La ilusión tras la Gran Guerra
Traducción de
Lucía Martínez Pardo
Título:
El mundo en vilo. La ilusión tras la Gran Guerra
© Daniel Schönpflug, 2020
Edición original:
Kometenjahre. 1918: Die Welt im Aufbruch, S. Fischer, 2017
De esta edición:
© Turner Publicaciones SL, 2020
Diego de León, 30
28006 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: octubre de 2020
De la traducción:
© Lucía Martínez Pardo, 2020
Ilustración de cubierta:
Rafael Barradas, Calle de Barcelona, 1918
Asociación Colección Arte Contemporáneo - Museo Patio Herreriano, Valladolid
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial
ISBN: 978-84-17866-57-0
eISBN: 978-84-18428-22-7
DL: M-9069-2020
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
La traducción de esta obra ha recibido una subvención
del Goethe-Institut.
ÍNDICE
Prólogo. El núcleo del cometa
i El principio del fin
ii Un día, una hora
iii Revoluciones
iv Tierra soñada
v Una paz engañosa
vi El fin del principio
Epílogo. La cola del cometa
Reflexión
Agradecimientos
Bibliografía
Un meteoro sigue una trayectoria que lo lleva a acercarse a la Tierra. Esta lo desvía hacia ella con su fuerza de atracción, atraviesa durante breves y críticos momentos la atmósfera, la fricción con el aire lo convierte en una estrella fugaz incandescente. Sortea en el último momento el peligro de quedarse para siempre atrapado en la Tierra y sigue su camino cada vez más frío hasta que se apaga de nuevo en el vacío.
paul klee, apuntes pedagógicos, 1921
Prólogo
El núcleo del cometa
El 11 de noviembre de 1918, a primera hora de la mañana, el káiser alemán aparece colgado entre dos rascacielos en Nueva York. El cuerpo sin vida del monarca pende de una larga cuerda, en medio de una nube de confeti que centellea al sol. Naturalmente, no se trata de Guillermo II en persona, sino de una representación, un muñeco de trapo mucho más grande que el káiser, decorado con un formidable bigote y un casco prusiano. En el pincho del casco se quedan colgadas algunas de las tiras de papel blanco que alguien lanza desde más arriba y que descienden con majestuosa lentitud entre los altísimos edificios.
A las cinco de la mañana (hora de la costa este) entra en vigor el armisticio entre las potencias aliadas y el Reich alemán. Los hunos –como se ha llamado a los alemanes en Estados Unidos desde que comenzó la guerra– hincan la rodilla después de cuatro años de lucha sin cuartel. Así acaba la Primera Guerra Mundial, que se ha cobrado la vida de dieciséis millones de personas en todo el mundo. Los neoyorkinos lo leen en los periódicos de la mañana y toman las calles en masa. Entre los rascacielos se agita un mar de gente ataviada con sus mejores galas, vistiendo trajes y bombines como si fuera domingo, o con uniformes militares y de enfermera. Caminan del brazo, hombro con hombro, se saludan y se abrazan. Campanas, salvas, marchas y fanfarrias se suman a los millones de voces que ríen, cantan y hablan con un estruendo de oleaje furioso. A través de la muchedumbre circulan entre bocinazos algunos automóviles desde los que se agitan banderas con entusiasmo. La ciudad celebra un festival callejero improvisado, con carteles pintados a mano, autoproclamados tribunos de la plebe, bandas de música, bailes desenfrenados sobre los adoquines. Nadie trabaja en Nueva York en ese día de la victoria que –todos están convencidos de ello– pronto traerá la paz al mundo.
Unas semanas antes, Moina Michael, una corpulenta mujer de casi cincuenta años consigue una excedencia de su cargo de gobernanta y profesora en un colegio femenino de Georgia y se pone a trabajar en un campamento de formación de la Young Women’s Christian Association, la rama femenina de la Young Men’s Christian Association (YMCA). En los edificios de la Universidad de Columbia, en Manhattan, Michael ayuda a preparar a los jóvenes que irán a Europa. Los más capaces de entre ellos cruzarán poco después el Atlántico como auxiliares civiles con la misión de construir estaciones de aprovisionamiento para los soldados. Dos días antes del armisticio, Moina Michael lee en un ejemplar del Ladies’ Home Journal el poema bélico “In Flanders Fields”, del lugarteniente canadiense John McCrae: “Se agitan las amapolas en los campos de Flandes / entre las cruces…”.1 La página de la revista está profusamente decorada con figuras heroicas de soldados que miran al cielo. Lee cautivada hasta la última línea, en la que McCrae evoca la imagen de un soldado moribundo que con sus manos debilitadas entrega a los supervivientes la antorcha de la lucha. Con esas palabras e imágenes resonando en su interior, siente como si el poema hubiera sido escrito para ella, como si las voces de los muertos le hablasen directamente a través de esas líneas. ¡Hablan de ella! ¡Ella es quien tiene que alargar su mano y tomar la antorcha de la paz y la libertad! ¡Ella tiene que convertirse en el instrumento de la “fidelidad y la fe” y ella debe encargarse de que el recuerdo de millones de víctimas no se pierda, de que su lucha no haya sido en vano y su muerte tenga un sentido!
Moina se halla tan conmovida por el poema y por su epifanía que toma un lápiz y escribe en un sobre amarillo sus propios versos sobre la amapola, “la flor que crece sobre los muertos”. En una especie de juramento rimado, promete transmitir la “lección de los campos de Flandes” a los supervivientes:
Llevamos para honrar a quienes murieron
la antorcha y el rojo de las amapolas.
No temáis, no habréis muerto en vano,
a otros enseñaremos la lección aprendida
en los campos de Flandes.2
Mientras escribe, un grupo de jóvenes aparece ante su escritorio. Han reunido diez dólares para agradecerle que les ayudara a amueblar sus habitaciones en la YMCA. Cuando va a aceptar el dinero, de repente todo encaja en su cabeza: no quiere que lo que siente se quede en palabras, por muy bien rimadas que estén. Su poema debe convertirse en realidad. “Compraré amapolas rojas… A partir de ahora, llevaré siempre una amapola roja”, anuncia a los desconcertados jóvenes. A continuación, les enseña el poema de McCrae y, tras dudar un poco, también el suyo. Los jóvenes se entusiasman. Ellos también quieren amapolas para sus solapas y Moina promete conseguirles algunas. Así pasará las horas que faltan hasta el armisticio, buscando amapolas artificiales en las tiendas de Nueva York. Resulta que entre la nutrida oferta de la metrópolis hay flores artificiales de todas las formas y colores, pero la selección de Papaver rhoeas, la especie de color rojo brillante de la que habla el poema, resulta bastante limitada. Encontrará finalmente lo que busca en Wanamaker’s, uno de los grandes almacenes de la ciudad que tiene de todo, desde artículos de mercería hasta automóviles, e incluso un salón de té acristalado. Adquiere una enorme amapola artificial para su escritorio y dos docenas de flores de seda con cuatro hojas. De vuelta en la YMCA, coloca las amapolas en las solapas de los jóvenes que pronto partirán de servicio a Francia. Es el modesto nacimiento de un símbolo triunfal. Las llamadas remembrance poppies no tardarán mucho en convertirse en símbolo de la memoria de los muertos en la guerra para todo el mundo anglosajón.
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