la suya. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para ver sus ojos detrás de la más­ca­ra, fijos en él. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para su­mer­gir­se en su aroma a al­men­dras.

—Lo que sea que le hayan robado —anun­ció mien­tras en­de­re­za­ba los hom­bros—, haré que se lo de­v­uel­van.

Cuatro envíos. Tres vi­gi­lan­tes ti­ro­te­a­dos. Des­pués de esa noche, el propio Whit había per­di­do unos cu­chi­llos que va­lo­ra­ba por encima de todo. Y, si tenía razón, ella le debía más de lo que podía de­vol­ver­le.

—No es po­si­ble. Ne­ce­si­to un nombre. —Negó con la cabeza.

—Le ruego que me per­do­ne, yo no fallo —res­pon­dió sin va­ci­lar.

Otro hombre podría haber en­con­tra­do aq­ue­llas pa­la­bras di­ver­ti­das, pero Whit ad­vir­tió ho­nes­ti­dad en ellas. ¿Cómo se había visto in­vo­lu­cra­da en este lío? No pudo re­sis­tir­se a re­pe­tir­se.

—¿Qué es el Año de Hattie?

—Si se lo digo, ¿me dejará en paz?

«No», pensó él.

Res­pi­ró pro­fun­da­men­te en si­len­c­io, como si con­si­de­ra­ra sus op­c­io­nes.

—Es lo que parece —ex­pli­có ella fi­nal­men­te—. Es mi año. El año que re­cla­mo como mío.

—¿Cómo?

—Tengo un plan de cuatro puntos para di­ri­gir mi propio des­ti­no.

—Cuatro puntos —re­pi­tió él, ar­q­ue­an­do las cejas.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro. —Le­van­tó una mano mar­can­do las res­p­ues­tas con los largos dedos en­g­uan­ta­dos y luego hizo una pausa—. Ahora, si me dice qué fue con pre­ci­sión lo que le qui­ta­ron, se lo de­vol­ve­ré, y po­dre­mos seguir con nues­tras vidas sin mo­les­tar­nos nunca más.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —repasó el plan—. ¿En ese orden?

—Pro­ba­ble­men­te. —Hattie in­cli­nó la cabeza a un lado.

—¿Qué clase de ne­go­c­ios? —Él tenía dinero de sobra, y podía ayu­dar­la en cual­q­u­ier ne­go­c­io que de­se­a­ra… a cambio de la in­for­ma­ción que ne­ce­si­ta­ba.

Ella lo miró fi­ja­men­te y per­ma­ne­ció en si­len­c­io.

Pro­ba­ble­men­te tenía as­pi­ra­c­io­nes como mo­dis­ta o som­bre­re­ra, ambos ne­go­c­ios le com­pra­rí­an una casa, pero nin­gu­no de ellos le daría una for­tu­na. ¿No sería mejor que bus­ca­se un futuro como esposa y madre? Pa­re­cía la mujer ade­c­ua­da para ser la señora de una casa.

Eso, y que nin­gu­no de sus cuatro puntos tenía sen­ti­do en el con­tex­to del burdel de Shel­ton Street. Señaló el papel que sos­te­nía en el puño.

—¿Qué es­pe­ra­ba de Nelson, una in­ver­sión?

—De cierto tipo. —Hattie se rio de la pre­gun­ta.

—¿De qué tipo? —Whit en­tre­ce­rró los ojos, in­te­rro­ga­ti­vo.

—Hay un quinto punto —dijo.

Un reloj sonó en el pa­si­llo, alto y grave, y Whit sacó sus re­lo­jes sin pensar, com­pro­ban­do la hora en ambos antes de de­vol­ver­los a su lugar.

—¿Y cuál es?

—¿Tiene hora? —Su mirada siguió sus mo­vi­m­ien­tos.

—Las once. —No ignoró la burla en la pre­gun­ta.

—¿En los dos re­lo­jes?

—¿El quinto punto?

Sus me­ji­llas se ti­ñe­ron de rojo al es­cu­char la pre­gun­ta, y la cu­r­io­si­dad que sintió Whit por aq­ue­lla ex­tra­ña mujer se volvió casi in­so­por­ta­ble.

—Cuerpo —dijo ella en­ton­ces, en un tono claro como el tañido del pa­si­llo.

Cuando Whit tenía die­ci­s­ie­te años, salió del cua­dri­lá­te­ro tam­ba­leán­do­se, tras un com­ba­te que duró de­ma­s­ia­do con un opo­nen­te de­ma­s­ia­do grande; el rugido de la mul­ti­tud se le clavó en los oídos por la can­ti­dad de golpes que so­por­tó. Ate­rri­zó en el ca­lle­jón tra­se­ro de un al­ma­cén, donde llenó de aire frío sus pul­mo­nes mien­tras se ima­gi­na­ba en cual­q­u­ier lugar menos allí, en un club de lucha de Covent Garden.

