Sarah MacLean - Lady Hattie y la Bestia

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Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le rei­na­ban en el re­tor­ci­do la­be­rin­to de Covent Garden, más allá de las ta­ber­nas y de la se­gu­ri­dad de los te­a­tros para los ri­ca­cho­nes de Lon­dres, donde nada era seguro para los fo­ras­te­ros. Había lle­ga­do a la co­lo­n­ia junto con su medio her­ma­no y la chica que lla­ma­ban her­ma­na, y habían apren­di­do a pelear como perros por cual­q­u­ier cosa que ne­ce­si­ta­sen. Las peleas se habían con­ver­ti­do en algo na­tu­ral, y así habían lle­ga­do a lo más alto. Mon­ta­ron un ne­go­c­io y arras­tra­ron al resto de la co­lo­n­ia con ellos. Con­tra­ta­ron a los hom­bres y mu­je­res del ve­cin­da­r­io para tra­ba­jar en sus in­nu­me­ra­bles em­pre­sas: sir­v­ien­do pas­te­les en las ta­ber­nas, en­car­gán­do­se de las ap­ues­tas en los cír­cu­los de las peleas, des­c­uar­ti­zan­do ganado, cur­t­ien­do cueros y trans­por­tan­do la carga que lle­ga­ba en los barcos dos veces al mes.

Si no se hu­b­ie­ran ase­gu­ra­do la le­al­tad de los ha­bi­tan­tes del Garden desde niños, el dinero lo habría hecho. La co­lo­n­ia de los Bas­tar­dos era co­no­ci­da en todo Lon­dres como un lugar que pro­por­c­io­na­ba tra­ba­jo ho­nes­to por un buen sa­la­r­io y en con­di­c­io­nes se­gu­ras, bajo el amparo de un trío de per­so­nas que se habían hecho a sí mismas desde la su­c­ie­dad de las calles de Covent Garden.

Allí, los Bas­tar­dos eran reyes. Re­co­no­ci­dos y ve­ne­ra­dos in­clu­so más que el propio mo­nar­ca, ¿y por qué no? El otro lado de Lon­dres podría ser el otro lado del mundo para los que cre­cí­an en la co­lo­n­ia.

Pero ni si­q­u­ie­ra un rey podía man­te­ner a raya a la muerte.

El joven que yacía in­cons­c­ien­te era casi un niño y había re­ci­bi­do una bala por ellos. Por eso se en­con­tra­ba en una ha­bi­ta­ción im­po­lu­ta y blanca entre unas sá­ba­nas im­po­lu­tas y blan­cas, en manos del des­ti­no; porque él había lle­ga­do de­ma­s­ia­do tarde para pro­te­ger­lo.

«Siem­pre es de­ma­s­ia­do tarde».

Se metió una mano en el bol­si­llo, y sus dedos fro­ta­ron el metal ca­l­ien­te de un reloj y, luego, el del otro.

—¿Vivirá?

—Quizás. —El doctor lo miró desde la mesa del rincón de la ha­bi­ta­ción donde mez­cla­ba un tónico.

Whit gruñó, se clavó con fuerza una mano en un cos­ta­do e hizo una mueca de dolor. ¡Mal­di­ta vida! Había estado tan cerca la noche an­te­r­ior que, si hu­b­ie­ra des­per­ta­do junto al ene­mi­go, podría ha­ber­se co­bra­do su ven­gan­za.

Pero en cambio había re­cu­pe­ra­do el co­no­ci­m­ien­to junto a aq­ue­lla mujer, Hattie, de­se­o­sa de ex­pe­ri­men­tar en un burdel mien­tras sus hom­bres aca­ba­ban lu­chan­do por su vida en las manos de un ci­ru­ja­no. Y luego se había negado a darle un nombre.

Miró la si­l­ue­ta ya­cen­te; la cama, de alguna manera, hacía a Jamie más pe­q­ue­ño y frágil de lo que era en re­a­li­dad, cuando se reía con sus ca­ma­ra­das y le gui­ña­ba un ojo a las chicas bo­ni­tas que pa­sa­ban a su lado.

Hattie le aca­ba­ría dando el nombre del hombre al que pro­te­gía, el que le había robado, el que ame­na­za­ba lo que era suyo. El que tra­ba­ja­ba con su ver­da­de­ro ene­mi­go y al que él di­ri­gi­ría toda la fuerza de su ira para que su­fr­ie­ra.

Estaba en­fu­re­ci­do por Jamie y por todos aq­ue­llos que es­ta­ban bajo su pro­tec­ción en el Garden, donde la es­ca­sez ame­na­za­ba a no más de medio ki­ló­me­tro de al­gu­nas de las casas más ricas de Gran Bre­ta­ña. Estaba en­fu­re­ci­do por los otros siete que habían estado allí antes que el chico. Por los tres que habían dejado esta ha­bi­ta­ción y se habían ido di­rec­ta­men­te al suelo del ce­men­te­r­io.

