El culto a las amapolas nació en un momento histórico extraordinario, mientras en todo el mundo millones de personas celebraban, dejaban lo que fuera que estuvieran haciendo, lloraban o juraban venganza. Desde entonces las amapolas hablan del pasado y también del futuro. Por una parte, nos avisan de que no debemos olvidar un pasado muy reciente; en este sentido, forman parte de una cultura mundial de la memoria, una cultura de ceremonias, monumentos y nombres de los caídos esculpidos en la piedra de escuelas, edificios públicos y cuarteles. Por otra parte, la ocurrencia de Moina Michael también se orienta al porvenir, puesto que para ella la sangre derramada y las numerosas víctimas implicaban una responsabilidad para con el futuro: sobre las tumbas crecerán las flores como en ella surgió la esperanza de cara al futuro, fruto espontáneo de su profunda religiosidad. Para muchos de sus contemporáneos el fin de la guerra proyecta una duda apremiante acerca del futuro. Las expectativas de una vida mejor se mezclan con los miedos y las ideas revolucionarias, los sueños y la nostalgia se confunden con las pesadillas.
En su obra El cometa de París (1918), un dibujo a pluma y acuarela tan irónico como emblemático, Paul Klee captaría a la perfección esta situación intermedia entre pasado y futuro, entre realidad y expectativas. Si observamos con atención la obra de Klee, soldado de la Real Escuela Bávara de Aviación, vemos no uno sino dos cometas: uno de color verde, con una larga cola curva, y otro con forma de estrella de David. Ambos orbitan en torno a la cabeza de un equilibrista que se balancea sobre una cuerda invisible por encima de la Torre Eiffel, sujetando una vara en sus manos para mantener el equilibrio. Es una de las muchas obras de esa época en las que Paul Klee representaba astros sobre ciudades y, como ocurre a menudo, el artista se convierte en un “ilustrador de ideas”. En el dibujo, el lejano París –capital del enemigo, pero también patria del arte– aparece como un belén moderno. Al mismo tiempo, el cometa –desde siempre y también en la frágil y viciada atmósfera de principios del siglo xx– funciona como símbolo de lo imprevisible, como presagio de acontecimientos importantes, cambios profundos e incluso catástrofes. Si bien la estrella fugaz, hermana pequeña del cometa, nos invita a formular deseos, hay otro fenómeno astronómico análogo, el meteorito que impacta contra la Tierra, que tememos por su fuerza destructora. En 1910 el mundo había contemplado con pocos meses de diferencia el paso de los cometas Daylight y Halley, y los terrícolas más asustadizos de todos los continentes habían temido el fin del mundo. Klee pudo haberse inspirado en esto para su obra y también en el impacto del meteorito de Richardton en Dakota del Norte el 30 de junio de 1918.
El equilibrista de Klee se balancea entre esa maravilla terrenal que es la Torre Eiffel y los dos cuerpos celestes, que esconden al mismo tiempo una promesa y una amenaza. Se mantiene suspendido, no acaba de pertenecer a ninguna de las dos esferas, tiene la cabeza en las nubes y corre siempre el riesgo de perder el equilibrio y caer. Las estrellas que bailan alrededor de su cabeza le dan más un aire de borracho que de iluminado. Podría parecer, por sus ojos estrábicos, que las luces lo marean y propician su caída.
Paul Klee dibuja así en El cometa de París una imagen irónica de la vida en el año 1918, oscilante entre el entusiasmo y el derrotismo, entre las esperanzas y los temores, entre las visiones ambiciosas y las duras realidades. Aquellos que creyesen en los cometas como señal podrían interpretar el 11 de noviembre de 1918, día del armisticio, como el advenimiento de alguna profecía astrológica. La vieja Europa festejaba en medio de sus propias cenizas mientras a su alrededor estallaban revoluciones, caían grandes imperios y el orden mundial se tambaleaba. Durante este momento de giro radical, una lluvia de estrellas de futuros posibles se precipitaba sobre el mundo. Pocas veces ha parecido la historia tan abierta, tan contingente, tan en manos de los seres humanos. Pocas veces ha resultado tan necesario convertir lo aprendido de los errores del pasado en conceptos que sirvan para el futuro. Pocas veces ha parecido tan inevitable el implicarse y luchar por las propias visiones frente a un mundo cambiante. Aparecieron nuevas ideas políticas, una nueva sociedad, un nuevo arte y una nueva cultura, un nuevo pensamiento. Se proclamó la llegada de un nuevo ser humano, el ser humano del siglo xx, forjado en el fuego de la guerra y libre de las cadenas del Viejo Mundo. Europa, el mundo entero, debía renacer de sus cenizas como un fénix. El carrusel de las posibilidades giraba a tal velocidad que muchos sintieron vértigo.
