Sarah MacLean - Lady Hattie y la Bestia

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Lady Hattie y la Bestia: краткое содержание, описание и аннотация

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El plan de la dama…Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia…Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio.Una pasión inesperada…Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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—¿Ahora? Es de noche.

—En­ton­ces, es­pe­re­mos no arr­ui­nar su sueño.

Capítulo 6

Lord August Sedley, hijo menor y único varón del conde de Che­ad­le, no estaba dor­mi­do cuando Hattie y Nora en­tra­ron en las co­ci­nas de Sedley House media hora des­pués. Estaba muy des­p­ier­to y san­gra­ba sobre la mesa de la cocina.

—¿Dónde has estado? —gimió Augie al ver entrar a Hattie y Nora en la ha­bi­ta­ción. Tenía un trapo en­san­gren­ta­do pegado a su muslo des­nu­do—. Te ne­ce­si­ta­ba.

—¡Oh, que­ri­do! —dijo Nora, nada más entrar la cocina—. ¡Augie no lleva pan­ta­lo­nes!

—Es una mala señal —co­men­tó Hattie.

—Tienes toda la razón, es un mal pre­sa­g­io. —Augie es­cu­pió su in­dig­na­ción—. ¡Me acu­chi­lla­ron y no es­ta­bas aquí, y nadie sabía dónde en­con­trar­te y he estado san­gran­do du­ran­te horas!

—¿Por qué no le pe­dis­te a Rus­sell que se en­car­ga­ra de ello? —Hattie apretó los dien­tes ante sus pa­la­bras, re­cor­dán­do­se que la exi­gen­c­ia era el estado na­tu­ral de Augie. Su her­ma­no tomó un trago de la bo­te­lla de whisky —. ¿Dónde está?

—Se fue.

—Por su­p­ues­to. —Hattie no di­si­mu­ló su dis­gus­to cuando fue a por un cuenco de agua y un trozo de tela. El ayuda de cámara de Augie, Rus­sell, a veces amigo, a veces hombre de armas, y siem­pre una plaga, era per­fec­ta­men­te inútil en el mejor de los casos—. ¿Por qué iba a que­dar­se si es­ta­bas san­gran­do por toda la mal­di­ta cocina?

—Sin em­bar­go, aún res­pi­ra —dijo Nora con tono burlón, mien­tras abría un ar­ma­r­io y cogía una pe­q­ue­ña caja de madera que dejó junto a Augie.

—Apenas —gruñó Augie—. Tuve que arran­car­me esa en­d­ia­bla­da cosa.

La mirada de Hattie se ilu­mi­nó al ver el im­pre­s­io­nan­te cu­chi­llo que había dejado a un lado de la mesa de roble. La hoja era de ocho pul­ga­das de largo, con un borde curvo que bri­lla­ría en la os­cu­ri­dad si no es­tu­v­ie­ra em­pa­pa­do en sangre.

Y si no es­tu­v­ie­ra em­pa­pa­do en sangre habría sido pre­c­io­so.

Sabía que tal pen­sa­m­ien­to no era apro­p­ia­do en aquel mo­men­to, pero aun así, Hattie lo pensó, quiso coger el arma y ca­li­brar su peso; nunca había visto algo tan es­tu­pen­do. Tan pe­li­gro­so y po­de­ro­so.

«Ex­cep­to el hombre al que per­te­ne­ce». Porque supo al ins­tan­te, sin duda, que aquel cu­chi­llo per­te­ne­cía al hombre que se lla­ma­ba a sí mismo Bestia.

—¿Qué ha pasado? —pre­gun­tó acer­cán­do­se con el tazón a la mesa para ins­pec­c­io­nar el muslo de Augie que aún san­gra­ba—. No de­be­rí­as ha­ber­te ex­tra­í­do el cu­chi­llo.

—Rus­sell dijo…

—No me im­por­ta. Rus­sell es un bruto y de­be­rí­as haber dejado el cu­chi­llo dentro. —Hattie sa­cu­dió la cabeza mien­tras lim­p­ia­ba la herida dis­fru­tan­do de los mal­di­tos que­ji­dos de su her­ma­no más de lo que de­be­ría. Golpeó dos veces la mesa—. Re­cués­ta­te.

—Estoy san­gran­do —se quejó Augie.

—Sí, ya lo veo —res­pon­dió Hattie—. Pero como estás cons­c­ien­te, para mí sería más fácil que es­tu­v­ie­ras tum­ba­do.

—¡Date prisa! —con­tes­tó Augie mien­tras se re­cos­ta­ba.

—Nadie te cul­pa­rá por to­mar­te tu tiempo —dijo Nora acer­cán­do­se con una lata de ga­lle­tas en la mano.

—¡Vete a casa, Nora! —dijo Augie.