La puerta se abrió y se cerró, y una mujer se había acercó a él con un trozo de lino en la mano. Se ofre­ció a lim­p­iar­le la sangre de la cara. Sus pa­la­bras suaves y su amable gesto fueron el mayor placer que había sen­ti­do en su vida.

Hasta el mo­men­to en que es­cu­chó a Hattie decir la pa­la­bra «cuerpo».

Se hizo el si­len­c­io entre ellos. Ella rio, ner­v­io­sa.

—Su­pon­go que es más bien el primer punto, con­si­de­ran­do que es esen­c­ial para el resto.

«Cuerpo».

—Ex­plí­q­ue­se —gruñó Whit.

Pa­re­cía estar con­si­de­ran­do la po­si­bi­li­dad de no dar ex­pli­ca­c­io­nes, como si él le fuera a per­mi­tir salir de la ha­bi­ta­ción sin ha­cer­lo.

—Hay dos ra­zo­nes —dijo fi­nal­men­te, pues debió de darse cuenta de que él no iba a ceder—. Al­gu­nas mu­je­res se pasan toda la vida bus­can­do un ma­tri­mo­n­io.

—¿Y usted no?

Negó con la cabeza.

—Tal vez en algún mo­men­to lo con­si­de­ré… —Se alejó, y Whit con­tu­vo la res­pi­ra­ción es­pe­ran­do ver qué venía a con­ti­n­ua­ción. La vio en­co­ger­se de hom­bros—. Mañana cumplo vein­ti­n­ue­ve años. En este mo­men­to, soy una dote y nada más.

Whit no la creyó ni por un mo­men­to.

—No quiero ser una dote. —Lo miró—. No deseo que me con­v­ier­tan en mer­can­cía. Deseo ser yo misma. Elegir por mí misma.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —dijo.

Ella sonrió sa­tis­fe­cha, for­man­do aquel mal­di­to ho­y­ue­lo que cen­te­lle­a­ba, y él no pudo re­sis­tir­se a re­pa­rar en esos labios, cuya sen­sa­ción re­cor­da­ba vi­va­men­te desde el prin­ci­p­io de la noche. Los vio mo­ver­se de nuevo.

—Solo hay una manera de ase­gu­rar que se me per­mi­ta elegir por mí misma. —Hizo una pausa—. Me desha­go de la única cosa de mí que es pre­c­ia­da. Me re­cla­mo a mí misma. Y gano.

—Y vino aquí para… —Se alejó sa­b­ien­do la res­p­ues­ta, pero quería que ella lo dijera.

Quería es­cu­char­lo.

Ese rubor otra vez.

—Perder la vir­gi­ni­dad —dijo fi­nal­men­te.

Las pa­la­bras re­so­na­ron en sus oídos.

—Bueno, yo sola no puedo perder mi propia vir­gi­ni­dad, ob­v­ia­men­te. Es más bien una me­tá­fo­ra. Nelson iba a ha­cer­lo por mí —añadió ella bro­me­an­do.

Dejó que el si­len­c­io rei­na­ra un se­gun­do mien­tras él ponía en orden sus pen­sa­m­ien­tos.

—Se libera de su vir­gi­ni­dad y se vuelve libre para vivir su vida.

—¡Exac­ta­men­te! —dijo como si es­tu­v­ie­ra en­can­ta­da de que al­g­u­ien lo en­ten­d­ie­ra.

—¿Y cuál es la se­gun­da razón? —gruñó Whit.

Se ru­bo­ri­zó de nuevo. ¿Quién era esta mujer tan audaz como ver­gon­zo­sa?

—Su­pon­go… —se in­te­rrum­pió para acla­rar­se la gar­gan­ta—. Su­pon­go que es lo que quiero.

«¡Dios!».

Podría haber dicho mil cosas y todas las hu­b­ie­ra es­pe­ra­do. Cosas que lo ha­brí­an man­te­ni­do ca­lla­do, im­pa­si­ble. Y en vez de eso, había dicho algo tan con­de­na­da­men­te sin­ce­ro que no tuvo otra opción que de­se­ar­la.

Lo detuvo antes de que em­pe­za­ra, re­pri­mió su deseo me­t­ien­do la mano en el bol­si­llo y sa­can­do un sa­q­ui­to de papel; del que sacó un ca­ra­me­lo. Se lo metió en la boca; el sabor a limón y miel ex­plo­ta­ron en su lengua.

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