Todas las personas de las que nos hablan las páginas que siguen fueron equilibristas. Su punto de vista acerca de los acontecimientos, totalmente subjetivo, ha sido tomado de sus propias palabras en autobiografías, memorias, diarios y cartas. La verdad de este libro es la de esos documentos. Puede contradecir la verdad de los libros de historia, porque a veces nuestros testigos mienten. Experimentan maravillados el fulgor de los sueños en el firmamento, pero también los ven consumirse rápidamente y convertirse en una lluvia de fría roca cósmica en la realidad. Algunos, como Moina Michael, consiguen mantener el equilibrio en las alturas; otros se precipitan como el káiser Guillermo II, cuya cuerda se convierte, al menos simbólicamente, en horca.
Al mismo tiempo, los acontecimientos y recuerdos documentados de quienes vivieron esa época muestran la tensión casi insoportable que dominó los años de la posguerra. Todas aquellas visiones, sueños y anhelos no solo servían para dar alas a aquellas personas que vivieron la transición radical del siglo xix al xx; en ocasiones también las enemistaron entre sí. Algunas visiones de futuro eran radicalmente opuestas e incluso se excluían mutuamente –al menos eso decían muchos de los nuevos profetas–, y solo podían hacerse realidad destruyendo las demás. De esta manera, la lucha encarnizada por un futuro mejor engendró una nueva violencia en lugar de la añorada paz, cobrándose nuevas víctimas en el proceso.
1“In Flanders fields the poppies blow / between the crosses [...]”.
2“And now the Torch and Poppy Red / we wear in honor of our dead. / Fear not that ye have died for naught; / we’ll teach the lesson that ye wrought / in Flanders Fields”.
i
El principio del fin
Hacia la derecha, hacia la izquierda,
hacia delante o atrás,
montaña arriba o montaña abajo
hay que continuar
sin querer saber
qué tenemos delante o dejamos atrás.
Debe permanecer oculto:
pudisteis, tuvisteis que olvidarlo
para cumplir vuestra tarea.
arnold schönberg,
die jakobsleiter, 19173
El sol se ha puesto ya tras el paisaje belga el 7 de noviembre de 1918 cuando una columna de cinco coches oficiales de color negro salen del cuartel general alemán en Spa. En el último se encuentra Matthias Erzberger, veinticuatro años, corpulento, gafas de alambre y bigote cuidadosamente recortado, cabello peinado meticulosamente con la raya en medio. El Gobierno del Reich alemán ha enviado a su secretario de Estado al país enemigo con una delegación de tres personas. Su objetivo es poner fin con una firma a la guerra que dura ya más de cuatro años y que abarca prácticamente todo el planeta.
A las nueve y veinte, bajo una lluvia ligera, la columna atraviesa el frente alemán cerca del pueblecito de Trélon, en el norte de Francia. Detrás de la última línea de trincheras alemanas, desde donde hasta hace poco se disparaba a matar a las tropas francesas, empieza la tierra de nadie. La columna avanza al paso, a tientas en la oscuridad, hacia las líneas enemigas. Sobre el primer automóvil ondea una bandera blanca. Una trompeta emite señales breves con regularidad. El alto al fuego acordado se mantiene, no suena un solo disparo mientras los emisarios avanzan por la tierra disputada hasta las primeras trincheras francesas, a ciento cincuenta metros escasos de las alemanas. A Erzberger la acogida del otro lado le parece fría pero respetuosa; se renuncia a vendar los ojos a los negociadores como sería esperable en esta situación. Dos oficiales guían los coches hasta La Chapelle, donde a su llegada soldados y civiles acuden en masa y reciben a los enviados enemigos con aplausos y una pregunta a gritos: “Finie la guerre?” (¿Se acabó la guerra?).
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