—¿Por qué voy a ha­cer­lo cuando estoy dis­fru­tan­do tanto? —Le ex­ten­dió la lata de ga­lle­tas a Hattie—. ¿Qu­ie­res una?

Hattie sa­cu­dió la cabeza y se con­cen­tró en la lesión, ahora limpia.

—Tienes suerte de que la hoja es­tu­v­ie­ra tan afi­la­da. Esto se de­be­ría poder coser fá­cil­men­te. —Ex­tra­jo una aguja e hilo de la caja—. No te muevas.

—¿Dolerá?

—No más que el cu­chi­llo.

Nora se rio, y Augie frun­ció el ceño.

—Eso es cruel. —Un que­ji­do siguió a sus pa­la­bras cuando Hattie co­men­zó a cerrar la herida—. No puedo creer que el tipo diera en el blanco.

—¿Quién? —Hattie con­tu­vo el al­ien­to. «Bestia».

—Nadie —con­tes­tó su her­ma­no.

—No puede ser nadie, Aug —señaló Nora con la boca llena de biz­co­chos—. Tienes un buen agu­je­ro.

—Sí. Me he dado cuenta de eso —se quejó de nuevo mien­tras Hattie con­ti­n­ua­ba co­s­ien­do.

—¿En qué estás metido, Augie?

—En nada. —Su her­ma­na pre­s­io­nó la aguja con más fir­me­za en el si­g­u­ien­te punto—. ¡Mal­di­ta sea!

—¿En qué nos has metido a todos? —Clavó la mirada en la azul pálido de su her­ma­no.

Él la rehuyó. Gri­ta­ba cul­pa­ble. Porque lo que fuera que hu­b­ie­se hecho, lo que fuera que lo hu­b­ie­se puesto en pe­li­gro esa noche… los había puesto en pe­li­gro a todos. No solo a Augie. A su padre. Al ne­go­c­io.

A ella. Todos los planes que había hecho y todo lo que había puesto en marcha para el Año de Hattie: ne­go­c­ios, casa, for­tu­na, futuro. Y si el hombre con el que había hecho un trato estaba in­vo­lu­cra­do, ame­na­za­ba al resto. Su vir­gi­ni­dad.

La frus­tra­ción se apo­de­ró de ella y le en­tra­ron ganas de gritar, de sa­cu­dir­lo hasta que le dijera la verdad sobre qué había hecho para que le cla­va­ran un cu­chi­llo en el muslo. Que con­fe­sa­ra que había dejado a un hombre in­cons­c­ien­te en su ca­rr­ua­je. Y Dios sabía qué más.

Cosió otro punto. Y otro.

Se quedó ca­lla­da y se puso ner­v­io­sa.

No hacía ni seis meses, su padre había con­vo­ca­do a Augie y Hattie para in­for­mar­les de que ya no podía ma­ne­jar el ne­go­c­io que había con­ver­ti­do en un im­pe­r­io. El conde había en­ve­je­ci­do de­ma­s­ia­do para tra­ba­jar en los barcos, para ma­ne­jar a los hom­bres. Para vi­gi­lar los en­tre­si­jos del ne­go­c­io. Así que les ofre­ció la única so­lu­ción po­si­ble para un hombre con un título vi­ta­li­c­io y un ne­go­c­io que fun­c­io­na­ba: la he­ren­c­ia.

Ambos niños habían cre­ci­do entre la ar­bo­la­du­ra de los barcos Sedley; ambos habían pasado sus pri­me­ros años, antes de que le con­ce­d­ie­ran un título vi­ta­li­c­io a su padre, pi­sán­do­le los ta­lo­nes, apren­d­ien­do el ne­go­c­io de la na­ve­ga­ción. Ambos sabían izar una vela, a hacer un nudo. Pero solo uno de ellos había apren­di­do bien. De­sa­for­tu­na­da­men­te, era la chica.

Así que su padre le había dado a Augie la opor­tu­ni­dad de pro­bar­se a sí mismo y, du­ran­te los úl­ti­mos seis meses, Hattie había tra­ba­ja­do más duro que nunca para hacer lo mismo, para pro­bar­se a sí misma que era digna de asumir el con­trol del ne­go­c­io; todo, mien­tras Augie se dormía en los lau­re­les es­pe­ran­do su mo­men­to, cuando su padre de­ci­d­ie­ra en­tre­gar­le todo el ne­go­c­io sin otra razón que la de que Augie era un hombre, porque así es como debía ser. No había forma de cam­b­iar el ra­zo­na­m­ien­to del conde:

«Los hom­bres de los mue­lles ne­ce­si­tan una mano firme».

Como si Hattie no tu­v­ie­ra for­ta­le­za para ma­ne­jar­los.

«Los envíos ne­ce­si­tan un cuerpo capaz».

Como si Hattie fuera de­ma­s­ia­do blanda para el tra­ba­jo.

«Eres buena chica y con­ti­go al frente todo iría bien…».

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