Daniel Schönpflug - El mundo en vilo

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Es noviembre de 1918 y el mundo es un lugar asolado que debe reconstruirse: la guerra ha terminado y todo debe empezar de nuevo. Muchos proyectos ilusionantes surgen en el mundo occidental. Virginia Woolf intenta publicar en su pequeña editorial, Moina Michael reparte sus míticas remembrance poppies, la Bauhaus de Walter Gropius empieza a fraguarse y Harry Truman monta una tienda de camisas
para hombre en Kansas.
La democracia, la ilusión artística y las ganas de emprender de nuevo la vida despuntaban, y Europa comenzaba a limpiar sus paisajes en ruinas. Lo que nadie sabía es que a ese final de la Gran Guerra lo acabaríamos llamando periodo de entreguerras, que este repunte de ilusión se vería truncado por otra contienda inimaginable para los habitantes del Occidente de 1918.

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El viaje de Erzberger continúa, ahora en automóviles franceses. Cuando la luna asoma entre las nubes, ilumina con su pálido resplandor un paisaje apocalíptico. Picardía, tras cuatro años de guerra, se ha transformado en el reino de los muertos. En las cunetas se oxidan cañones y vehículos militares destruidos junto a cadáveres de animales en descomposición. Los campos están rodeados de alambre de espino. El suelo está levantado por miles de explosiones, acribillado por toneladas de munición, contaminado por el olor de los incontables muertos, por el gas. El agua de la lluvia encharca las trincheras y los cráteres de las granadas. De los bosques no quedan más que tocones chamuscados, cuyas siluetas se dibujan contra el firmamento nocturno. La columna atraviesa pueblos y ciudades arrasados por las tropas alemanas en su retirada. En Chauny, cuenta Erzberger, “no quedaba una sola casa en pie; una ruina detrás de otra. La luna iluminaba los restos fantasmales, no se veía un solo ser vivo”.

La ruta trazada por el mando francés para el emisario alemán atravesaba las zonas del norte de Francia que más habían sufrido bajo la guerra y que parecían asoladas por un meteorito. Su intención era que la espeluznante visión de estas franjas de tierra, que más adelante aparecerían en los mapas como “zona roja”, preparase a Erzberger para las negociaciones del armisticio. Estas áreas que, según el parecer de los expertos de entonces, nunca más se podrían dedicar a la agricultura, debían recordarle lo que los alemanes les habían hecho a los franceses. Erzberger, como civil, probablemente ya habría visto en fotografías, periódicos, postales y noticiarios semanales los desiertos que la guerra había generado en el norte de Francia, ya que constituían un elemento central de la propaganda de guerra francesa. Puesto que era un hombre ilustrado y curioso seguramente habría leído la novela El fuego de Henri Barbusse, que describe con insistencia los “campos estériles”. Quizá incluso conociera alguna de las numerosas pinturas de su época dedicadas a una forma completamente nueva de paisajismo, como las del británico Paul Nash, que transformó su experiencia de guerra en una obra icónica. En ella vemos un sol mortecino ponerse tras un bosque completamente destruido. Estamos haciendo un nuevo mundo es el título del cuadro, que oscila entre el sarcasmo y el sentimiento de esperanza. Aun así, contemplar con los propios ojos los desiertos devastados, el desastroso legado de la guerra, es algo muy distinto: “Aquel viaje –cuenta Erzberger en sus memorias– fue para mí todavía más terrible que el que tres semanas antes me había llevado al lecho de muerte de mi único hijo”.

Hace tiempo que el oficial Harry S. Truman se ha acostumbrado a estos paisajes de guerra. Así se los describe a su amiga Bess Wallace en una carta: “Árboles que antes eran un hermoso bosque ahora no son más que tocones con ramas desnudas que los hacen parecer fantasmas. El suelo ya no es más que cráteres de granada. […] Esta tierra baldía debió de ser alguna vez tan hermosa y cuidada como el resto de Francia, pero ahora mismo, el Sáhara o el desierto de Arizona parecerían el jardín del edén a su lado. Cuando la luna se muestra por entre los árboles que te acabo de describir, podría imaginarse uno que los fantasmas de medio millón de franceses masacrados en el lugar desfilan en una triste procesión entre las ruinas”.