Otro gru­ñi­do.

—En­t­ien­do que no te guste, Bestia, pero es la verdad. La Me­di­ci­na es im­per­fec­ta. Pero la herida está todo lo de­sin­fec­ta­da que puede estar una herida —añadió el doctor—. La bala entró y salió lim­p­ia­men­te; hemos de­te­ni­do la he­mo­rra­g­ia. Está ven­da­do y pro­te­gi­do. —Se en­co­gió de hom­bros—. Podría vivir. —Se acercó más. Le tendió el vaso que su­je­ta­ba—. Bebe. —Whit negó con la cabeza—. Llevas des­p­ier­to más de un día, y Mary me ha dicho que no has comido ni bebido desde que lle­gas­te.

—No ne­ce­si­to que tu mujer me vigile.

—Ya que ha estado des­p­ier­ta en esta ha­bi­ta­ción du­ran­te doce horas, no tenía otra opción. —El doctor le echó un vis­ta­zo. Le tendió la bebida de nuevo—. Bebe, por la herida en la cabeza que no ad­mi­ti­rás que tienes.

Whit lo tomó de un trago ig­no­ran­do el dolor pun­zan­te en la parte pos­te­r­ior de su cráneo, antes de mal­de­cir du­ra­men­te sobre el sabor a ba­zo­f­ia po­dri­da.

—¿Qué de­mo­n­ios es eso?

—¿Im­por­ta? —El doctor re­co­gió el vaso y re­gre­só a su es­cri­to­r­io.

No im­por­ta­ba. El doctor era poco or­to­do­xo, ra­ra­men­te usaba una cura común cuando podía mez­clar una pasta o hervir un trago de algo as­q­ue­ro­so, y tenía una ob­se­sión por la lim­p­ie­za que Covent Garden nunca había visto. Whit y Diablo lo habían traído de lejos, de un pe­q­ue­ño pueblo del norte, dos años antes, des­pués de en­te­rar­se de que había sal­va­do a una joven mar­q­ue­sa de una herida de bala en el Gran Camino del Norte con una cu­r­io­sa com­bi­na­ción de tin­tu­ras y tó­ni­cos.

Un hombre con ha­bi­li­dad para de­rro­tar balas valía su peso en oro, en lo que a Whit se re­fe­ría. Y el tiempo le había dado la razón, pues la con­tra­ta­ción del doctor había sido be­ne­fi­c­io­sa, eco­nó­mi­ca­men­te ha­blan­do, dado que habían aho­rra­do mucho dinero gra­c­ias a sus ha­bi­li­da­des desde que llegó a la co­lo­n­ia. Y ese día podría salvar a otro de sus hom­bres.

Whit se volvió hacia Jamie. Lo ob­ser­vó en el si­len­c­io de la tarde.

—En­v­ia­ré a al­g­u­ien a bus­car­te cuando des­p­ier­te —dijo el doctor—. En el mismo ins­tan­te en que se des­p­ier­te.

—¿Y si no lo hace?

Una pausa.

—En­ton­ces en­v­ia­ré a al­g­u­ien a bus­car­te cuando no lo haga.

Whit gruñó, la lógica le dijo que no había nada que hacer. Que el des­ti­no ac­t­ua­ría y que aquel chico vi­vi­ría o mo­ri­ría.

—Odio este mal­di­to lugar. —Whit no podía que­dar­se quieto más tiempo. Fue hasta el fondo de la ha­bi­ta­ción y lanzó un pu­ñe­ta­zo contra la pared cons­tr­ui­da por los me­jo­res al­ba­ñi­les que el dinero de los bas­tar­dos había podido pagar. Lo lanzó sin va­ci­lar.

El dolor le atra­ve­só la mano y le subió por el brazo, y lo aceptó. Era un cas­ti­go.

—¿Estás san­gran­do? —La silla del doctor crujió cuando se volvió hacia él.

Se miró los nu­di­llos. Había visto cosas peores. Negó con un gru­ñi­do sa­cu­d­ien­do la mano. El doctor asin­tió con la cabeza y volvió a su tra­ba­jo.

Mejor. No estaba de humor para con­ver­sar, un hecho que se volvió irre­le­van­te cuando la puerta de la ha­bi­ta­ción se abrió y en­tra­ron su her­ma­no y su cuñada y, detrás de ellos, Annika, la bri­llan­te lu­gar­te­n­ien­te no­r­ue­ga de los Bas­tar­dos, que podía hacer de­sa­pa­re­cer una bodega llena de con­tra­ban­do a plena luz del día, como si de una he­chi­ce­ra se tra­ta­se.

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