Truman, granjero en Misuri y oficial de artillería en la guerra, se encuentra a ciento cincuenta kilómetros al este de la ciudad destruida de Chauny, que Matthias Erzberger atraviesa esa noche del 7 de noviembre de 1918. En los bosques de Argonne, donde Truman lleva destinado desde finales de septiembre de 1918, se producen los últimos combates entre el Reich alemán y los aliados. El comandante en jefe francés, el mariscal Foch, ha escogido como escenario de la ofensiva definitiva las colinas boscosas del triángulo entre Francia, Alemania y Bélgica. La Línea Sigfrido, que los aliados llaman Línea Hindenburg, la última posición defensiva del ejército alemán, cayó en los primeros días de la ofensiva, a finales de septiembre de 1918. Pero el ejército francés y las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses, el mayor despliegue de tropas jamás enviadas por Estados Unidos hasta entonces a un conflicto fuera de sus fronteras, avanzaban inexorablemente hacia el este, en dirección al Rin. Desde su refugio en los alrededores de Verdún, Truman escribe: “La perspectiva es desoladora. Tengo franceses enterrados en el jardín de delante de la casa y hunos en el de atrás, y allá donde alcanza la mirada, muertos de ambas nacionalidades desperdigados por todas partes. Cada vez que cae una granada alemana en el campo que tenemos al oeste, desentierra un pedazo de cadáver. Menos mal que no creo en los fantasmas”.

A diferencia del káiser, el heredero al trono del Reich alemán, Guillermo de Prusia, no llevaba barba. Como para distanciarse de la imponente figura paterna, bajo su nariz, allí donde el káiser lucía un bigote en forma de águila imperial volando en picado, solo se veía la piel desnuda y afeitada. En comparación con la figura imponente de Guillermo II, el príncipe siempre pareció, incluso en su edad adulta, un poco juvenil, poco solemne. No obstante, esta carencia le evitó al primogénito de los Hohenzol­lern prusianos tener que afeitarse cuando la introducción del gas venenoso y la máscara de gas en la guerra convirtieron el vello facial en un peligro mortal. En 1918, a los treinta y seis años, Guillermo de Prusia dirigía el Grupo de Ejércitos del Príncipe Heredero, que en aquel momento todavía estaba compuesto por cuatro ejércitos. No obstante, que lo dirigiera no quiere decir que lo comandase. Su padre, que desde pequeño le había impedido participar en el Gobierno más que de lejos, había insistido severamente en que dejase todas las decisiones en manos del jefe de Estado Mayor, el conde Friedrich von der Schulenburg. Por esta razón el príncipe se refería a él, con cierta ambigüedad, como “mi jefe”. Desde el verano de 1918, después del fracaso de la última ofensiva alemana, el Grupo de Ejércitos del Príncipe Heredero se hallaba en continua retirada.

En septiembre de 1918 el príncipe empieza por primera vez a albergar serias dudas acerca de la victoria alemana ante el ímpetu imparable de los ataques aliados: “Teníamos la impresión de estar en el centro de la ofensiva enemiga y […] de resistir a duras penas y a costa de todas nuestras fuerzas. […] Pero ¿por cuánto tiempo más?”. Poco después, en una visita a la Primera División de Guardias comandada por su hermano Eitel Federico, se ve obligado a reconocer por fin que no hay esperanza para los alemanes en su lucha contra las fuerzas aliadas. Eitel Fritz, habitualmente optimista, le recibe pálido y abrumado por el dolor. De su división no quedan más que quinientos hombres, a los que apenas puede alimentar. Los cañones no dan más de sí y no quedan repuestos. Las ametralladoras alemanas todavía consiguen contrarrestar disparando en barrido a la infantería americana, que ataca en columnas que a Guillermo le parecen “poco acordes con las costumbres de la guerra”. Pero los tanques, última innovación tecnológica de los aliados, dan muchos problemas. Las brigadas de tanques estadounidenses pasan por encima de las trincheras alemanas, guarnecidas con un solo hombre cada veinte metros, y las toman desde atrás a punta de pistola. Además, los americanos parecen tener, a diferencia de los alemanes, reservas inagotables de artillería pesada y de hombres. Cada uno de sus ataques se ve precedido por un fuego tan intenso como no se había visto ni en Verdún ni en el Somme. Los príncipes habían crecido escuchando historias de heroicidad soldadesca, de campos de gloria en los que se decidía el ascenso y la caída de imperios enteros, de comandantes que dirigían sus tropas a caballo sable en ristre y se encontraban ahora rodeados de fría logística y cadáveres ensangrentados.

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